– Eso no lo haré más, Valentine.
– ¿Has conocido a alguien?
Mathias asintió con la cabeza.
– ¿Y es tan serio como para serle fiel? Entonces has cambiado de verdad. Tiene suerte.
Emily bajó por la escalera, cruzó el salón y saltó a los brazos de su madre. Ambas se unieron en un torbellino de besos y abrazos. Mathias las miraba, y la sonrisa que se dibujó en la cara demostró que los años que pasan no siempre borran los momentos escritos en pareja.
Valentine cogió a su hija de la mano. Mathias las acompañó. Abrió la puerta de la casa, pero Emily había olvidado su bolso en la habitación. Mientras ella subía a buscarlo, Valentine la esperó en el rellano.
– Te la traigo a eso de las seis, ¿te parece bien?
– Organiza la excursión con tu hija como quieras, pero yo le corto los bordes al pan de molde; bueno, ahora que estás con ella, haz lo que te parezca mejor, pero ella lo prefiere sin corteza.
Valentine pasó la mano por la mejilla de Mathias con ternura.
– Tranquilo, tanto ella como yo nos las apañaremos.
Y, aupándose por encima de su hombro, gritó a Emily que se diera prisa.
– Apresúrate, querida, estamos perdiendo tiempo.
Pero la pequeña ya la cogía de la mano y se la llevaba a la calle.
Valentine volvió con Mathias y se acercó a su oreja.
– Me alegro por ti, te lo mereces, eres un hombre formidable.
Mathias se quedó unos instantes en el rellano, mirando cómo se alejaban Emily y Valentine por Clareville Grove.
Cuando volvió a entrar en la casa, su teléfono móvil sonaba. Lo buscó por todas partes, sin encontrarlo. Finalmente, lo vio en el alféizar de la ventana, descolgó justo a tiempo y reconoció inmediatamente la voz de Audrey.
– De día -dijo ella con voz triste-, la fachada es todavía más bella, y tu mujer es verdaderamente preciosa.
La joven periodista que se había ido de Ashford al alba para darle una bonita sorpresa al hombre del que se había enamorado cerró su teléfono y dejó Clareville Grove.