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– Ay -suspiró profundamente Sancho, a punto de echarse a llorar, porque la muerte de don Quijote le había dejado muy flojo-. Y cómo me acuerdo de todo eso que decís como de las verduras de las eras y de los tiempos felices que ya no han de volver. Y cómo lo estoy viendo a él y a vuesa merced ese mismo día que hablamos todas esas cosas, y con ser de hace un año, parece que ocurrieran hace mil, y otras veces no parece sino que acabaran de suceder ayer mismo, y que dentro de un rato veremos aparecer a don Quijote vivo, en su verdadera planta, andando con aquel continente solemne que él tenía, con el pecho saliente, la barbilla hundida, la boca majestuosa y los ojos melancólicos mirando a tierra. Y cómo volvimos a reírnos los tres recordando la aventura de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se le antojó pedir cotufas en el golfo, que todavía mi amo se reía algunas veces, y de las cabriolas que hice yo en el aire, sí, y aún más de las que yo quisiera, y volviera a reírme ahora después de todo lo que me pesó cuando ocurría.

– Pero aquello que te causó risas, quizá pueda enojarte ahora, porque has de saber, Sancho -le interrumpió el bachiller adoptando un aire de inusitada gravedad-, que el historiador que contó vuestra historia la cuenta por lo menudo, tanto los palos que recibió tu señor como las veces que a ti te escarnecieron. Y yo no digo si dijisteis tales y tantas tonterías, pero allí se os apuntan a vuestra cuenta como dichas.

– Desde luego -admitió Sancho- que tenía razón don Quijote, cuando ese mismo día que lo visteis os dijo que los palos no estaría de más callarlos por equidad, porque las acciones que ni cambian m alteran la verdad de una historia,;para qué escribirlas, si van a deslucir a sus protagonistas?

– No sé yo. Es posible que Eneas no fuese tan piadoso como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe Hornero. Pero una cosa es escribir una tabula, que no ha ocurrido nunca sino en la cabeza de quien la escribe, y otra bien distinta hacerlo como historiador. El fabulista puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían de ser. El historiador, no; el historiador las ha de escribir no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar ni una coma a la verdad. Que los hechos, sabes tú muy bien, sólo son unos, se miren del lado que se miren, y todo lo demás son fiorituras y adornos. Así pues no sería de extraño que te encuentres tú con más adornos que hechos.

– No lo sé. Lo sabré leyendo el libro, y como vos, así pienso yo también -corroboró Sancho-.Y ya entonces os dije que si eso era así, que si el historiador se atenía a los hechos, tendría que ocuparse de mí, aunque en uno y en otro, en mi amo y en mí, pusiera acentos bien distintos, porque no suena, tañido con el mismo badajo, una campana que un cencerro, y yo soy más bien cencerro.

– No presumas, Sancho, ni te abajes, que no es preciso. Aunque te recuerdo que si leyendo, te amohinas por verte zarandeado un tanto de más, no debes de olvidar que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno.

– Yo no voy a juzgar un libro -le dijo Sancho-, porque no soy quién, sino a mirar una vida, y sí esa vida, con sus más y sus menos, está bien metida, aunque me escueza, la daré por buena, porque todos sabemos que al pesar vidas humanas ha de ir todo junto, bueno y malo, y juzgarla después de sumas y restas. Y en mi caso, si conozco mis restas, sé a dónde llegan mis sumas, sin empingorotarme y pecar de indiscreto e inflado.

– Si eso haces, Sancho -le replicó Sansón-, serás el primero de los hombres que no deciden venganza cuando se ven maltratados en un escrito. Porque las obras impresas se miran despacio y las gentes las rumian una y mil veces, antes de pasarlas, y pasadas, van poco a poco infeccionándoles la sangre con su veneno si lo llevara, y basta con que en una línea se le roce a alguien un callo, para que se olvide del resto, y aunque estuviera cincelado en oro puro por el divino Cellini, querrá en venganza acuchillar al autor en un callejón oscuro, o sólo piensa en que se lo lleve por delante un cólico.

– Y ya ve vuesa merced qué gran coladura. Yo he sido gobernador y atendí a las críticas de mi gobierno, y nunca me ha parecido mal que el que sabe nos enseñe, y el que pueda nos corrija. Por lo que yo he observado en esta vida, las varas de medir son distintas dependiendo del paño. Y así, no ha movido alguien un dedo ni salido de casa, y si tiene turiferarios cerca, le atribuirán las más heroicas empresas que no ha realizado, para contento del lindo que no se molestará en desmigar ese yerro; en tanto viene otro asendereado y molido de larga y heroica peregrinación, donde tuvo que vender cara su vida en mil peligros, y nadie le cree. ¿Cómo ocurre eso? No se sabe. Le hacen a uno tercer alguacil del regidor de una aldea, y lo cacarea de tal modo que no parece sino que le hayan nombrado Archimandrita de los Pámpanos Orientales; y ha alcanzado otro por sus propios méritos el reino de Nueva España, y todos quieren tasárselo y mirárselo pelo por pelo, y aun así la mitad de los que lo tengan entre las manos y puedan probar su valor, dirá que es falso. Me hicieron gobernador, y eso está ya escrito con letras de fuego en la bóveda celestial y con letras comunes en las crónicas de aquellas tierras, y no goberné más porque ni quise ni me daba el ánimo para más, que allí me ahogaba, no por las críticas o comunidades de mis súbditos.

– Si por lo menos hubieras sabido entonces la gramática, habrías salido a flote -le recordó el bachiller.

– Posiblemente, aunque con sólo mi buen acuerdo hubiera podido sortear tanto escollo, que más vale onza de prudencia que arroba de ciencia. Pero dígame ahora, ¿encuentra vuesa merced o no ese libro que está buscando y que he de llevarme?

– Me pasa contigo, Sancho, que empiezo a hablar una cosa, y nunca llego a término. Te decía, o te quería decir, que don Quijote, después de que tanto le hablara yo de la historia que se había publicado de vuestras hazañas, y viendo que se echaba encima un largo invierno, el primero de toda su vida que no iba a poder distraer con la lectura, ya que los encantadores se le habían llevado sus libros y le habían tapiado el aposento, se arrimó una tarde a mi casa y, como un niño que cometiera una acción reprobable, me preguntó si acaso tenía yo un ejemplar del tal libro sabiendo que lo tenía, y teniéndolo, si podía dejárselo, jurándome que una vez leído, me ¡o devolvería, porque sabía él por experiencia que los libros que se prestan una vez, son como pájaros del mal agüero que ya no vuelven a encontrar su antiguo nido. Fui a buscarle, se lo di… y hasta hoy, porque con eso y con lo buen caballero que fue, no era diferente don Quijote al resto de la cofradía. No sé si lo leyó o no, si le gustó o si, por el contrario, le disgustó. Luego, como sabes, en cuanto se metió el buen tiempo, preparó su tercera y última salida y yo ya no volví a acordarme del libro, por creer que me lo había devuelto. Pero no te apures, yo iré a su casa, y allí buscaremos, que si Antonia o el ama no lo han quemado, en la casa estará, y no será difícil dar con él.

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