Литмир - Электронная Библиотека

Con un gran esfuerzo de voluntad, ya que parece que la cabeza te va a estallar de un momento a otro, gateas hasta acercarte a la joven que ha traído el Sebas y le tomas el pulso aunque no hay pulso, una idea se abre paso en tu cabeza a despecho del dolor, la joven está muerta, la han matado, no sabes si directamente o por omisión pero está claro que la han matado, tal vez si hubieras sido más listo habrías podido evitarlo, o tal vez no, pero ya da igual, estás en la habitación con su cadáver y ni siquiera tienes la fuerza suficiente para que de tus ojos broten unas lágrimas de piedad. Y si lloraras, lo sabes, llorarías por ti, por tu vida, siempre a merced del viento, siempre a remolque de los acontecimientos y siempre eligiendo la postura errónea. Quizá debieras haber hecho caso a tu padre pero seguiste los pasos de tu hermano, quizá nunca hubieras debido ordenarte sacerdote pero fuiste incapaz de negarte a la petición acongojada de tu madre, quizá nunca debieras haber oído los cantos de sirena de esa mujer pero para una vez que vislumbraste otro tipo de vida era una trampa en la que caíste como un pardillo. Siempre te has considerado básicamente bueno pero el infierno, recuerdas, está empedrado con buenas intenciones y tú eres uno de los operarios que con más ahínco ha colaborado en asfaltarlo.

Ahora, aunque algo tarde, comprendes que el padre Vázquez no era tu enemigo o que, por lo menos, no lo era como lo hubiera sido hace un montón de años, posiblemente a él le han manipulado del mismo modo que a ti, posiblemente no ha tenido otras opciones en la vida; pero es demasiado tarde para preguntárselo aunque le estés oyendo hablar, alucinaciones seguramente pero no, no son alucinaciones, aunque el dolor no se ha disipado está haciendo sitio a otras sensaciones y poco a poco estás recobrando la plena consciencia. El sentido del oído vuelve a manifestarse al cien por cien y escuchas sin dificultad la conversación que está teniendo lugar en el salón, entendiéndolo todo, asimilándolo todo, Emilio Vázquez y tú sólo habéis sido dos comparsas en un mezquino juego de dinero y venganza, dos estúpidas marionetas que habéis bailado al son que os tocaban y de repente ya no dudas, de repente surge de tu interior una fuerza hasta el momento inédita y plenamente sereno, sabiendo a lo que te expones entras en el salón y sin atender la voz de alto que te da ese hombre desconocido que ha sido el causante de los últimos sucesos te abalanzas sobre él intentando arrebatarle la pistola, pero antes de que lo consigas notas una quemazón en tu tripa y adivinas más que ves cómo la sangre derramada brota, ensuciando la moqueta y acabando con tu vida, con esa vida que has desperdiciado miserablemente. Y de repente te sientes feliz, extrañamente feliz, por fin tus sufrimientos han acabado y entras en un túnel luminoso, como los descritos por las personas que han sufrido experiencias cercanas a la muerte, los científicos no se ponen de acuerdo, unos dicen que no es sino una hormona que produce alucinaciones y otros que es real, pero a ti eso te importa poco porque al final del túnel acabas de ver a tu padre, que te saluda sonriente, y te diriges hacia él.

La brusca irrupción en el salón del padre Gajate pilló de improviso tanto al comisario Ansúrez como a Emilio Vázquez y su acometida contra el policía, por inesperada, trastocó los términos de la reunión. Sacrificando su vida Ander Gajate acababa de salvar la de Emilio Vázquez. Era irónico, pensó este último. Una de las razones por las que había ocurrido todo era el deseo de venganza del padre Gajate y ahora éste impedía, a costa de su vida, que otra persona llevara a cabo su propia venganza. Todo esto lo pensó mientras aprovechando el barullo que se había formado conseguía arrebatar la pistola al comisario. Cuando éste se levantó las tornas habían cambiado.

– Decididamente el Sebas además de imbécil era un inepto. Ni siquiera fue capaz de matar a tu curita.

– Todo ha terminado, Antonio -dijo Vázquez-. Siento lo que ha ocurrido pero ya ha habido demasiadas muertes, así que no tengo más remedio que avisar al inspector Rojas.

– Hace unos años no lo hubieras sentido, hace unos años me hubieras detenido sin más o, tal vez, me hubieras pegado un tiro pero el tiempo que has sido sacerdote te ha reblandecido. Lo siento pero no me vas a detener.

– Ahora soy yo quien tiene la pistola.

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Dispararme a quemarropa? No me hagas reír que no es el momento adecuado.

Mientras hablaba, el comisario Ansúrez se dirigió calmosamente hacia la puerta, uniendo la acción a la palabra en lo que era un claro desafío a Emilio Vázquez. Éste arqueó las piernas y asió firmemente el arma con sus dos manos, como si estuviera en una galería de tiro, pero pronto relajó el gesto y guardó la pistola en un bolsillo de su chaqueta.

– Me temo que tienes razón, ya no soy el de antes, por suerte para ti y posiblemente para mí. Tengo que avisar al inspector Rojas pero si quieres irte vete, no te detendré. En cierto modo tienes razón, no toda la culpa es tuya.

Ansúrez, por toda respuesta, desanduvo el camino hecho y se acercó hasta la ventana. El cielo seguía estando completamente azul y los rayos del sol convertían la estancia en un dechado de luminosidad.

– No se ve ni una nube -dijo el comisario mirando más allá de la ventana-. Parece mentira cómo nos engañan la literatura y el cine. En cualquier obra que se precie a una situación como ésta acompañan, inevitablemente, espesos y negros nubarrones, en cambio nosotros disfrutamos del más bello día que ha podido verse en las últimas semanas. Aunque quizá sea mejor así. No está nada mal contemplar un cielo luminoso antes de que todo oscurezca a nuestro alrededor para siempre. Pero hablemos de otra cosa, no es el momento adecuado para hacer alardes de romanticismo trasnochado. Muy agradecido por ofrecerme esa oportunidad -cambió de tercio mirando esta vez fijamente a Vázquez-, es mucho más de lo que yo haría por ti, pero ¿adonde voy a ir? No, no tengo escapatoria o, mejor dicho, sí la tengo, mi última escapatoria.

Sin que Emilio Vázquez pudiera evitarlo el comisario Ansúrez inclinó su cuerpo por el vano de la ventana y se lanzó al vacío. Cinco pisos de altura aseguraban, sin lugar a dudas, el resultado fatal de su anunciada fuga. El sacerdote se acercó a la ventana pero ya era tarde. Debajo suyo pudo observar cómo la gente se arremolinaba alrededor de lo que ya no era sino un cadáver.

Tenía que llamar al inspector Rojas y a una ambulancia pero no había ninguna prisa, lo único que podía hacerse ya era recoger los restos y levantar un atestado. Miró fijamente hacia el límpido cielo azul, como buscando a ese Dios que aparentemente se había olvidado de los hombres e hizo algo que llevaba mucho tiempo sin hacer, se puso a rezar.

72
{"b":"88302","o":1}