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Eddie reconoció sin dificultad un hito muy familiar del campus de Exeter. Los jóvenes fallecidos posaban ante la puerta del edificio principal, donde, bajo el frontón triangular encima de la puerta, había una inscripción latina. Cinceladas en el mármol blanco, que resaltaba en el gran edificio de ladrillo y la doble puerta verde oscuro, figuraban estas palabras humillantes:

HVC VENITE PVERI

VT VIRI SITIS

(Naturalmente, la U de Huc, PVERI y UT estaba tallada como una V.) Allí estaban Thomas y Timothy con chaqueta y corbata, el año en que murieron. A los diecisiete años, Thomas parecía casi un hombre, mientras que Timothy, a los quince, tenía un aspecto mucho más infantil. La puerta ante la que posaban era el fondo fotográfico que elegían con mayor frecuencia los orgullosos padres de innumerables exonianos. Eddie se preguntó cuántos cuerpos y mentes sin formar habían cruzado aquella puerta, bajo una invitación tan severa e imponente

VENID ACÁ, MUCHACHOS,

Y SED HOMBRES

Pero eso no les había sucedido a Thomas y Timothy. Eddie se dio cuenta de que Marion había interrumpido su explicación de la fotografía al ver la rebeca de cachemira rosa que, junto con la camisola lila y las bragas a juego, estaba sobre la cama

– ¡Cielo santo! -exclamó Marion-. ¡Rosa con lila jamás! -No pensaba en los colores -admitió Eddie-. Me gustaba el… encaje

Pero sus ojos le traicionaban. Miraba el escote de la camisola y no recordaba la palabra francesa que se usaba en inglés para nombrarlo finamente

– ¿El décolletage?-sugirió Marion. -Sí, eso es -susurró Eddie

Marion alzó los ojos por encima de la cama y miró de nuevo la imagen de sus hijos felices: Huc venite pueri (venid acá, muchachos) ut viri sitis (y sed hombres). Eddie había tenido dificultades en el segundo curso de latín, y le esperaba un tercer curso de la lengua muerta. Pensó en la vieja broma que circulaba por Exeter sobre una versión más apropiada de aquella inscripción. ("Venid acá, muchachos, y hastiaros.")

Mientras contemplaba la fotografía de sus chicos en el umbral de la virilidad, Marion le dijo a Eddie:

– Ni siquiera sé si hicieron el amor antes de morir

Eddie, que recordaba la imagen de Thomas besando a una chica en el anuario de 1953, suponía que por lo menos él lo había hecho

– Tal vez Thomas lo hizo -añadió Marion-. Era tan… popular. Pero Timothy seguro que no, era demasiado tímido y sólo tenía quince años… -Miró de nuevo la cama, donde la combinación de rosa y lila con la ropa interior le había llamado antes la atención-. Y tú, Eddie, ¿has hecho el amor? -le preguntó a bocajarro

– No, claro que no -respondió Eddie

Ella le dirigió una sonrisa compasiva. El muchacho procuró no parecer tan desdichado y poco atractivo como estaba convencido de que lo era

– Si una chica muriese antes de haber hecho el amor, podría decirse que ha sido afortunada -siguió diciendo Marion-, pero un muchacho… Dios mío, eso es todo lo que queréis, ¿no es cierto? Los chicos y los hombres -añadió-, ¿no es cierto? ¿No es eso todo lo que queréis?

– Sí -dijo Eddie en tono desesperado

Marion tomó de la cama la camisola color lila de escote increíble. También tomó las bragas a juego, pero empujó la rebeca de cachemira rosa al borde de la cama

– Hace calor -le dijo a Eddie-. Espero que me perdones si no me pongo la rebeca

El muchacho permaneció allí inmóvil, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, mientras ella empezaba a desabrocharse la blusa

– Cierra los ojos, Eddie -tuvo que decirle

Con los ojos cerrados, él temió desmayarse. Oscilaba de un lado a otro, eso era todo lo que podía hacer para no mover los pies

– Muy bien -oyó que ella le decía. Estaba tendida en la cama, con la camisola y las bragas-. Ahora me toca a mí cerrar los ojos

Eddie se desvistió torpemente, sin que pudiera dejar de mirarla. Cuando ella notó su peso sobre la cama, a su lado, se volvió para mirarle. Cuando se miraron a los ojos, Eddie sintió una punzada. La mirada de Marion reflejaba más sentimiento maternal del que él se había atrevido a esperar en ella

No la tocó, pero cuando empezó a tocarse él mismo ella le aferró la nuca y le atrajo el rostro hacia los senos, allí donde él ni siquiera se había atrevido a mirar. Con la otra mano le tomó la mano derecha y la aplicó con firmeza donde había visto que él ponía su mano la primera vez, en la entrepierna de sus bragas. Él notó que se derramaba en la palma de su mano izquierda, con tal rapidez y fuerza que se contrajo contra el cuerpo de la mujer, y ella se sorprendió tanto que también reaccionó contrayéndose

– ¡Vaya, eso sí que es rapidez! -exclamó

Manteniendo la palma ahuecada delante de sí, Eddie corrió al baño para no manchar nada

Una vez se hubo lavado, regresó al dormitorio, donde encontró a Marion todavía tendida de costado, casi exactamente como él la había dejado. Titubeó antes de tenderse a su lado, pero ella, sin moverse en la cama ni mirarle, le dijo:

– Vuelve aquí

Permanecieron tendidos, mirándose a los ojos durante un tiempo que a Eddie le pareció interminable, o por lo menos él no quería que aquel momento finalizara jamás. Durante toda la vida consideraría ese momento como un ejemplo de lo que era el amor. No se trataba de querer algo más, ni de esperar que alguien superase lo que ellos acababan de realizar, sino de sentirse sencillamente tan… completo. Nadie podía merecer una sensación mejor

– ¿Sabes latín? -le susurró Marion.

– Sí

Ella miró hacia arriba, por encima de la cama, para indicar la fotografía de aquel paso importante por el que sus hijos no habían navegado

– Dímelo en latín -susurró Marion

– Huc venite pueri… -empezó a decir Eddie, también susurrando

– "Venid acá, muchachos…" -tradujo Marion quedamente.

– ut viri sitis -concluyó Eddie. Observó que Marion le había tomado la mano para colocarla de nuevo en la entrepierna de sus bragas

– "… y sed hombres" -susurró Marion. Una vez más le tomó de la nuca y le atrajo la cara hacia los senos-. Pero todavía no has hecho el amor, ¿verdad? -le preguntó-. Quiero decir que no lo has hecho de verdad

Con la cara en los senos fragantes, Eddie cerró los ojos.

– No, de verdad no -admitió, preocupado, porque no quería dar la impresión de que se estaba quejando-. Pero soy feliz, muy feliz -añadió-. Me siento completo

– Yo te enseñaré qué es eso -le dijo Marion

En cuanto a capacidad sexual, un joven de dieciséis años es capaz de repetir sus proezas un número asombroso de veces en un período de tiempo que Marion, a sus treinta y nueve, consideraba notablemente breve

– ¡Dios mío! -exclamaba ante la perpetua y casi constante evidencia de las erecciones de Eddie-. ¿No necesitas tiempo para… recuperarte?

Pero Eddie no necesitaba recuperación. Paradójicamente, se satisfacía con facilidad y al mismo tiempo era insaciable. Marion era más feliz de lo que recordaba haber sido en cualquier etapa desde la muerte de sus hijos. Por un lado, estaba fatigada y dormía más profundamente de lo que lo había hecho en muchos años, y por otro lado no se molestaba en ocultarle su nueva vida a Ted

– No se atreverá a venirme con quejas -le dijo a Eddie, el cual temía, sin embargo, que Ted sí pudiera irle con quejas a él. Era comprensible que el pobre Eddie estuviera nervioso por las evidentes huellas de su emocionante aventura. Por ejemplo, cada vez que el acto amoroso dejaba señales en las sábanas de la casa vagón, era Eddie quien se mostraba partidario de hacer la colada para evitar que Ted viera las manchas reveladoras. Pero Marion siempre decía: "Dejémosle en la duda de si soy yo o la señora Vaughn". (Cuando había manchas en las sábanas del dormitorio principal de la casa de los Cole, donde la señora Vaughn no podía haber sido la causante, Marion decía, de un modo más pertinente: "Dejémosle en la duda".)

En cuanto a la señora Vaughn, tanto si conocía como si no el vigor con que Marion y Eddie se ejercitaban en la cama, su relación con Ted, más discreta, había cambiado. Si antes, cuando iba a posar como modelo y cuando regresaba a su coche, era la encarnación del carácter sigiloso por sus movimientos vacilantes y rápidos en el sendero de acceso a la casa, ahora se enfrentaba a cada nueva oportunidad de posar con la resignación de un perro apaleado. Y cuando la señora Vaughn abandonaba el cuarto de trabajo de Ted y volvía a su coche, se tambaleaba con un descuido indicador de que su orgullo era irrecuperable, como si la pose que aquel día había adoptado para el dibujante la hubiera derrotado. Era evidente que la señora Vaughn había pasado de la fase de degradación, como Marion la había llamado, a la fase final de la vergüenza

Ted nunca había visitado a la señora Vaughn en su finca de verano de Southampton más de tres veces a la semana, pero ahora las visitas eran menos frecuentes y de duración notablemente más breve. Eddie lo sabía porque siempre era él quien conducía el coche de Ted. El señor Vaughn pasaba los días laborables en Nueva York. Ted era el hombre más feliz de los Hamptons durante los meses de verano, cuando tantas madres jóvenes estaban allí sin sus maridos, los cuales trabajaban lejos. Ted prefería las madres jóvenes procedentes de Manhattan a las que residían en Sagaponack todo el año. Las veraneantes pasaban en Long Island el tiempo suficiente…, "el lapso de tiempo perfecto para una de las aventuras de Ted", había informado Marion a Eddie

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