Mathias propuso dar un paseo, el aire de la noche le iría bien. El taxi los dejó junto al Támesis. Se sentaron en un banco, junto al malecón. Frente a ellos, las luces de la torre Oxo se reflejaban | en el río.
– ¿Por qué has querido venir aquí? -preguntó Audrey.
– Porque desde nuestro fin de semana, he vuelto varias veces. Es un poco nuestro sitio.
– No era lo que te preguntaba, pero no importa.
– ¿Qué pasa?
– Nada, te lo aseguro, idioteces que me han fastidiado el ánimo; pero intento olvidarlas.
– Entonces, ¿te ha vuelto el apetito?
Audrey sonrió.
– ¿Crees que algún día podrás subir allá arriba? -preguntó! ella, levantando la cabeza.
En el último piso, las ventanas del restaurante estaban iluminadas.
– Algún día, tal vez -respondió Mathias con aire soñador.
Condujo a Audrey al paseo que bordeaba el río.
– ¿Qué era lo que me querías preguntar?
– Me preguntaba por qué habías venido a vivir a Londres.
– Me imagino que es para conocerte -respondió Mathias.
Al entrar en el apartamento de Brick Lane, Audrey llevó a Mathias hacia su habitación. Se pasaron el resto de la noche abrazados en la cama; conforme pasaba el tiempo, el recuerdo del mal momento que había pasado en el bar de Yvonne se esfumaba. A medianoche, Audrey tenía hambre, pero el frigorífico estaba vacío. Se vistieron a toda velocidad y bajaron corriendo a Spitafields. Entraron en uno de esos restaurantes que permanece abierto toda la noche. La clientela era heterogénea. Como estaban sentados junto a una mesa de músicos, se mezclaron en su conversación. Y, mientras Audrey se exaltaba al sostener, contra la opinión de los demás, que Chet Baker había sido mejor trompetista que Miles Davis, Mathias la devoraba con los ojos.
Las callejuelas de Londres resultaban bonitas cuando ella caminaba agarrada de su brazo. Escuchaban el ruido de sus pasos, jugaban con su sombra que se alargaba bajo la luz de una farola. Mathias volvió a acompañar a Audrey hasta la casa de ladrillos rojos, se dejó de nuevo arrastrar al interior y volvió a irse cuando ella lo echó avanzada la noche. Ella cogía el tren en unas horas, y la esperaba una larga jornada de trabajo. No sabía cuándo volvería de Ashford; pero lo llamaría mañana, eso se lo prometía.
De regreso a casa, Mathias se encontró a Antoine trabajando en su mesa.
– ¿Qué haces todavía levantado?
– Emily ha tenido una pesadilla, me he levantado para calmarla y no he podido volver a dormir, así que intento aprovechar el tiempo.
– ¿Ella está bien? -preguntó Mathias, inquieto.
– No te he dicho que estuviera enferma, sino que había tenido una pesadilla, y es por culpa vuestra, por todas esas historias de fantasmas.
– ¿Es que has olvidado por qué nos fuimos a Escocia?
– El fin de semana que viene empiezo las obras en el local de Yvonne.
– ¿Estabas trabajando en eso?
– Entre otras cosas.
– ¿Me lo enseñas? -dijo Mathias mientras se quitaba el abrigo.
Antoine abrió la carpeta de dibujo y expuso los bocetos ante su amigo. Mathias se quedó extasiado.
– Va a quedar formidable. ¡Qué contenta se pondrá Yvonne!
– Ya podrá.
– ¿Y sigues siendo tú quien costea las obras?
– No quiero que ella se entere, ¿está claro?
– ¿Y saldrá muy caro el proyecto?
– Si no cuento los honorarios de la agencia, digamos que invertiré los beneficios de otras dos reformas.
– ¿Y tienes los medios?
– No.
– Entonces, ¿por qué lo haces?
Antoine miró durante un rato a Mathias.
– Está muy bien lo que has hecho esta noche, consolar a un amigo al que ha dejado su mujer, y más ahora que sufres tanto por tu separación.
Mathias no respondió nada, se inclinó sobre los dibujos de Antoine y miró una última vez cuál sería el nuevo aspecto de la sala.
– ¿Cuántos asientos habrá en total? -preguntó él.
– Los mismos que cubiertos, setenta y seis.
– ¿Y cuánto valen las sillas?
– ¿Por qué? -preguntó Antoine.
– Porque quiero regalárselas.
– ¿Te apetece ir a fumar un puro al jardín? -dijo Antoine, cogiendo a Mathias por el hombro.
– ¿Has visto qué hora es?
– No te pongas a repetir mis réplicas. Es la mejor hora de todas, va a amanecer. ¿Vamos?
Sentado en el suelo, Antoine sacó dos Monte Cristo de su bolsillo. Olisqueó las capas antes de acercar uno a la llama de una cerilla. Cuando consideró que el cigarro de Mathias estaba listo, lo cortó, se lo ofreció y se ocupó de preparar el suyo.
– ¿Quién era ese amigo tuyo con problemas?
– Un tal David.
– No me suena -respondió Antoine.
– ¿Estás seguro? Me asombras. ¿Nunca te he hablado de David?
– ¡Tienes brillo en los labios, Mathias! Sigue riéndote en mi cara y vuelvo a construir la pared que separaba la casa.
Audrey durmió durante todo el trayecto. Al llegar a Ashford, el cámara tuvo que sacudirla para despertarla antes de que el tren entrara en la estación. No tuvieron ni un respiro en todo el día, pero la relación entre ellos fue cordial. Cuando le pidió que se quitara su echarpe porque le molestaba para enfocar, sintió unas ganas locas de lanzarse a su móvil; pero el teléfono de la librería estaba siempre ocupado. Louis había pasado gran parte del día en la trastienda, sentado delante del ordenador. Enviaba correos electrónicos a África, y Emily corregía las faltas de ortografía. Para ella, era una buena forma de calmar la impaciencia con la que se enfrentaba a cada hora, a causa de…
Por la tarde, en la mesa, anunció la noticia. Su mamá la había llamado, llegaría avanzada la noche y se alojaría en el hotel que estaba al otro lado de Bute Street. Iría a buscarla mañana por la mañana. Sería un domingo genial, y lo pasarían las dos solas.
Cuando acabaron de cenar, Sophie se llevó aparte a Antoine y le propuso llevar a Louis a la fiesta de las flores de Chelsea. Su hijo tenía una gran necesidad de un momento de complicidad femenina. Cuando su padre estaba presente, se abría menos. Para Sophie, Louis era un libro abierto.
Conmovido, Antoine se lo agradeció. Y además, le convenía, así aprovecharía para pasar el día en la agencia y sacar adelante el trabajo atrasado. Mathias no decía nada. Después de todo, cada uno se había organizado su propio programa sin tenerlo en cuenta. ¡Él también tenía el suyo! A condición, no obstante, de que Audrey regresara de Ashford. Su último mensaje decía: «A lo peor, mañana a media tarde».
Antoine se había ido de casa en cuanto había amanecido. Bute Street dormía todavía cuando entró en la agencia. Puso la cafetera en marcha, abrió de par en par las ventanas y se puso manos a la obra.
Tal y como había prometido, Sophie pasó a buscar a Louis a las ocho. El pequeño había insistido en llevar su americana, y Mathias, que todavía estaba medio dormido, había tenido que esforzarse para hacer bien el nudo de la pequeña corbata. En la fiesta de las flores de Chelsea, había ciertas costumbres, y era común ir muy elegante. Sophie había hecho reír a Emily a carcajadas cuando había entrado en el salón con su gran sombrero. En cuanto Louis y Sophie se hubieron ido, Emily subió a prepararse. Ella también quería estar guapa. Se iba a poner un mono azul, zapatillas y su camiseta rosa; siempre que iba vestida así, su madre decía que iba muy mona. Llamaron a la puerta, todavía le quedaba peinarse, así que no le importó hacer esperar a su madre; después de todo, ella llevaba dos meses esperándola.
Mathias, con el pelo alborotado, recibió a Valentine en pijama.
– ¡Qué sexy! -dijo ella al entrar.
– Pensaba que llegarías más tarde.
– Estaba de pie a las seis, y desde entonces, he estado dando vueltas en la habitación del hotel. ¿Está Emily despierta?
– Está poniéndose sus mejores galas, pero no te he dicho nada; debe de haberse cambiado por décima vez, no te imaginas cómo está el cuarto de baño.
– Después de todo, ha heredado dos o tres cosas de su padre -dijo riendo Valentine-. ¿Me preparas un café?
Mathias se dirigió a la cocina y pasó detrás del mostrador.
– Es bonita vuestra casa -exclamó Valentine mientras miraba a su alrededor.
– Antoine tiene buen gusto. ¿Por qué te ríes?
– Porque es lo que decías de mí a los amigos que venían a cenar a nuestra casa -dijo Valentine, sentándose en un taburete.
Mathias llenó la taza y la colocó delante de Valentine.
– ¿Tienes azúcar? -preguntó ella.
– No tomas -respondió Mathias.
Valentine recorrió la cocina con la mirada. Todo estaba bien ordenado en los estantes.
– Es formidable lo que habéis construido juntos.
– ¿Te estás burlando? -preguntó Mathias a la vez que se servía un café.
– No, estoy sinceramente impresionada.
– Ya te lo he dicho, Antoine se ocupa de todo.
– Tal vez, pero aquí se respira felicidad, y tú debes de ser el responsable de ello.
– Digamos que hago lo que puedo.
– Tranquilízame, ¿al menos discutís alguna vez?
– ¿Antoine y yo? Jamás.
– Te he pedido que me tranquilizaras.
– Bueno, vale, un poco todos los días.
– ¿Crees que a Emily le queda mucho para estar lista?
– ¿Qué quieres que te diga? ¡Después de todo, esta niña ha heredado dos o tres cosas de su madre!
– No te puedes imaginar cuánto la echo de menos.
– Sí puedo, la he echado de menos durante tres años.
– ¿Ella es feliz?
– Lo sabes bien, la llamas todos los días.
Valentine se desperezó a la vez que bostezaba.
– ¿Quieres otra taza? -preguntó Mathias, volviéndose hacia la cafetera eléctrica.
– La necesitaría, no he descansado mucho esta noche.
– ¿Llegaste tarde ayer?
– Razonablemente, pero he dormido muy poco. Estaba impaciente por ver a mi hija. ¿Estás seguro de que no puedo subir a darle un beso? Es una tortura.
– Si quieres fastidiarle la sorpresa, ve; si no, aguántate y deja que baje. Ayer por la noche ya estaba preparando lo que se iba a poner.
– En todo caso, te veo en forma, incluso en albornoz -dijo Valentine a la vez que le acariciaba la mejilla a Mathias.
– Estoy bien.
Valentine jugueteaba con un azucarillo.
– He retomado la guitarra, ¿sabes?
– Muy bien, siempre te dije que no deberías haberlo dejado
– Pensaba que ayer vendrías a verme al hotel. Sabías en que habitación estaba.