Obedeciendo sumisamente me acerqué hasta la caja fuerte que había dejado abierta y saqué de su interior uno de los más hermosos collares que hayan visto jamás ojos humanos. Una vez hecho esto lo puse en las manos del perista y de los ojos de éste, repentinamente, desapareció todo vestigio de miedo y temor para ser reemplazado por una inequívoca señal de codicia.
– Ya veo que al olor de las sardinas el gato ha resucitado -dijo Julián, utilizando uno de sus refranes favoritos-. ¿Qué te parece, merece la pena o no? ¿Cuánto crees que podríamos sacar por esto? Y hay mucho más, eso es sólo una pequeña muestra.
– No estoy seguro -contestó Pepe-, pero creo que podríamos pedir una cantidad elevada. ¿Y dices que hay mucho más? ¿Podríais enseñármelo? -preguntó con un tono de voz en el que se adivinaba la avidez.
– Cómo no -dijo Julián, acercándose a la caja fuerte. Sin embargo, no sacó ninguna nueva joya de su interior sino que dándose la vuelta cogió su pistola reglamentaria y disparó tres tiros seguidos sobre el avaro perista. Cuando comprobó que estaba inmóvil en el suelo se acercó a él y colocó en su mano derecha, con el dedo índice sobre el gatillo y el pulgar acariciando apenas la culata, la que había usado anteriormente para matar a los padres de Loperena.
Yo seguía callado, como si hubiera enmudecido de repente, aunque empezaba a comprender el sentido de las acciones de mi compañero.
– La cosa marcha -comentó satisfecho-, ahora sólo tenemos que llamar al Juzgado de Guardia.
– ¿Para qué? -pregunté, aunque intuía la respuesta.
– Es muy sencillo, hasta un novato como tú puede entenderlo. A veces conviene renunciar a parte del botín para salvar lo más importante. El plan es éste: nosotros estábamos vigilando desde hace tiempo el domicilio del difunto Loperena porque sospechábamos que era el culpable de los últimos robos de joyas ocurridos en Madrid, a la espera de que algún posible cómplice diera señales de vida, y esta misma noche nuestra vigilancia dio sus frutos al observar cómo un conocido delincuente habitual, aprovechando la oscuridad de la noche, entraba subrepticiamente en la mansión. Cuando nos disponíamos a entrar para poner sobre aviso a los propietarios y detener al ladrón oímos una fuerte discusión y unos disparos. Acudimos lo más rápidamente que nos fue posible hasta el lugar de autos y al observar la situación, con los cadáveres de dos personas de edad avanzada, intentamos detener a Pepe Enciso, pero éste se resistió y en la refriega le abatimos. Posteriormente, al realizar una inspección ocular de la estancia, descubrimos la caja fuerte abierta y unas cuantas joyas en su interior. ¿Qué te parece?, ¿a que es genial?
– No acabo de entenderlo. ¿Hemos hecho todo este montaje para acabar devolviendo las joyas?
– A veces pareces tonto, pipiólo. No vamos a devolver todas las joyas sino tan sólo unas pocas. Así, de este modo, quedan zanjados tanto los casos del doble asesinato del matrimonio Loperena como del robo de joyas. Todo el mundo quedará satisfecho, no se removerá la mierda y nosotros gozaremos del honor de ser quienes hayamos resuelto ambos delitos. Renunciamos a una pequeña parte del tesoro a cambio de la tranquilidad que nos dará el saber que nadie va a reabrir la investigación y una posible medalla al mérito policial, de poco valor económico pero siempre halagadora para dos profesionales conscientes y responsables como nosotros, leales y eficientes servidores del orden público.
La maquiavélica mente de mi compañero resplandeció en aquel momento con todo su esplendor. El plan, no cabía duda alguna, era genial dentro de su sencillez. Nadie mejor que nosotros conocía cuál iba a ser la posible reacción de nuestros mandos de la Dirección General: alivio por haber descubierto, al fin, al enemigo público número uno de todas las damas enjoyadas de la nación y un fuerte deseo de archivar lo antes posible el asunto del asesinato del matrimonio Loperena. No había dejado ni un cabo suelto, era perfecto, demasiado perfecto.
Si una cosa había aprendido en mis cortos años de vida era que no me gustaban los planes demasiado perfectos cuando eran otros quienes los hacían. Apreciaba sinceramente a Julián Sánchez, como había apreciado a mi ex compañero Garrido, y los dos, cada uno a su manera, me habían abierto los ojos y enseñado a caminar por esa jungla que era la vida, pero me los habían abierto tanto que había aprendido a no fiarme de nadie, ni siquiera de ellos dos.
Garrido me había traicionado. Las consecuencias no habían sido excesivamente graves pero aún llevaba su traición grabada sobre mi piel, con el mismo dolor que debían sentir los terneros al colocarles el hierro incandescente con que eran marcados en las películas del Oeste que tanto me gustaban. En cuanto a Julián parecía un buen hombre -si es que se puede aplicar ese calificativo a quien acababa de matar a tres personas inocentes con pasmosa tranquilidad-, incapaz de traicionarme, pero sus últimas acciones denotaban una ascendente codicia ante la cual quizá volviera a sucumbir. Tenía poco tiempo para tomar una decisión y la tomé.
En realidad, si lo considero sinceramente, todo lo anterior no fueron sino las justificaciones que me hice a posteriori. En aquel momento fue todo más sencillo. Cuando me acerqué hasta Pepe Enciso, para comprobar que estaba efectivamente muerto, al tomarle el pulso tuve junto a mí esa pistola de la que había sido borrada toda señal identificativa y con la cual se suponía que el perista había liquidado a los dos ancianos. Y por un azar del destino al final del cañón se encontraba mi compañero. Fue algo instintivo e irreflexivo. ¿Por qué tenía que quedarme con la mitad si podía quedarme con todo? ¿Y si Julián tenía en su retorcido cerebro alguna idea más lesiva para mis intereses? Todo resultó muy sencillo. Apreté con fuerza el índice del difunto y mi compañero cayó torpemente al suelo, con el corazón roto por una bala y una mueca de sorpresa en su cara. El plan había sufrido una leve modificación. El señor Enciso no sólo había asesinado a los propietarios de la mansión sino que, por desgracia, se enfrentó a nosotros cuando íbamos a detenerle con tan mala suerte que mi abnegado compañero murió en acto de servicio, fiel y heroico ejemplo del sacrificado esfuerzo que desde siempre ha sido honor y lema de nuestras fuerzas policiales.
Quedaba un detalle sin importancia por solventar. Esa misma noche un apocado empleado de una empresa dedicada a la instalación de cajas fuertes aparecía muerto, de un tajo en la garganta, en un oscuro callejón situado en una zona cuyo medio de vida nocturno era básicamente la prostitución. Un cartel que apareció encima de su chaqueta ensangrentada explicaba que el difunto era un degenerado sexual y un antiguo miembro de sindicatos anarquistas. Firmaban el cartel las Nuevas Brigadas del Amanecer. Como certeramente había sospechado, una vez comprobados sus antecedentes el caso se archivó directamente, sin asignar ningún inspector a la investigación del crimen.