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– ¡Todavía no eres una amiguita! -dijo Hannah

– Creo que es encantador. Está enamorado de mí antes de haberse acostado conmigo. Qué delicadeza, ¿no crees?

– Sí, es diferente -admitió Hannah-. Bueno, ¿y de qué tienes miedo?

– No tengo miedo de nada -mintió Ruth

– Normalmente no quieres que conozca a tus acompañantes -le recordó Hannah

– Éste es especial -dijo Ruth

– Tan especial que no te has acostado con él

– Puede vencerme en el squash -añadió Ruth débilmente.

– Lo mismo que tu padre, ¿y qué edad tiene?

– Setenta y siete, ya lo sabes

– ¿De veras? -replicó Hannah-. Dios mío, no los aparenta.

– Me refiero a mi padre, no a Allan Albright -dijo Ruth, enojada-. Allan Albright sólo tiene cincuenta y cuatro. Me quiere, desea casarse conmigo, y creo que sería feliz si viviera con él.

– ¿Has dicho que le quieres? -inquirió Hannah-. No te he oído decir eso

– No lo he dicho -admitió Ruth-. No lo sé…, no puedo saberlo -añadió

– Si no puedes saberlo, entonces no le quieres -dijo Hannah-. Y, si no recuerdo mal, tenía fama de…, bueno, era un mujeriego, ¿no?

– Sí, lo era -replicó Ruth lentamente-. Él mismo me lo dijo, pero en ese aspecto ha cambiado

– Ya -dijo Hannah-. ¿Crees de veras que los hombres cambian?

– ¿Cambiamos nosotras? -preguntó Ruth.

– Quieres cambiar, ¿no es cierto?

– Estoy cansada de los novios granujas -confesó Ruth. -Desde luego, los eliges malos -comentó Hannah-, creía que los elegías porque sabías que eran malos, porque estabas segura de que se irían. A veces incluso antes de que les pidieras que se largaran

– También tú has elegido algunos novios granujas -dijo Ruth.

– Claro, continuamente -admitió Hannah-. Pero también he elegido otros buenos. Lo que ocurre es que no me duran.

– Creo que Allan me durará

– Claro que sí -repuso Hannah-. Lo que te preocupa es si tú durarás, ¿no es así?

– Sí -confesó Ruth por fin-. Eso es

– Quiero conocerle, y te diré si durará. Te lo diré en cuanto vea

"¡Y ahora me ha dado plantón!", se dijo Ruth. Cerró bruscamente su ejemplar de la novela y lo sostuvo contra los senos. Tenía ganas de llorar, tan enojada estaba con Hannah, pero vio que su gesto repentino había sobresaltado al lujurioso tramoyista. Ruth se sintió satisfecha al ver su expresión de alarma

– El público podría oírla -le susurró el taimado joven, con una sonrisa arrogante

La respuesta de Ruth no fue espontánea. Casi nunca hablaba sin pensar primero lo que iba a decir

– Por si te intriga -susurró al tramoyista-, son de la talla treinta y cuatro

– ¿Cómo?

Ruth se dijo que era demasiado tonto para entenderla. Además, el público había prorrumpido en resonantes aplausos. Sin oír lo que Eddie había dicho, Ruth comprendió que por fin su presentador había terminado

Se detuvo en el escenario para estrecharle la mano a Eddie antes de dirigirse al estrado. Eddie, confuso, se metió entre bastidores en vez de ir a ocupar el asiento que tenía reservado en la platea. Una vez allí, se sintió demasiado azorado para dirigirse a su asiento. Miró impotente al hostil tramoyista, quien no estaba dispuesto a ofrecerle su taburete

Ruth aguardó a que remitieran los aplausos. Tomó el vaso de agua, pero estaba vacío y lo dejó enseguida sobre la mesa. "¡Dios mío, me he bebido su agua!", pensó Eddie

– Vaya par de melones, ¿eh? -susurró el tramoyista a Eddie, el cual no le respondió nada pero adoptó una expresión de culpabilidad. (No había oído al muchacho, y supuso que le había dicho algo acerca del vaso de agua.)

El tramoyista tenía un pequeño cometido en la realización del acto, pero de repente se sintió más pequeño que de ordinario. Apenas había terminado de hacer su observación sobre los "melones", cuando el frívolo joven captó el significado de lo que la novelista famosa le había susurrado. "¡Usa una talla treinta y cuatro!", comprendió tardíamente el muy necio. Pero ¿por qué se lo había dicho? ¿Acaso le estaba tirando los tejos?

– ¿Quieren aumentar un poco la iluminación de la sala, por favor? -pidió Ruth cuando los aplausos cedieron un poco

Quiero ver la cara de mi editor. Si le veo encogerse, sabré que me he saltado algo… O que se lo ha saltado él

Este preámbulo fue recibido con risas, como ella había pretendido, aunque ésa no había sido su única finalidad. No necesitaba ver el rostro de Allan Albright, cuya presencia en su mente ya le bastaba. Lo que Ruth quería ver era el asiento vacío al lado de Allan, la plaza reservada para Hannah Grant. En realidad, había dos asientos vacíos al lado de Allan, porque Eddie se había quedado atrapado entre bastidores, pero Ruth sólo reparó en la ausencia de Hannah

"¡Mal rayo te parta, Hannah!", se dijo Ruth, pero ahora estaba en el escenario, y todo lo que debía hacer era contemplar la página. Su escritura la absorbió por completo. Externamente, la impresión que daba Ruth Cole era la habitual, una impresión de serenidad. Y en cuanto empezara a leer, también se sentiría internamente serena

Tal vez no sabía qué hacer con respecto a sus novios, sobre todo con respecto al que quería casarse con ella, y tal vez no sabía tratar con su padre, sobre quien tenía unos sentimientos dolorosamente encontrados. Tal vez no sabía si era mejor odiar a su mejor amiga, Hannah, o perdonarla. Pero en lo concerniente a su escritura, Ruth Cole era la confianza y la concentración personificadas

De hecho, se estaba concentrando tanto en la lectura del primer capítulo, titulado "La colchoneta hinchable roja y azul", que se olvidó de decir al público cómo se titulaba su nueva novela, pero no importaba, porque la mayoría de ellos ya lo sabían. (Más de la mitad del público había leído la novela.)

Los orígenes del primer capítulo eran peculiares. Un periódico alemán, el Süddeutsche Zeitung, había pedido a Ruth un relato breve para un suplemento anual dedicado a la narrativa. Ruth no solía escribir relatos breves, y siempre estaba pensando en una novela, aunque no hubiera empezado a escribirla. Pero las normas establecidas por el Süddeutsche Zeitung la intrigaron: todos los cuentos publicados en el suplemento se titulaban "La colchoneta hinchable roja y azul", y por lo menos una vez a lo largo del relato debía aparecer una colchoneta hinchable de esos colores. (También sugerían que la colchoneta debía tener suficiente importancia en el relato para merecer su uso como título.)

A Ruth le gustaban las reglas. La mayoría de los escritores se ríen de ellas, pero Ruth también jugaba al squash y tenía afición a los juegos. La diversión para Ruth consistía en saber dónde y cuándo introduciría la colchoneta en el relato. Ya sabía quiénes eran los personajes: Jane Dash, viuda reciente, y la que por entonces era enemiga de la señora Dash, Eleanor Holt

– Y así -dijo Ruth al público- debo mi primer capítulo a una colchoneta hinchable

El público se echó a reír. Ahora también se trataba de un juego para ellos

Eddie O'Hare tuvo la impresión de que incluso aquel tramoyista con pinta de palurdo ardía en deseos de saber qué ocurría con la colchoneta hinchable roja y azul. Era un nuevo testimonio de lo internacional que había llegado a ser la escritora Ruth Cole: ¡el primer capítulo de su nueva novela se había publicado en alemán bajo el título Die blaurote Luftmatratze, antes de que ninguno de sus muchos lectores hubiera podido leerlo en inglés!

– Deseo dedicar esta lectura a mi mejor amiga, Hannah Grant -dijo Ruth al público

Un día Hannah se enteraría de la dedicatoria que no había oído. Sin duda alguien del público se lo diría

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