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Y Minty adoraba a Trollope, a quien Eddie consideraba un pelmazo ampuloso. Al profesor le gustaba sobre todo este pasaje de la autobiografía de Trollope: "Creo que ninguna muchacha ha salido tras la lectura de mis páginas menos recatada que antes, y que tal vez algunas han aprendido de ellas que el recato es un encanto que bien merece la pena conservar"

Eddie creía que ninguna muchacha había salido jamás ni recatada ni de ninguna otra manera tras leer a Trollope: estaba seguro de que toda joven que leía a Trollope ni salía ni hacía ningún otro movimiento. Un ejército de muchachas habían perecido leyéndole, ¡y todas ellas habían muerto mientras dormían!

Recordaría siempre que, cuando su padre perdió la vista casi por completo, él le acompañaba al baño. Después del tercer ataque, su padre llevaba las zapatillas sujetas a los pies insensibles con gomas elásticas, y crujían en el suelo bajo los empeines aplanados. Las zapatillas, de color rosa, habían pertenecido a la madre de Eddie, y Minty las llevaba porque los pies se le habían encogido hasta tal punto que sus propias zapatillas le iban demasiado grandes y no podía sujetarlas ni siquiera con gomas elásticas

Llegó entonces la última frase del capítulo 44 de Middlemarch, que el viejo profesor había subrayado en rojo y que su hijo le leyó en un tono melancólico: "Desconfiaba de su afecto, ¿y qué soledad es más solitaria que la desconfianza?"

¿Qué importaba que su padre hubiese sido un maestro aburrido? Por lo menos había señalado todos los pasajes pertinentes. Un alumno podría haber hecho cosas mucho peores que asistir a un curso de Minty O'Hare

Al funeral por el padre de Eddie, celebrado en la capilla del recinto escolar, que no pertenecía a ningún credo determinado, asistió más gente de la que Eddie hubiera esperado. No sólo acudieron los colegas de Minty, los seniles profesores eméritos del centro, aquellos viejos campechanos que habían sobrevivido al padre de Eddie, sino también dos generaciones de alumnos de Exeter. Puede que Minty les hubiera aburrido a todos, en una u otra época, pero su respetuosa presencia en el acto le sugería a Eddie que su padre había constituido un pasaje pertinente en sus vidas

Se alegraba de haber encontrado un pasaje, entre los innumerables que había subrayado su padre, que parecía complacer a los antiguos alumnos de Minty. Eddie eligió el último párrafo de Vanity Fair, pues Minty siempre había sido un gran admirador de Thackeray. " ¡Ah!, vanitas vanitatum, ¿quién de nosotros es feliz en este mundo? ¿Quién de nosotros alcanza su deseo o, habiéndolo alcanzado, queda satisfecho? Venid, niños, cerremos la caja y las marionetas, pues nuestra función ha terminado."

Entonces Eddie volvió al tema de la pequeña casa de sus padres, que compraron después de que Minty se retirara como docente, cuando él y Dot, por primera vez, se vieron obligados a dejar la vivienda propiedad de la escuela. La humilde casa estaba situada en una parte de la ciudad que Eddie no conocía, una calle estrecha, claustrofóbica, que podría ser cualquier calle de una pequeña población. Allí sus padres debían de sentirse muy solos, lejos de la impresionante arquitectura y los amplios terrenos de la escuela. La casa de los vecinos más próximos tenía una extensión de césped sin segar, sembrada de juguetes infantiles abandonados. Un gigantesco y oxidado sacacorchos, al que cierta vez encadenaron a un perro, estaba atornillado en el suelo. Eddie nunca había visto al perro

Eddie consideraba una crueldad que sus padres hubieran pasado el crepúsculo de sus vidas en semejante entorno, pues sus vecinos más próximos no parecían exonianos. (En realidad; la dejadez del césped ofensivo había hecho pensar con frecuencia a Minty O'Hare que sus vecinos eran la consecuencia personificada de lo que el viejo profesor de inglés aborrecía por encima de todo: una deficiente educación media.)

Al empaquetar los libros de su padre, pues ya había puesto la casa en venta, Eddie descubrió sus propias novelas, que no estaban firmadas. ¡No había tenido el detalle de dedicárselas a sus padres! Le dolió comprobar que su padre no había subrayado un solo pasaje. Y al lado de sus obras, en el mismo estante, vio el ejemplar que la familia O'Hare poseía de El ratón que se arrastra entre las paredes, de Ted Cole, y que el conductor del camión de almejas había autografiado casi a la perfección

No era de extrañar que Eddie se sintiera abatido cuando llegó a Nueva York para asistir a la lectura de Ruth. También había sido una carga para él que Ruth le hubiera dado la dirección de Marion. Era inevitable que finalmente intentara entrar en contacto con ella. Le había enviado sus cinco novelas, las mismas que no dedicó a sus padres, y había escrito en ellas: "Para Marion. Con amor, Eddie". Y añadió una nota al paquete, junto con el pequeño formulario verde que rellenó para la aduana canadiense

"Querida Marion", escribió, como si le hubiera estado escribiendo durante toda su vida. "No sé si has leído mis libros, pero, como puedes ver, nunca has estado lejos de mis pensamientos." Dadas las circunstancias, es decir, su creencia de que estaba enamorado de Ruth, sólo tuvo valor para decirle eso, pero era más de lo que le había dicho en treinta y siete años

Cuando Eddie llegó a la YMHA de la Calle 92 y se sentó en el camerino, la pérdida de sus padres, por no mencionar su patético esfuerzo por establecer contacto con Marion, le había dejado prácticamente sin habla. Ya lamentaba haber enviado sus libros a Marion, y se decía que indicarle los títulos habría sido más que suficiente. (Ahora los mismos títulos le parecían un desdichado exceso.) Trabajo de verano, Café y bollos, Adiós a Long Island, Sesenta veces, Una mujer difícil

Cuando Eddie O'Hare subió por fin al escenario del atestado salón de conciertos Kaufman y se colocó ante el micrófono, interpretó astutamente el silencio reverencia) del público. Adoraban a Ruth Cole y todos coincidían en que su última novela era la mejor que había escrito. El público también sabía que aquélla era la primera aparición pública de Ruth desde la muerte de su marido. Por último, Eddie interpretó que en el silencio del público había cierta inquietud, pues no eran pocos los que sabían que Eddie podía hablar y hablar indefinidamente

Así pues, se limitó a decir: "Ruth Cole no necesita presentación"

Pues sí, sin duda lo había dicho en serio. Bajó del escenario y se acomodó en el asiento que le habían reservado, al lado de Hannah. Durante la lectura de Ruth, Eddie miró hacia delante con estoicismo, desviando la mirada unos tres o cuatro metro a la izquierda del estrado, como si la única manera soportable de mirar a Ruth fuese tenerla constantemente en la periferia de su visión

Hannah diría más adelante que Eddie lloraba sin poder contenerse. Su rodilla derecha se había humedecido debido a que le sostenía la mano. Eddie había llorado en silencio, como si cada palabra que Ruth pronunciaba fuese un golpe asestado en su corazón, un golpe que él aceptaba como merecido

Luego no le vieron en el camerino. Ruth y Hannah fueron a comer solas

– Eddie tenía un aspecto de suicida -comentó Ruth

– Está colado por ti, y eso le está volviendo loco -replicó Hannah

– No seas tonta, está enamorado de mi madre

– ¡Por Dios! -exclamó Hannah-. ¿Qué edad tiene tu madre?

– Setenta y seis

– ¡Sería obsceno que estuviera enamorado de una mujer de setenta y seis años! -dijo Hannah-. Eres tú, cariño. Eddie está chalado por ti, ¡de veras!

– Eso sí que sería obsceno -dijo Ruth

Un hombre, que cenaba con una mujer que parecía su esposa, las miraba una y otra vez. Cada una creía que la mirada del desconocido se dirigía a la otra. En cualquier caso, convinieron en que no era un comportamiento correcto por parte de un hombre que estaba cenando con su mujer

Cuando estaban pagando la cuenta, el hombre, no sin cierto titubeo, se aproximó a su mesa. Era treintañero, más joven que Ruth y Hannah, y bastante guapo, a pesar de su expresión avergonzada. Su profunda timidez parecía afectar incluso a su postura, pues cuanto más se aproximaba a ellas, tanto más se encorvaba. Su mujer seguía sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos

– ¡Cielos! ¡Va a pegarte delante de su puñetera mujer! -le susurró Hannah a su amiga

– Perdonen… -dijo el hombre, muy apurado

– ¿Qué se le ofrece? -le preguntó Hannah, y con la punta del zapato tocó la pierna de Ruth por debajo de la mesa, un gesto que significaba: "¿Qué te decía yo?"

– ¿No es usted Ruth Cole? -inquirió el hombre.

– Tengamos la fiesta en paz -dijo Hannah

– Sí, soy yo -respondió Ruth

– Siento mucho molestarlas -musitó el hombre-, pero hoy es nuestro aniversario de boda y usted es la autora favorita de mi mujer. Ya sé que tiene por norma no firmar ejemplares, pero le he regalado a mi mujer su novela y la tenemos ahí. Discúlpeme por el atrevimiento, pero ¿sería tan amable de firmársela?

La esposa, abandonada en su mesa, estaba al borde de la humillación

– Por el amor de Dios… -empezó a decir Hannah, pero Ruth se apresuró a levantarse

Sentía deseos de estrechar la mano del hombre y la de su mujer. Incluso sonrió mientras firmaba el ejemplar. Era un gesto totalmente desacostumbrado en ella. Pero en el taxi, cuando regresaban al hotel, Hannah le dijo algo… Nadie como Hannah para darle a Ruth la sensación de que no estaba en condiciones de regresar al mundo tras su aislamiento

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