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– Por mí puedes beber lo que quieras -le respondió este último-, los dueños son muy tolerantes y la casa está a nuestra entera disposición, pero a mí en estos momentos no me apetece. Prefiero leer un poco y acostarme, porque mañana va a ser un día muy importante.

– ¡Bah, excusas! -contestó despectivo Garrido-, no eres más que un cuentista. Sólo sabes hablar y sobar fotografías guarras, pero cuando hay que comportarse como un auténtico hombre, como un soldado, te echas para atrás. Eres un blando.

– Como quieras -dijo, tranquilo, Fernandito-, no vamos a discutir por eso. Mañana por la mañana volveremos a hablar con más sosiego.

Tal como había dicho, Fernandito se fue a su habitación y nos dejó a nosotros dos solos. Nuestro nuevo jefe me había decepcionado y en esos momentos comprendía que Garrido, pese a todo, seguía siendo el auténtico caudillo. Por eso, cuando me invitó a compartir con él su orgía, asentí entusiasmado, en la creencia de que gracias a la ingesta desmesurada del coñac y el anís del embajador paraguayo, iba a convertirme en un envidiado y envidiable caballero legionario.

Lo único que yo había bebido hasta entonces -y sospecho que lo mismo le ocurría a Garrido- era un poco de vino mezclado con agua en las comidas, así que al tomar el primer sorbo de coñac la quemazón que noté en la garganta me hizo toser estrepitosamente y pensar que me estaba asfixiando. Otro tanto le ocurrió a Garrido, al que se le puso la cara roja. Pero en vez de admitir lo que nos había sucedido y optar por seguir el camino de Fernandito y acostarnos, los dos callamos como mudos. Ambos esperábamos que fuera el otro quien diera la orden de retirada, para así no aparecer como débiles, pero al no hacerlo ninguno de los dos continuamos bebiendo. Y la cosa fue mucho mejor. Una vez pasada la primera experiencia desagradable nuestra garganta se fue acostumbrando a la nueva bebida y la euforia se instaló en nuestras mentes.

– Fernandito es idiota, mira que irse a la cama en vez de quedarse aquí, bebiendo como hacen los hombres de verdad -repetía constantemente Garrido, mientras yo le daba calurosamente la razón.

Tanto el que las palabras de Garrido fueran, según transcurría el tiempo, lo más parecido al balbuceo de un tartamudo como el hecho de que yo me pusiera a hipar como un poseído no nos preocuparon. Al principio nos parecía que era un efecto beneficioso del alcohol, que nos hacía ser más graciosos y comunicativos. Pero al cabo de un rato todo empezó a girar a mi alrededor. Por increíble que pareciera la casa estaba dando vueltas en torno mío y yo era incapaz de pararla por más que lo intentaba. Intenté pedir ayuda a Garrido, pero cuando me acerqué a él comprobé que estaba ocupado vomitando encima de una gran maceta que había en un rincón del salón. Después me debí de quedar dormido porque ya no recuerdo nada más.

A la mañana siguiente nos tuvo que despertar Fernándito.

– Venga, gandules, levantaos. ¿Se puede saber qué hacéis ahí, dormidos sobre la alfombra?

No sé cómo se sentiría Garrido pero a mí era como si toda la Legión me estuviera pateando al unísono la cabeza. El sueño no me había mejorado sino todo lo contrario, me sentía fatal. La boca pastosa, la cabeza ida y las sienes a punto de estallar.

– Me estoy muriendo, Fernandito -exclamé torpemente mientras unos lagrimones se escapaban de mis ojos.

– De eso nada -contestó riéndose cruelmente mi amigo-, lo que os ocurre es que habéis cogido una resaca de ordago a la grande. Eso os pasa por haberos pasado con la bebida, ya os lo advertí, para beber, como para muchas cosas, es necesario tener cierta preparación, cierta capacidad de asimilación y, sobre todo, saber qué momento es el más adecuado, pero a vosotros lo único que os interesaba era impresionarme con vuestra hombría. Pues nada, sois muy hombres, pero no podéis teneros en pie.

– No fui yo, fue cosa de Garrido -intenté excusarme torpemente.

Mi compañero de borrachera debía de estar peor que yo porque no protestó ni cuando Fernandito nos echó el sermón ni cuando yo le traicioné culpándole por lo sucedido. Fernandito al final se apiadó de nosotros y nos preparó un café bien cargado, otra de sus habilidades. Seguramente era el único alumno del colegio que sabía preparar café. Nos sentó como un tiro pero en algo nos alivió, así como las dos aspirinas que nos obligó a tragar por persona.

– De todos modos, aunque esto os puede ayudar, tan sólo el paso del tiempo os podrá aliviar por completo. Todavía no se ha inventado nada que cure los efectos de una buena borrachera, así que paciencia y procurad descansar todo lo que podáis, que esta noche va a ser vuestra gran noche.

Hicimos lo que Fernandito nos dijo, no tanto por sumisión a sus órdenes como porque no nos encontrábamos con ganas ni fuerzas para hacer otra cosa. Y si lo intentábamos, el dolor de cabeza, que se duplicaba, nos hacía desistir inmediatamente. Solamente el pensar que esa noche teníamos que hacer un esfuerzo físico nos producía escalofríos. En esos momentos en lo que menos pensábamos era en las mujeres que Fernandito nos había prometido.

Aunque no teníamos muchas ganas nuestro amigo nos obligó a comer algo y poco a poco nos fuimos despejando. Una ducha de agua fría y unos nuevos cafés nos devolvieron la apariencia humana. Seguíamos hechos un desastre pero por lo menos la cabeza no nos martilleaba y los ojos no tenían ese tono rojizo que nos había hecho parecer monstruos de ultratumba.

– Tenéis mejor aspecto -dijo Fernandito-, pero me temo que vamos a tener que cambiar de planes. De hecho ya lo tengo todo dispuesto.

– ¿Ah, sí? -contesté sin ganas de decir nada especial, y con la esperanza de que nuestro estreno sexual se aplazara indefinidamente.

– Por supuesto, hay que pensar en todo para que nada pueda írsenos de las manos. Se me ha ocurrido que quizá pudiera crear problemas la estancia de tres quinceañeros en una casa de ésas. Además, posiblemente, vosotros os sentiríais intimidados en ese ambiente y las cosas no funcionarían, por eso he decidido cambiar de idea.

– Ya me parecía a mí que lo tuyo era mucho ruido y pocas nueces. Al final todo ha quedado en agua de borrajas.

– Estás muy equivocado, Garrido, como casi siempre. Yo sólo prometo lo que sé que soy capaz de cumplir. Os dije que vendríamos a Madrid a tener relaciones carnales con mujeres y las tendremos, sólo que no vamos a ir a ningún burdel, sino que las mujeres vendrán aquí, a esta casa. He hablado con el chófer de un diplomático amigo de mi padre, que luchó con los rojos y al que mi padre salvó de ser fusilado, y él nos traerá a tres de las mujeres más hermosas de la capital. Así que más vale que os vayáis poniendo guapos, porque dentro de un par de horas, más o menos, estaréis en la cama con ellas haciendo lo que habéis visto hacer en las fotos que os enseñé.

Fueron las dos horas peores de mi vida. No sabía qué deseaba más, si que el reloj se parara y el tiempo no transcurriera, o que esas dos horas pasaran en un soplo y enfrentarme a los acontecimientos. Al final el tiempo se me hizo eterno y eso no aplacó mi angustia sino que la centuplicó. Por fin, cuando sonó el timbre, Garrido y yo nos miramos con la cara que debieran tener los corderos al ser conducidos al matadero si supieran que en muy poco tiempo iban a servir de cena para los seres humanos. Nos quedaba la esperanza de que Fernandito no hubiera oído el timbre, pero era una vana esperanza. Su oído era perfecto y no se demoró más que unos escasos segundos antes de abrir la puerta.

Garrido y yo habíamos hablado varias veces entre nosotros sobre cómo serían esas mujeres dedicadas al oficio más viejo del mundo. Lo único que sabíamos, aparte de varios nombres para definirlas encontrados en un viejo diccionario -prostitutas, putas, meretrices, rameras, parecía mentira de cuántos modos se las podía denominar-, era las consecuencias que, según los curas, podía traernos nuestro contacto con ellas. Unas mujeres así, capaces de contagiarnos la tuberculosis, quebrarnos la médula espinal y transmitirnos enfermedades horripilantes debían de ser, ellas también, espejo de aquellos horrores ante los que podíamos sucumbir. Por eso, cuando las vimos, enmudecimos de asombro, sin saber qué decir ni cómo tratarlas.

Eran tres auténticas bellezas, una rubia de ojos grises y dos morenas de ojos verdes. Con la experiencia que más tarde he adquirido no me cuesta calificarlas como putas de lujo pero entonces, con quince años y sin saber nada de mujeres, aquello era una auténtica visión celestial, las huríes que Mahoma había prometido a los musulmanes que morían en combate. Si no hubiera sido sacrilegio me habría cambiado automáticamente de religión, pero incluso en aquellos momentos la noción de pecado se iba debilitando. ¿Cómo no ceder a la tentación cuando estaba delante tuyo, con forma de mujer esbelta de largas piernas, labios sensuales y pechos que se balanceaban suave y rítmicamente? Muchas veces he pensado con posterioridad lo que pudo gastar Fernandito aquel fin de semana y sinceramente creo que bastante más de lo que era el sueldo de un obrero durante varios meses. Por curiosidad, cuando más adelante estuve en disposición de hacerlo, investigué a Fernandito y a su familia y descubrí que su padre, efectivamente, viajaba mucho, pero que no era precisamente diplomático, aunque nunca fue molestado por ninguna autoridad, ni extranjera ni española.

– ¿Qué os parecen? -nos preguntó Fernandito, con el mismo tono con el que un carnicero pregona su mercancía-, ¿a que no os lo esperabais? Pues venga, dejad de mirar y empezad a actuar. Cada uno que coja a una de las chicas y se la lleve a su cama. Yo me iré con ésta -dijo agarrando a una de las morenas por la cadera y llevándosela a su habitación, mientras la sobaba por todo el cuerpo, sobre todo por las zonas que nosotros considerábamos prohibidas, sin pudor alguno.

– ¿Qué os ocurre a vosotros?, ¿no os gustamos?, pues no estamos nada mal, mirad por aquí -dijo provocativamente la rubia al ver que Garrido y yo nos habíamos quedado en silencio, sin capacidad de reacción, mientras se despojaba de la blusa y dejaba al aire dos pechos redondos e inmensos, que nos apuntaban desafiantes como cañones.

– No se trata de eso -respondí entre balbuceos-, sólo que no tenemos experiencia, somos novatos.

– Pues eso habrá que arreglarlo, no podemos permitir que dos jovencitos tan guapos como vosotros continúen siendo vírgenes -dijo mientras se acercaba a donde estaba yo y agarrándome por el cuello unía sus labios a los míos, haciéndome casi perder el conocimiento con lo que fue mi primer beso de verdad.

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