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– Ay, no sé si yo me hallo con ganas de saber más de lo que sé, tan apocado me dejó esa noticia. ¿Qué me dice de que haya escrito Cervantes un libro sobre mi acabamiento? ¿Quiere decir que he de morirme pronto? Me ha metido el miedo en el cuerpo, bachiller. Olvidemos ese mal negocio, y volvamos a casa, con nuestra ignorancia.

– No, Sancho. Corramos a la tienda de ese aljabibe y traigámonos esos papeles, y leamos en ellos qué podía querer decir y qué dijo, porque el que sabe, precabe, y quién sabe si está en tu mano, amigo, el torcer tu destino como aquellos prohombres de la antigua Grecia a quienes los dioses otorgaron el don de esquivar las flechas que sus enemigos les lanzaban.

– No me convence.

Pero allí dirigieron sus pasos, porque no era el bachiller Sansón Carrasco persona a la que se hiciese olvidar algo que se le hubiera metido en la cabeza, y a eso del mediodía llegaron al Rastro, donde hallaron al aljabibe jugando al pídola con otros regatones y cicateros de ese barrio.

– Señores -les dijo el zarracatín-, no hay por qué molestarse. Los papeles esos los compré, los tuve en mi tienda dos meses, y hace dos días pasó un gentilhombre que dijo conocer a su autor, quien era único, aseguró, en hacer reír a la gente, y me los pagó como le pedí.

Le preguntó entonces Sansón Carrasco si por casualidad se acordaba quién era ese autor, y el aljabibe se encogió de hombros:

– Un cómico sería.

Y si sabía quién se los había comprado.

– Os lo he dicho, un gentilhombre, pero no de aquí, sino de fuera, puede que inglés. Lo declaraba su habla, llena de tropiezos y gangosa, y la de su criado, que aún sabía menos de nuestra lengua que su amo.

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