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– Pero los vascos son españoles -le interrumpí.

– Claro que lo son -me contestó impaciente-, pero ellos lo niegan. Y por eso mismo, aunque decían que eran católicos, se enfrentaron al Ejército Nacional y, muchos de ellos, tuvieron que ser fusilados.

– ¡Bien hecho! -exclamé.

– Ahora -añadió Garrido entre susurros- viene lo mejor. Hoy me he enterado de qué el padre Arizmendi es vasco. ¿Entiendes lo qué te quiero decir?

– ¿Que es separatista, como esos sacerdotes que tu padre mandó fusiiar?

– Eso mismo, parece que lo vas entendiendo.

– ¿Estás completamente seguro? Me parece raro que si es como dices tú le hayan dejado libre y esté aquí de profesor.

– ¿Qué te ocurre, no tienes agallas? Pensaba que eras un valiente, pero si quieres quedarte en la cama no importa, llamaré a De Pedro para que me ayude. '

– No, no, claro que estoy contigo, y además De Pedro es idiota, así qué de poco te iba a servir, lo único que quería era asegurarme de que efectivamente el padre Arizmendi era un traidor, no fuésemos a meter la pata.

– Por eso no te preocupes, precisamente ése es el motivo de que te haya despertado. Antes de denunciarle tenemos que conseguir pruebas de su traición o si no, todo el mundo pensará que estamos diciendo tonterías.

– ¿Y cómo vamos a obtener esas pruebas?

– Voy a entrar en su habitación y registrarla, aprovechando que a estas horas estará completamente dormido.

– Ten cuidado, puede ser muy peligroso.

– Lo sé -me contestó sonriendo orgullosamente-, pero si de verdad amamos a nuestra patria no debe importarnos correr peligros en su nombre.

– ¿Y qué es lo que tengo que hacer yo?

– Tú te quedarás en la puerta, para avisarme si viene alguien.

– ¿Sólo eso? -contesté decepcionado-. Yo preferiría entrar, a mí tampoco me asusta el peligro.

– Mi padre dice que una de las mayores virtudes de los soldados es acatar las órdenes sin rechistar. El mejor modo de servir a una causa es cumplir con la misión que se tiene asignada, por humilde que parezca. Si tú no te quedas fuera yo no podré entrar y no conseguiremos las pruebas que necesitamos. Vázquez -finalizó mientras posaba su mano sobre mi hombro-, da igual lo que cada uno haga. Estamos los dos juntos y para ambos será la gloria.

– De acuerdo -contesté, poniéndome en posición de firmes. Aunque hubiera preferido entrar, si no quedaba más remedio me quedaría en la puerta. Todo con tal de no ser sustituido por De Pedro.

Las celdas de los sacerdotes estaban en la planta inmediatamente superior a la nuestra y hacia allí nos dirigimos. Los escalones eran de madera y a cada paso que dábamos crujían estrepitosamente, poniéndonos el corazón en un puño, pero milagrosamente nadie apareció para averiguar de dónde procedían los ruidos. Sólo debimos tardar unos cinco minutos en subir hasta allí aunque a nosotros -o por lo menos a mí- esos escasos minutos nos parecieran horas. Sin decir nada nos acercamos hasta la puerta de la habitación del padre Arizmendi, Garrido por delante y yo detrás suyo, cubriéndole las espaldas. De un bolsillo de su pantalón sacó mi amigo una navaja y empezó a hurgar con ella en la cerradura. Al cabo de un rato, haciendo apenas un leve ruido que a mis oídos sonó como una bomba, la puerta se abrió y Garrido se introdujo en su interior. Para entonces yo ya tenía el cuerpo empapado en sudor y no precisamente debido a la temperatura ambiente, que era más bien fría.

Aunque mi misión era vigilar el pasillo para averiguar si alguien venía e impedir que nos descubriera, intenté mirar en el interior de la habitación. En la penumbra tan sólo veía moverse a una sombra, posiblemente Garrido. De repente oí un ruido, como si se hubiera caído y un grito de dolor. Unos segundos después se encendió la luz de la habitación y pude escuchar al padre Arizmendi pidiendo explicaciones a gritos.

– Vázquez, ven a ayudarme -oí cómo me llamaba Garrido.

Supongo que lo más sensato hubiera sido marcharme, pero cuando se tiene trece años lo más sensato no es nunca lo que hay que hacer. Yo no podía abandonar a mi compañero, tanto por él como por mí. En esos momentos, a pesar del miedo que sentía por las posibles consecuencias de mis actos frente al director del colegio, me entraba más miedo al pensar que sería despreciado por todos mis compañeros, yo sería ese traidor que abandonó a Garrido a su suerte. Sería un apestado a quien todo el mundo daría la espalda, un hombre sin amigos. Todo eso cruzó por mi mente en milésimas de segundo y sin pensarlo más entré en la habitación.

El padre Arizmendi tenía sujeto a Garrido por la espalda, atenazándole con sus potentes hombros por debajo de sus brazos. Garrido forcejeaba con él incansablemente pero en vano, el padre Arizmendi no era un afable ancianito sino un hombre joven, acostumbrado seguramente a la vida al aire libre y a los trabajos pesados. Había entrado, sí, pero una vez dentro no sabía qué hacer, me quedé petrificado, incapaz de tomar una decisión.

– No te quedes ahí parado, haz algo -me gritó Garrido.

– ¿Qué quieres que haga? -le contesté histérico, casi al borde de las lágrimas.

– Atácale, dale una patada, cualquier cosa.

No sé de dónde saqué el valor pero me acerqué hasta el padre Arizmendi y con toda mi alma le propiné una fuerte patada en un tobillo. El sacerdote gimió de dolor y en un acto reflejo soltó la presa que ejercía sobre mi amigo, que consiguió liberarse de sus manos.

– Venga, vamonos -volvió a gritarme.

– ¿Adonde? -le pregunté asustado, pensando que ningún lugar iba a ser lo suficientemente seguro para nosotros, después de lo que habíamos hecho.

– Tú sigúeme y no hagas preguntas -respondió Garrido de nuevo, mientras se volvía para coger un libro que estaba sobre la mesilla de noche del padre Arizmendi.

Sin hacer caso a la gente que se había despertado al oír los ruidos y gritos y se acercaba a preguntarnos lo que había sucedido, llegamos hasta la puerta del colegio. Allí, junto a una garita, había unas cuantas bicicletas que usaban los curas para sus desplazamientos. Garrido se subió a una de ellas y me ordenó que hiciera lo mismo. Al delito de agresión añadíamos el de robo, pero yo no podía hacer nada. No me quedaba más remedio que dejarme llevar, como el náufrago al que le arrebatan las olas. Con un poco de suerte quizá una me depositara en tierra firme pero lo más normal sería acabar hundido en las profundidades marinas.

Pedaleamos hasta el límite de nuestras fuerzas y tan sólo tardamos quince minutos en llegar a la entrada del pueblo. Allí, en un viejo caserón en cuyo frontispicio podía leerse la leyenda «Todo Por La Patria» se encontraba el puesto de la Guardia Civil. Yo no entendía nada, ¿todo ese carrerón extenuante para acabar entregándonos a las primeras de cambio? De todos modos me daba igual, quizá allí dentro pudiera descansar, pensé, así que como un autómata obedecí las indicaciones de Garrido y entré con él al interior del cuartelillo.

Mi compañero no parecía asustado ni intranquilo, sino que con gran aplomo parecía controlar la situación cuando pidió al guardia que estaba en su garita de vigilancia que nos condujera a la presencia del comandante de puesto.

– ¿Y a quién tengo que anunciar? -preguntó irónico el guardia-. ¿Quién va a tener el honor de despertar al sargento de su sueño más profundo?

– Me llamo Antonio Garrido y soy hijo del coronel Garrido, gobernador militar de esta provincia. Vengo a denunciar a un traidor y si no me hace caso, usted será también considerado de ese modo. Si no me cree llame al gobierno -acabó su perorata diciéndole el número de teléfono. El guardia debió reconocerlo porque cambió de actitud y fue a avisar al sargento que estaba al mando, no fuera a ser que efectivamente se tratara del retoño de una alta jerarquía y se metiera en un lío si le expulsaba de malos modos. Al sargento siempre se le podría torear, pero un gobernador militar era otra cosa.

Supongo que el sargento haría las averiguaciones pertinentes porque nos atendió muy solícito, contrariamente a lo que yo esperaba.

– Sentaos -nos dijo cuando nos condujeron hasta él-, el agente Basilio me ha dicho que queréis denunciar a un traidor. ¿Podéis decirme de quién se trata?

– De un sacerdote de nuestro colegio, el padre Manuel Arizmendi.

– Eso no es posible -contestó el sargento, hombre acostumbrado a la obediencia castrense pero sin muchas luces posiblemente-, ¿cómo un sacerdote va a ser un traidor? Somos un país católico.

– Pues el padre Arizmendi es un traidor a la patria. Es un separatista.

– ¿Un separatista? ¿Tú ya sabes lo que dices, niño? En Castilla no hay separatistas.

– No me llame niño, sé de qué estoy hablando, mi padre, el coronel Garrido, me lo ha enseñado. Es un sacerdote vasco, así que es separatista.

– Bueno, pero el que sea vasco no significa que sea separatista.

– Tengo pruebas de su traición -contestó, con aplomo, Garrido.

– ¿Ah, sí? -dijo escéptico el sargento-. ¡Muéstramelas!

Supongo que el sargento pensaba, lo mismo que yo, que todo eran delirios de una mente calenturienta e imaginativa pero, como por miedo al padre, no se atrevía a despedirle con cajas destempladas, le daba carrete para luego poder justificar que le trató mejor de lo que hubiera tratado a cualquier otro en su lugar, por deferencia a su parentesco con el gobernador militar de la provincia.

– Aquí están -dijo entregando solemnemente el libro que había cogido de la habitación del padre Arizmendi.

– ¿Qué es esto? -preguntó, extrañado, el sargento.

– Es un libro escrito en el dialecto de los separatistas. Aquí vienen las instrucciones para su traición.

Miré la tapa del libro. Era muy antiguo y en su portada aparecía la siguiente leyenda: Linguae Vasconum Primitiae.

– Pero si está en latín -exclamé.

– No seas tonto -me rebatió Garrido-, eso pone ahí para despistar, pero si se lee en su interior, aparece escrito en vascuence.

– Tienes razón, chaval -dijo con respeto el sargento-, esto no está escrito en español. ¿Sabes lo que pone?

– No del todo, pero algunos conocimientos sí tengo, de la época en que mi padre estuvo destinado en Guipúzcoa, y está claro que es un manual de instrucciones para practicar actos de sabotaje. Si no, ¿por qué iban a escribirlo en un idioma que nadie entiende en lugar de escribirlo en cristiano? Pues porque tienen algo que ocultar. Y por eso han intentado disfrazar el título, poniéndolo en latín, pero incluso ahí han fracasado, porque está claro que vasconum tiene relación con los vascos.

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