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A mitad de la comida, Yvonne se unió a su mesa.

– Mañana cerraré -dijo ella a la vez que se servía un vaso de vino.

– ¿Un sábado? -preguntó Antoine.

– Necesito descansar.

Mathias se mordisqueaba las uñas, y Antoine le asestó un golpe en la mano.

– ¡No hagas eso!

– ¿De qué hablas? -preguntó inocentemente Antoine.

– ¡Sabes bien de lo que estoy hablando!

– Y pensar que vais a vivir juntos… -repuso Yvonne, esbozando una sonrisa.

– Vamos a tirar una pared, nada más.

Aquel sábado por la mañana, Antoine llevó a los niños al Chelsea Farmers Market. Mientras se paseaban por los puestos del vivero, Emily escogió dos rosales para plantarlos con Sophie en el jardín. Como se avecinaba tormenta, tomaron la decisión de ir a la Torre de Londres. Louis les hizo de guía durante toda la visita al Museo de los Horrores, tomándose como un deber tranquilizar a su padre a la entrada de cada sala. No tenía razón alguna por la que inquietarse, pues los personajes eran de cera.

Mathias, por su parte, aprovechaba esa mañana para preparar sus encargos. Consultaba la lista de los libros vendidos durante aquella primera semana, satisfecho del resultado. Mientras apuntaba en el margen de su cuaderno los títulos de las obras que debían pedir, la mina de su lápiz se paró frente a la línea en la que figuraba un ejemplar de un Lagarde y Michard del siglo xviii. Apartó los ojos del cuaderno, y su mirada se fue a detener en la vieja escalera clavada en el raíl de cobre.

Sophie ahogó un grito. El corte iba de un lado a otro de su falange. La podadera había resbalado sobre el tallo. Fue a refugiarse a la trastienda. El alcohol de 90 grados le produjo una quemazón pasmosa. Respiró hondo, roció de nuevo la herida y aguardó un momento para recuperar el ánimo. La puerta de la tienda se había abierto, cogió una caja de tiritas de un estante del botiquín, cerró la puerta y volvió a ocuparse de su clientela.

Yvonne cerró la puerta del armarito que estaba encima del lavabo. Se puso un poco de colorete en las mejillas, se atusó el pelo y decidió que le iría bien un fular. Atravesó la habitación, cogió su bolso, se puso las gafas de sol y bajó por la pequeña escalera que conducía al restaurante. La persiana estaba bajada, entreabrió la puerta que daba al rellano, verificó que había vía libre y pasó frente a los escaparates de Bute Street, procurando pasar rápido por el de Sophie. Se subió al autobús que tomaba Oíd Brompton Road, le compró un billete al revisor y subió al piso superior. Si la circulación era fluida, llegaría a tiempo.

El autobús la dejó frente a la verja del cementerio de Oíd Brompton. El lugar estaba lleno de magia. Los fines de semana, los niños iban en bicicleta por los caminos que verdeaban y se cruzaban con los que se dedicaban a correr. Sobre las lápidas, de varios siglos de antigüedad, había ardillas, que no mostraban temor alguno hacia los paseantes. Levantándose sobre sus patas traseras, los pequeños roedores atrapaban las nueces que les daban para gran placer de las parejas de enamorados que disfrutaban bajo los árboles. Yvonne subió por la avenida principal hasta la puerta que daba a Fulham Road. Era su camino preferido para llegar al estadio. El Stamford Bridge Stadium ya estaba lleno. Como cada sábado, los gritos que se elevaban de las gradas alegrarían durante algunas horas la vida apacible del cementerio. Yvonne cogió la entrada del fondo de su bolso y se ajustó su fular y sus gafas de sol.

En Portobello Road, una joven periodista bebía té en la terraza del bar Electric, en compañía de su técnico de cámara. Aquella misma mañana, en la casa alquilada en Brick Lane por la cadena de televisión que la había contratado, había visto todas las grabaciones de la semana. El trabajo realizado era satisfactorio. A ese ritmo, Audrey habría acabado muy pronto su reportaje y podría volver a París a ocuparse del montaje. Pagó la cuenta que le había llevado el camarero y dejó a su operario, decidida a aprovechar el resto de la tarde para ir de tiendas, que había en abundancia en el barrio. Al levantarse, cedió el paso a un hombre y a dos niños hambrientos y extenuados después de una mañana movidita.

Los hinchas del Manchester United se levantaron todos a la vez. El balón había chocado contra la portería del equipo del Chelsea. Yvonne se volvió a sentar sin dejar de aplaudir.

– ¡Qué ocasión desperdiciada! ¡Menuda vergüenza!

El hombre sentado a su lado sonrió.

– Créeme, en los tiempos de Cantona esto no habría pasado -continuó diciendo ella, furiosa-. Vamos, no me digas que con un poco más de concentración, estos imbéciles no habrían podido marcar.

– No iba a decir nada -repuso el hombre con voz tierna.

– De todos modos, no sabes nada de fútbol.

– A mí me gusta el críquet.

Yvonne posó la cabeza sobre su hombro.

– No sabes nada de fútbol; pero, de todas maneras, me gusta estar contigo.

– ¿Eres consciente de lo que pasaría en tu barrio si se enteraran de que eres del Manchester United? -le susurró el hombre al oído.

– ¿Por qué crees que tomo tantas precauciones para venir aquí?

El hombre miraba a Yvonne, que tenía la mirada fija en el césped. Él hojeó el folleto que tenía sobre sus rodillas.

– Es el final de temporada, ¿no?

Yvonne no respondió, pues estaba absorta en el partido.

– Entonces, ¿es posible que el próximo fin de semana tenga la suerte de que te reúnas conmigo? -añadió él.

– Ya veremos -dijo ella mientras seguía al delantero del Chelsea que avanzaba peligrosamente por el terreno de juego, Posó un dedo sobre la boca de su compañero y añadió -: No puedo hacer dos cosas a la vez y, a menos que alguien se decida a parar a ese bobo, mi tarde se ha ido al cuerno y la tuya también.

John Glover cogió la mano de Yvonne y acarició las manchas oscuras que la vida había dibujado en ella. Yvonne se encogió de hombros.

– Mis manos eran bellas cuando era joven.

Yvonne se levantó de un bote, con el rostro crispado y aguantando el aliento. Desviaron el balón en el último momento y lo enviaron a la otra punta del campo. Ella resopló y se volvió a sentar.

– Esta semana te he echado de menos, ¿sabes? -dijo ella más tranquila.

– ¡Pues ven el próximo fin de semana

– ¡Tú eres el que se ha jubilado, no yo!

El árbitro acababa de pitar la media parte. Ellos se levantaron para ir a buscar refrescos al quiosco. Cuando subían las escaleras de las gradas, John le pidió noticias de su librería.

– Es su primera semana, tu Popinot se está adaptando, si eso es lo que quieres saber -respondió Yvonne.

– Eso es exactamente lo que quería saber -repitió John.

Después de volver temprano, los niños jugaban en su habitación mientras esperaban una merienda digna de ese nombre. Antoine, con un delantal de cuadros, apoyado en el mostrador de su cocina, leía atentamente una nueva receta de crepés. Llamaron a la puerta. Mathias esperaba en la escalera, recto como un palo. Intrigado por su ridículo atavío, Antoine lo miró fija mente.

– ¿Puedo saber por qué llevas gafas de esquiar? -preguntó él.

Mathias lo empujó para que volviera a entrar. Cada vez más perplejo, Antoine no le quitaba la vista de encima. Mathias dejó a sus pies un toldo doblado.

– ¿Dónde está tu cortadora de césped?

– ¿Y qué quieres hacer con una cortadora de césped en mi salón?

– ¡La de preguntas que puedes llegar a hacer! ¡Es agotador!

Mathias atravesó la habitación y volvió a salir al jardín trasero de la casa, y Antoine siguió sus pasos. Mathias abrió la puerta del pequeño trastero, sacó la cortadora y, con mucho esfuerzo, la levantó sobre dos bancos de madera abandonados. Verificó que las ruedas no tocaban el suelo y se aseguró de que el conjunto estaba en equilibrio. Después de poner la palanca del embrague en punto muerto, tiró del cordón para encenderla.

El motor de dos marchas se puso en marcha causando un ruido ensordecedor.

– Voy a llamar a un médico -gritó Antoine.

Mathias volvió en sentido inverso, atravesó la casa, desplegó el toldo y volvió a su casa. Antoine se quedó solo, con los brazos colgando, en medio de su salón y preguntándose qué mosca había podido picar a su amigo. Un golpe terrible hizo temblar el muro de separación. Con el segundo golpe de mazo, un agujero de dimensiones considerables permitía ver el rostro alegre de Mathias.

– Welcome home! -gritó Mathias radiante, al tiempo que hacía más grande el agujero de la pared.

– ¡Estás completamente loco! -gritó Antoine-. ¡Los vecinos nos van a denunciar!

– ¡Con el ruido que hay en el jardín, me sorprendería! Ayúdame en lugar de gruñir. Los dos juntos acabaríamos al caer la noche.

– ¿Y después? -gritó Antoine sin dejar de mirar los trozos de pared que caían sobre su parqué.

– Después meteremos los desechos en sacos de basura, los dejaremos en tu trastero y los tiraremos dentro de unas semanas.

Otro trozo de pared acababa de hundirse, y mientras Mathias seguía con su trabajo, Antoine reflexionaba sobre los retoques que serían necesarios para que su salón recuperara un día una apariencia de normalidad.

En la habitación del primer piso, Emily y Louis habían encendido la televisión, convencidos de que los informativos no tardarían en relatar el seísmo que golpeaba el barrio de South Kensington. De noche, decepcionados porque la Tierra no hubiera temblado verdaderamente, pero orgullosos por estar metidos en el ajo, así como contentos por estar levantados tan tarde, ayudaron a llenar los sacos de grava que Antoine llevaba al fondo del jardín. Al día siguiente, McKenzie recibió una llamada de urgencia. Por el tono de Antoine, había comprendido la gravedad de la situación. Obligado por su deber, aceptó reunirse con ellos, aunque fuera domingo, y llegó con la camioneta de la empresa.

Cuando el fin de semana ya acababa, a excepción de algunos retoques de pintura que había que hacer en el techo, Mathias y Antoine se habían mudado oficialmente juntos. Invitaron a todos sus amigos a celebrar el acontecimiento y, cuando McKenzie supo que Yvonne había aceptado salir de su casa para la ocasión, decidió quedarse con ellos.

La primera discusión entre los amigos se debió al tema de la decoración de la casa. Los muebles de Antoine y de Mathias producían un efecto extraño al estar juntos en la misma habitación. En opinión de Mathias, la planta baja era de una sobriedad que rayaba en lo monacal; al contrario, Antoine argumentaba que el sitio era muy acogedor. Todos ayudaron a transportar los muebles. Un velador de Mathias halló su sitio entre dos sillones club de Antoine. Después de una votación que dio como resultado cinco a uno (Mathias fue el único que votó a favor, y Antoine se abstuvo elegantemente), una alfombra de origen persa, algo más bien dudoso para Antoine, fue enrollada, atada y guardada en el trastero del jardín.

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