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Tomó a Ruth en brazos, se colgó la bolsa playera del hombro y se encaminó a la casa. Sostenía a Ruth con un brazo y en la otra mano llevaba la foto de Marion con los pies de sus hijos.

– No has bañado nunca a Ruth -le gritó Ted, airado-. ¡No sabes bañarla!

– No, pero me imagino cómo se hace. Ruth ya me lo dirá. Lee eso -repitió Eddie.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Ted, y empezó a leer en voz alta-: «¿Tiene usted en la mente una imagen de Marion Cole?». ¡Eh! ¿Qué es esto?

– Es lo único bueno que he escrito durante todo el verano -respondió Eddie, y entró con Ruth en la casa.

Una vez dentro, Eddie se preguntó cómo podría bañar a Ruth, en cualquiera de los varios baños con que contaba la casa, sin que la pequeña reparase en que las fotografías de sus hermanos muertos habían desaparecido.

Sonó el teléfono, y Eddie confió en que fuese Alice. Todavía con Ruth en brazos, respondió en la cocina, donde antes sólo había tres o cuatro fotos de Thomas y Timothy. Confiaba en que Ruth no se diese cuenta de su desaparición. Debido a la insistencia del teléfono, Eddie había recorrido a toda prisa el pasillo de la planta baja con Ruth en brazos. Tal vez la chiquilla no se había fijado en los rectángulos, más oscuros, de papel no descolorido. En las paredes también destacaban los ganchos para colgar cuadros, pues Marion no se había molestado en retirarlos.

Era Alice, en efecto, y Eddie le pidió que acudiera cuanto antes. Entonces colocó a Ruth a horcajadas sobre sus hombros y, sujetándola bien, subió corriendo las escaleras.

– ¡Es una carrera hacia la bañera! -le dijo Eddie-. ¿Qué bañera quieres? ¿La de tus papis, la mía, otra…?

– ¡Tu bañera! -gritó Ruth.

Llegó al largo pasillo del piso superior, donde le sorprendió ver la intensidad con que resaltaban los ganchos en las paredes. Unos eran negros, otros dorados y plateados. La fealdad de todos ellos era evidente. Daba la impresión de que la casa estaba infestada de escarabajos metálicos.

– ¿Has visto eso? -le preguntó Ruth.

Pero Eddie, corriendo todavía, la llevó a su dormitorio en el extremo del pasillo y al baño, donde colgó la fotografía de Marion en el Hótel du Quai Voltaire, exactamente en el mismo lugar donde estaba a comienzos del verano.

Eddie abrió el grifo de la bañera mientras ayudaba a Ruth a desvestirse, una operación difícil, porque la pequeña seguía mirando las paredes del baño mientras el muchacho le quitaba la camiseta. Salvo por la foto de Marion en París, las paredes estaban desnudas. Las demás fotografías habían desaparecido. Los ganchos de los que habían pendido parecían más numerosos de lo que eran. Eddie tenía la sensación de que aquellos ganchos correteaban por las paredes.

– ¿Dónde están las otras fotos? -preguntó Ruth mientras Eddie la introducía en la bañera, aún medio vacía.

– A lo mejor tu mamá las ha cambiado de sitio -respondió Eddie-. Mírate…, ¡tienes arena en los dedos de los pies, en el pelo y hasta en las orejas!

– También tengo arena en la rajita -observó Ruth-. Siempre me pasa.

– Ah, sí… -dijo Eddie-. Es un claro que sí.

– Sin champú -insistió Ruth. -Pero tienes arena en el pelo.

La bañera tenía un accesorio europeo, una ducha de teléfono con la que Eddie empezó a mojar a la niña mientras ella chillaba. -¡Sin champú!

– Sólo un poco de champú -le dijo Eddie-. Anda, cierra los ojos.

– ¡También me entra en los oídos! -gritó la pequeña. -Creía que eras valiente. ¿No lo eres?

En cuanto Eddie terminó con el champú, Ruth dejó de llorar, y el muchacho permitió que jugara con la ducha de teléfono hasta que le dejó empapado.

– ¿Adónde se ha llevado mamá las fotos? -inquirió Ruth. -No lo sé -admitió Eddie. (Aquella noche, incluso antes de que oscureciera, esa respuesta se habría convertido en un estribillo.)

– ¿También ha quitado las fotos de los pasillos?

buen momento para bañarte,

– Sí, Ruth. -¿Por qué? -No lo sé -repitió él.

Ruth señaló las paredes del baño.

– Pero mamá no ha quitado esas cosas -observó-. ¿Cómo se llaman?

– Se llaman ganchos para colgar cuadros -dijo Eddie. -¿Por qué no los ha quitado?

– No lo sé -respondió Eddie, una vez más.

Al vaciarse el agua de la bañera, donde la niña estaba de pie, la bañera apareció llena de arena. Ruth se echó a temblar en cuanto Eddie la depositó en la alfombrilla de baño.

Mientras la secaba, Eddie se preguntó cómo le desenredaría el cabello, que era muy largo y estaba lleno de nudos. Se distrajo tratando de recordar, palabra por palabra, lo que había escrito para Penny Pierce. También intentó imaginar cuál sería la reacción de Ted al leer ciertas frases, por ejemplo: «Calculo que Marion y yo hemos hecho el amor unas sesenta veces». Y después de esa frase había otras: «Cuando Ruth vuelva a casa, la madre y las fotos habrán desaparecido. Sus hermanos muertos y su madre se habrán marchado».

Al recordar su conclusión, palabra por palabra, Eddie se preguntó si Ted apreciaría el eufemismo: «He pensado que probablemente esta noche la niña necesitará algo que poner al lado de su cama -había escrito Eddie-. No habrá ninguna otra foto, ninguna de esas imágenes a las que se ha acostumbrado. He pensado que si tuviera una de su madre, en especial…».

Eddie ya había envuelto a Ruth en una toalla antes de que viera a Ted en el umbral del baño. En un intercambio sin palabras, Eddie alzó a la niña y se la tendió a su padre, mientras Ted le devolvía al muchacho las páginas que había escrito.

– ¡Papi! ¡Papi! -exclamó Ruth-. ¡Mamá ha cambiado de sitio todas las fotos! Pero no los… ¿cómo se llaman? -preguntó a Eddie.

– Los ganchos para colgar cuadros.

– Eso -dijo Ruth-. ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó la niña a su padre.

– No lo sé, Ruthie.

– Voy a darme una ducha rápida -le dijo Eddie a Ted.

– Sí, que sea rápida -replicó Ted, y salió con su hija al pasillo.

– Mira todos los… ¿cómo se llaman? -Ganchos para colgar cuadros, Ruthie.

Sólo después de ducharse, Eddie observó que Ted y Ruth habían retirado de la pared del baño la fotografía de Marion. Debían de haberla llevado al cuarto de Ruth. Al muchacho le fascinaba constatar que lo que había puesto por escrito se estaba haciendo realidad. Quería estar a solas con Ted, decirle todo lo que Marion le había pedido que dijera y cuanto él pudiera añadir. Quería dañar a Ted con el mayor número de verdades posible. Pero al mismo tiempo deseaba mentirle a Ruth. Durante treinta y siete años desearía mentirle, decirle cualquier cosa que la hiciera sentirse mejor.

Una vez vestido, Eddie metió las páginas que había escrito en su bolsa de lona. No tardaría en marcharse y quería estar seguro de que llevaba aquel texto consigo. Pero le sorprendió descubrir que la bolsa no estaba vacía: en el fondo se hallaba la rebeca de cachemira rosa de Marion, y también la camisola de color lila y las bragas a juego, a pesar de su observación de que el lila y el rosa no era una combinación acertada. Marion sabía que el escote y el encaje era lo que atraía a Eddie.

El muchacho revolvió el contenido de la bolsa, confiando en encontrar más cosas, tal vez una carta de Marion para él, pero lo que encontró le sorprendió tanto como el descubrimiento de las prendas femeninas. Era el aplastado regalo en forma de hogaza de pan que su padre le había dado cuando subió al transbordador con destino a Long Island. Era el regalo para Ruth, con el envoltorio mucho más arrugado, pues se había pasado todo el verano en la bolsa de lona. Eddie creyó que no era el momento de dárselo a Ruth, fuera lo que fuese.

De repente se le ocurrió otro uso de las páginas que había escrito para Penny Pierce y había mostrado a Ted. Cuando llegara Alice, aquellas páginas serían útiles para ponerla al corriente. Sin duda la niñera necesitaba estar informada, por lo menos si iba a mostrarse sensible a lo que Ruth sentiría. Eddie dobló las páginas y se las guardó en un bolsillo trasero del pantalón. Los tejanos estaban un poco húmedos, debido a que se los había puesto sobre el bañador mojado cuando se marchó con Ruth de la playa. El billete de diez dólares que le había dado Marion también estaba un poco húmedo, así como la tarjeta de visita que le diera Penny Pierce con su número de teléfono particular anotado a mano. Guardó ambas cosas en la bolsa de lona, pues tenían ya la categoría de recuerdos del verano de 1958. Empezaba a comprender que aquel verano constituía una divisoria en su vida, y que era un legado que Ruth llevaría consigo durante tanto tiempo como llevara la cicatriz.

Pensó en lo desventurada que era la niña, sin darse cuenta de que esa desventura también trazaba una divisoria. A los dieciséis años, Eddie O'Hare había dejado de ser un adolescente, en el sentido de que ya no estaba absorto en sí mismo, sino que le preocupaba otra persona. Se prometió que durante el resto del día y aquella noche haría lo que hizo y diría lo que dijo por Ruth. Fue al dormitorio de la niña, donde Ted ya había colgado la fotografía de Marion con los pies de sus hijos de uno de los del cuarto. -¡Mira, Eddie! madre.

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