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– Está… lloviendo -le dijo Eddie a Karl

Debía de haber media docena de personas apretujadas en el camerino y, al oír la observación de Eddie, todos se echaron a reír. Aquél era el típico humor inexpresivo que uno esperaría encontrar en una novela de Ed O'Hare. Pero a Eddie no se le había ocurrido nada más. Siguió estrechando manos y salpicando agua como un perro empapado cuando se sacude

El editor de textos que se encargaba de las obras de Ruth, una máxima autoridad en la editorial Random House, estaba presente. (La editora de sus dos primeras novelas había fallecido recientemente, y le había sucedido un hombre.) Eddie le había visto tres o cuatro veces, pero no recordaba su nombre. El editor nunca recordaba que ya conocía a Eddie, pero hasta entonces éste no se lo había tomado a pecho

De las paredes del camerino colgaban fotografías de los autores internacionales más importantes. Eddie se vio rodeado de escritores de talla y renombre mundiales. Reconoció la fotografía de Ruth antes de verla en persona. Su imagen no quedaba fuera de lugar en una pared con varios premios Nobel. (A Eddie nunca se le había ocurrido buscar allí su propia foto; era evidente que no la habría encontrado.)

El nuevo editor de Ruth fue quien prácticamente la empujó para presentarla a Eddie. El profesional de Random House era un hombre campechano, amistoso y enérgico. Puso una manaza sobre el hombro de Ruth y la hizo salir del rincón donde parecía mantenerse a distancia. Ruth no era tímida, como bien sabía Eddie por las numerosas entrevistas que le habían hecho. Pero al verla en persona, y por primera vez adulta, Eddie se percató de que había en Ruth Cole algo expresamente pequeño, como si ella misma hubiera deseado ser pequeña

En realidad, no era más baja que el agresivo chico que viajaba en el autobús de la avenida Madison. Aunque Ruth tenía la estatura de su padre, que no era precisamente corta para una mujer, no era tan alta como Marion. No obstante, su pequeñez no tenía que ver con la estatura. Al igual que Ted, tenía un cuerpo compacto, atlético. Vestía su habitual camiseta de media manga negra, que permitió a Eddie comprobar al instante que el músculo de su brazo derecho estaba muy desarrollado. Tanto el antebrazo como el bíceps eran visiblemente más voluminosos y más fuertes que los del delgado brazo izquierdo. El squash, como el tenis, producía ese desarrollo

Un solo vistazo le bastó a Eddie para saber que Ted saldría siempre perdiendo si jugaba con ella, por lo menos en cualquier pista reglamentaria. Eddie no podía haber imaginado lo mucho que Ruth deseaba vencer a su padre, como tampoco habría adivinado que el viejo seguía imponiéndose a su hija, pese a lo atlética que parecía, gracias a las ventajas injustas que le daba la pista de su granero

– Hola, Ruth, tenía muchas ganas de verte -le dijo Eddie.

– Hola… otra vez -replicó Ruth, estrechándole la mano. Tenía los dedos cortos y cuadrados de su padre

– Vaya, no sabía que os conocierais -comentó el editor de Random House

– ¿Quieres ir primero al baño? -preguntó Ruth a Eddie

Y una vez más, la manaza del campechano editor se posó sobre un hombro, el de Eddie, con un exceso de familiaridad.

– Sí, sí -dijo el nuevo editor de Ruth-, concedamos un minuto al señor O'Hare para que se arregle un poco

Cuando estuvo a solas en el baño, Eddie observó hasta qué punto necesitaba "arreglarse un poco". No sólo estaba mojado y sucio, sino que tenía enganchada a la corbata una bolsa de celofán, como la funda de un paquete de cigarrillos; y un envoltorio de chicle, que examinado de cerca reveló tener debajo un chicle bien mascado, se le había adherido a la bragueta. Tenía la chaqueta empapada. Al mirarse en el espejo, Eddie no reconoció sus pezones e intentó desprenderlos de un manotazo, como si también fuesen goma de mascar

Llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era quitarse la chaqueta y la camisa y escurrirlas. También escurrió el agua de la corbata, pero cuando volvió a vestirse, vio las extraordinarias arrugas que se habían formado en la camisa y la corbata, y que la camisa, antes blanca, era ahora de un rosa jaspeado y desvaído. Se miró las manos, manchadas con la tinta roja de la pluma que usaba para hacer correcciones (la llamada favorita del maestro) e, incluso antes de mirar en el interior de la cartera, supo que las correcciones en rojo del texto de su presentación primero se habrían desleído y luego convertido en manchas rosadas sobre las páginas húmedas

En efecto, cuando examinó las páginas de su presentación, vio que todas las correcciones manuscritas habían desaparecido o vuelto borrosas hasta resultar irreconocibles, y que el texto, ahora sobre un fondo rosa, era notablemente menos claro de lo que había sido. Al fin y al cabo, antes resaltaba en una página limpia y blanca

El peso del puñado de monedas le torcía la chaqueta. En el baño no había papelera, por lo que, confiando en que aquello fuese la culminación de su insensata conducta durante aquel día, arrojó a la taza toda la calderilla. Después de que tirase de la cadena y el agua se aclarase, comprobó con su resignación habitual que las monedas de veinticinco centavos seguían en el fondo de la taza

Ruth usó el lavabo después de Eddie. Cuando él la seguía hacia el fondo del escenario, y mientras los demás iban a mezclarse con el público y buscar sus asientos, la escritora le miró por encima del hombro y le dijo:

– Un curioso sitio para convertirlo en pozo de los deseos, ¿verdad?

Eddie tardó unos instantes en comprender que se refería a las monedas que se habían quedado en la taza del water. Ignoraba, naturalmente, si ella sabía que se trataba de su dinero. Entonces Ruth le habló de una manera más directa y sin malicia.

– Espero que cuando termine esto cenemos juntos. Así tendremos ocasión de hablar

Los latidos del corazón de Eddie se aceleraron. ¿Quería decir que iban a cenar solos? Incluso él sabía que no podía esperar tal cosa. Cenarían con Karl, Melissa y, sin duda, con el campechano nuevo editor de Random House y sus manazas tan proclives a tomarse ciertas familiaridades. De todos modos, tal vez podría estar un momento a solas con ella. De lo contrario, le propondría otro encuentro más íntimo

Sonreía estúpidamente, pasmado por el atractivo -o lo que algunos considerarían la belleza- del rostro de Ruth, cuyo labio superior era idéntico al de Marion. También los senos, voluminosos y algo colgantes, eran como los de su madre. Sin embargo, sin la alargada cintura de Marion, los senos de Ruth parecían demasiado grandes en comparación con el resto del cuerpo, y tenía las piernas cortas y robustas de su padre

La camiseta negra que vestía era cara y le sentaba muy bien. Estaba confeccionada con un tejido sedoso, y Eddie supuso que era más suave que el algodón. También los tejanos, de color negro, eran de una calidad superior a los tejanos corrientes. Le había dado su chaqueta al editor, y Eddie vio que era una prenda de cachemira confeccionada a medida, que con la camiseta y los pantalones negros formaba un conjunto de vestir más que deportivo. No quería llevar la chaqueta mientras daba la lectura, y Eddie llegó a la conclusión de que sus admiradores esperaban verla con la camiseta. Y no cabía duda de que era una autora con algo más que simples lectores. Ruth Cole tenía admiradores, y a Eddie le asustaba francamente dirigirse a ellos

Cuando se dio cuenta de que en aquel momento Karl le estaba presentando, prefirió no escucharle. El tramoyista de aspecto siniestro había ofrecido a Ruth su taburete, pero ella lo rechazó y siguió en pie, balanceándose un poco, como si estuviera a punto de jugar a squash en vez de dar una lectura

– No estoy muy satisfecho de mi discurso… -le dijo Eddie a Ruth-. La tinta se ha corrido

Ella se llevó a los labios uno de los índices cortos y cuadrados. Cuando Karl terminó de hablar, Ruth se inclinó hacia Eddie y le susurró al oído:

– Gracias por no haber escrito acerca de mí. Sé que podrías haberlo hecho

Eddie no pudo articular palabra. Hasta que la oyó susurrar, no se dio cuenta de que Ruth tenía la misma voz de su madre. Entonces la escritora le empujó hacia el escenario. Como no había escuchado la presentación de Karl, Eddie no sabía que éste y el público, que era el de Ruth Cole, aguardaban su intervención

Ruth había esperado toda su vida a encontrarse con Eddie. Desde la primera vez que le hablaron de la relación entre Eddie O'Hare y su madre, deseó conocerle. Ahora no soportaba verle dirigirse al escenario, puesto que se alejaba de ella, y prefirió mirarle en el monitor de televisión. Desde la perspectiva del cámara, que era la del público, Eddie no se alejaba, sino que avanzaba hacia el público. "¡Por fin ha venido a mi encuentro!", imaginaba Ruth. "Pero ¿qué diablos pudo ver en él mi madre?", se preguntó. ¡Qué hombre tan patético y desventurado! Observó con detenimiento la imagen de Eddie en blanco y negro en la pequeña pantalla del televisor, una imagen simple, primitiva, que le daba un aspecto juvenil. Ruth comprendió que debía de haber sido un chico guapo. Pero, en un hombre, la guapura sólo tiene un atractivo temporal

Mientras Eddie O'Hare hablaba sobre ella y su escritura, Ruth se distrajo haciéndose una pregunta familiar y turbadora: ¿qué le atraía a ella permanentemente en un hombre?

Ruth pensaba que un hombre ha de tener confianza en sí mismo, pues al fin y al cabo los hombres están hechos para actuar con agresividad. No obstante, su atracción hacia hombres seguros de sí mismos y enérgicos le había llevado a entablar ciertas relaciones discutibles. Ella jamás toleraría la agresión física, y hasta entonces se había librado de cualquier clase de episodio violento, como los que habían vivido algunas de sus amigas. Dado lo poco que le gustaba su instinto con respecto a los hombres, un instinto en el que no tenía ninguna confianza, no dejaba de ser sorprendente que Ruth creyera poder detectar, en la primera cita, la capacidad de un hombre para mostrarse violento con las mujeres

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