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Le miraban las dos mujeres como si hubiese resucitado el mismo don Quijote, el ama con alarma y la sobrina con secreta congoja e inquietud, ya que aquella afición de Sansón a los libros de caballerías le alejaba más de él y estorbaba tanto su más íntimo deseo.

Pasó luego a contarles Sansón al ama y la sobrina lo del libro que le había prestado a don Quijote y su deseo de recuperarlo, con más razón ahora, a saber, porque había sido el libro que le descubrió a don Quijote el que le hizo tomar la determinación de regresar al pueblo y el que el mismísimo don Quijote le había pedido.

– ¿Sabes de qué libro hablo?

Por supuesto que Antonia sabía de qué libro se trataba, porque el último invierno, antes de que su tío saliese en su tercera y definitiva salida, se había hablado mucho en aquella casa de él y de las cosas que en él venían. Incluso el propio don Quijote les había dicho al ama y a la sobrina: «Señoras mías, llamadme loco, pero ahí anda mi historia en letras de molde, como no anda ninguna de las vuestras, y bien me río yo de todo lo demás, que será ése el modo de no acabarme del todo».

– ¿Y para qué queréis ese libro ahora? -preguntó Antonia algo molesta de que la tuviera por una desinformada-. Después de que le quemamos los libros y le tapiamos el aposento donde los guardaba, puedo aseguraros que jamás volvió a-entrar por esa puerta libro ninguno, o si entró, debió de hacerlo con mucho más sigilo que se volaron los otros, porque jamás he vuelto a ver, por fortuna, ni un libro más en esta casa, y me muera ahora, si esto no es lo cierto.

– Calla, Antonia, que el señor bachiller lleva razón. Uno entró, y debe de ser ese que el dice -dijo el ama Quiteria, pero en este punto guardó silencio, como si pensara no declarar más.

– ¿Y ese silencio quiere decir que lo usaste para encender la lumbre?

– Ese silencio quiere decir que no sé si haría bien devolviéndooslo, porque si hubiera mostrado a su tiempo severidad con mi amo, ahora quizá lo seguiríamos teniendo entre nosotros, y nadie me quitará de la cabeza que él estropeó la suya en esos libros primero, y luego por esos caminos.

– Mira, Quiteria, los caminos están ya trazados y poco podemos tú y yo hacer para desviarlos o detenerlos. Hombre soy, tengo mi hacienda, compro mis libros y puedo leerlos. Si tú no quieres devolverme lo que tú sabes que es mío, eso te deshonra más a ti que a mí, que siempre podré comprar otro ejemplar a la primera ocasión que se me presente.

– No me llame ladrona, señor bachiller, no me ofenda, que los pobres sólo tenemos la honra, como para que venga el más menguado a faltarnos al respeto. Aguarde aquí, que yo lo buscaré donde lo puse, o mejor aún, ya que tanto interés tiene, súbase al desván, y allí junto a las que fueron armas del señor Quijano lo hallará. Allí lo puse yo el mismo día que murió. Cuando ya lo enterramos y devolvimos a su aposento el trasportín, mi mano dio con una dureza sospechosa. Pensé que sólo podía ser un tesoro, pues así lo celaba. Abrí el colchón, y allí, entre guedejas de carnero churro, hallé aquel libro. En mucho debía de estimarlo para esconderlo tanto. Y porque no sé leer pero de haber sabido cuál era, créame que lo hubiera quemado, antes que ninguno, por borrar de esta tierra la triste historia de un hombre que tuvo la desdicha de ser loco, siendo el más bueno y la más triste desdicha de tropezarse con unos historiadores más sandios que él, a quien no ha importado alcanzar renombre a costa del nombre de mi amo. Pero bastó que acabáramos de enterrar a mi amo y que él lo estimara tanto como para esconderlo en el colchón, para que yo lo indultara y me lo llevara arriba, con las otras pruebas de su locura. Súbase allí, que allí lo encontrará, pues le aseguro que esta vez no se lo han llevad.") los encantadores. -No te fíes, Quiteria -le dijo con guasa el bachiller al ama-, que los encantadores, una vez que han aprendido el

– No sé lo que me dice vuesa merced. Así que suba y búsquelo.

Y el ama, que a veces se gastaba muy malas pulgas, salió entre un revuelo estrepitoso de sayas.

Quedaron solos Antonia y el bachiller, como la muchacha y el diablo querían, ya que el diablo debió de ser quien inspiró estas palabras al mozo:

– Llévame a ese desván, Antoñita, que en esta casa tan grande acabaré perdiéndome.

Sabía perfectamente el bachiller Sansón Carrasco dónde y cómo llegar a aquel desván, porque el mismo día en que murió el caballero, buscándole él por la casa, acabó subiendo y hallando entre las armas aquella rodela en la que escribiría la misteriosa enseña que le dictó el propio don Quijote, aquel «Quien puede quiera; quien quiere pueda». Sólo que entonces no pudo verlo porque lo puso allí el ama horas después de enterrar a don Quijote, como acababa de contarles.

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