No tenía don Álvaro tiempo para quedarse allí sabiendo lo que quizá se supiera a su tiempo, abrazó al bachiller dándole las gracias por tales confidencias, montó en su caballo y celebró que, como había dicho su nuevo amigo, la vida le hubiese compensado poniéndole un día a don Quijote el bueno en su camino.
Se salieron de la venta juntos, los del Tarfe tiraron para Granada, y Sansón y Quiteria hacia su pueblo. Y así, sin más detalles dignos de mención, llegaron a él cuando el cielo tenía ya más de noche que de día, y en el horizonte no quedaban sino brasas nimbadas de un amarillo claro. La visión de los tejados del lugar, entrando en él, arrancó del ama, de fácil y placentero llanto, nuevas y silenciosas lágrimas, que llevaron al bachiller a consolarla.
– No seas una chiquilla. Quiteria. Has hecho el viaje llorando. Deja de llorar, porque éste es un buen día. Piensa en lo que sería de ti por esos mundos. Aquí tienes todo lo que Dios ha querido darte, poco o mucho. Techo, comida, bebida, amigos, ropa limpia y labor en la que ocuparte, y cerca de aquí la que es, para bien o para mal, tu familia. No tienes otra ni ibas a encontrar otra. Deja que los quijotes del mundo lo busquen donde no está, y tú, quédate donde sabes de cierto que estuvo, y donde te van a querer. ¿Qué ibas a encontrar fuera que no tuvieras ya aquí, centuplicado y mejorado? Tú ya has encontrado lo que ahora tantos buscan por ahí peregrinos y descaminados.
Quiteria no decía nada y le dejaba hablar, gustosa de oír lo que quería oír. Pero su corazón le hacía otras preguntas que ella enterraba como en ceniza, tanto le quemaban las entrañas. ¿Cómo iba a recibirle la niña Antonia? ¿Le trataría en adelante como le trataba antes, o peor, a causa de aquella huida? ¿Desabrida, áspera, cardosa? Todos iban a querer saber por qué había huido. ¿Les diría la causa verdadera? ¿Iba a poder confesarles que una vez muerto su don Quijote no la retenía nada en aquella casa? ¿Y que saber que ya nunca vería en ella al que había sido su sol, la había enloquecido de dolor? «Ay -pensaba Quiteria-, si llegase a saberse que la desgarbada, la altaricona, la poco hermosa Quiteria llevaba enamorada de mi señor Quijano media vida.» La de chacotas que sufriría, las cencerradas que se armarían debajo de su ventana, las risas que movería, las chuflas que los muchachos artillarían a su paso. No iba a poder salir de casa: «Ahí va -dirían- la loca Quiteria, más loca que el loco de su señor». ¿En qué pensaba cuando dejó entrarse esos amores? ¿Y cómo iba una mujer recatada y honesta a descubrirles su dolorido sentir?
Encontraron la casa del hidalgo reposada y el portalón cerrado. Llamó Sansón Carrasco y esperaba Quiteria muy agitada la aparición de su ama. Tardó Cebadan un rato en abrir y no supo qué decir al ama ni cómo conducirse con ella, pero aún tuvo tiempo de mirar mal al bachiller, al tiempo que llevó a Rocinante y a la borrica a la cuadra. Al momento apareció Antonia en el patio, y corrió a abrazar a Quiteria, pero antes de que las dos mujeres llegaran a tocarse, ya lloraban, y llorando siguieron abrazadas un buen rato.
Y aquel lloro inaudito de Antonia lo tuvo Quiteria por un buen augurio, mientras miraba a Sansón, arrepentida sin duda de los pésimos conceptos en que tenía la víspera a Antonia, y como si le estuviera pidiendo: «Todo lo que le dije ayer a vuesa merced de esta niña, olvidadlo; fue un repente».
– Bien, señoras -dijo un Sansón Carrasco bien humorado, que trató de apaciguar las emociones-. sosiéguense, y miren de preparar algo de cena, aunque sea fiambre, que vengo hambriento, y en mi casa ya no habrá nadie levantado.
A ello se aprestó Antonia, que no consintió que Quiteria se levantara y la ayudara, porque tenía ella ese gusto en servirla. Se admiró tanto el ama con aquel cambio, que ni siquiera se atrevió a protestar. ¡Ser servida ella por Antonia! ¿Cuándo se había visto? Sólo después de un rato de ver trajinar a la muchacha en la cocina, se levantó Quiteria, y llorando y riendo al mismo tiempo, que no se sabía si quería llorar o si quería reír, obligó a Antonia a sentarse con el bachiller, mientras ella experimentaba el placer de volver a encontrar en su sitio cada uno de los platos, vasos, cubiertos y cazuelas que tan familiares le habían sido durante los últimos veintisiete años,
Cenaron los viajeros unas tajadas de abadejo frías y dos rajas de queso, después de ¡o cual dejó a las dos mujeres solas con una noche por delante que se presentaba larga la en confidencias, y se fue a su casa.
Volvió la casa a reposarse, dormían las bestias y el ganado en establos y caballerizas, fermentaba el mosto en las tinajas, se secaban el orégano y muchas otras alcamonías montunas en unos ramitos que alguien había suspendido bocabajo de una viga, y los gallos y los perros respetaban el sueño de las cosas muertas.
– Déjame que te cuente -empezó diciendo Quiteria.
Estaba frente a ella Antonia y tomaba sus manos como cuando era niña, aquellas manos descomunales entre las cuales desaparecían las suyas.
Habían acercado dos sillitas de enea junto al fuego de la chimenea. Ardían dos tueros de encina con llama difícil y menuda. No había alrededor ceniza. Todo en aquel hogar estaba limpio, barrido, fregoteado. Decía mucho aquel fuego de las economías estrictas de la casa. Fue Antonia a buscar una capellina de lana y se la echó sobre los hombros al ama. Mientras lo hacía, la mano de Quiteria, áspera, maltratada por tantos años de lejías, trébedes y penalidades, buscó la de su querida niña.
– Todavía me acuerdo cuando tu tío y yo fuimos a buscarte a Madrid. No eras más grande que un gazapo. Y has crecido tan deprisa que me cuesta creer que ya seas una mujer. Tú y yo nunca hemos hablado de nuestras cosas. Me heriste con tu despego. ¿Por qué nunca me has querido, Antonia? ¿Qué culpa tengo de no ser tu madre? ¿Qué culpa tuvo el señor Quíjano de no haber sido tu padre don Felipe?
Hizo un gesto de protesta Antonia y quiso hablar, pero no la dejó continuar el ama.
– Yo era en realidad la que estaba herida de muerte, la que sufría, la que me moría cada día. Mientras tu tío vivió, incluso en estos dos últimos años de su locura andante, me decía, «Quiteria, ¿qué más me da que no sea tuyo, si como tuyo lo tienes, y lo ves cuanto quieres y hablas con él como no hablaría nadie?». Porque has de saber que desde el primer momento en que lo vi, cuando tenía yo catorce años, se me prendó el corazón con un amor que no ha hecho sino subir de punto desde entonces, hasta que al fin bajó él al sepulcro, y no morirá ese amor sino conmigo, cuando al sepulcro baje yo. Todo lo hallaba yo bueno en él, la apostura, ese reposo al andar, el pensar en aquello que decía, y toda su ciencia. Que fuera, al principio tan callado, tan soñador, siempre en su estudio, sentado delante de la mesa, apoyada la mejilla en la mano, soñando con los ojos abiertos. Y como era una niña, le veía como un príncipe, y yo me creía una princesa, hija de señor muy principal, del rey incluso, que me había llevado a casa de unos labradores para mantener el secreto de mi nacimiento. ¡Las cosas que piensan las chiquillas! Me decía, cualquier día veremos aparecer en el pueblo una carroza, y será mi señor padre y les dirá a todos, esta Quiteria es hija mía. Y así el señor Alonso podrá casarse conmigo. Pero bajaba de mi nube avergonzada, y me decía que era eso soñar lo imposible. En todos los años en que he estado en esta casa ni un solo acto ni una sola palabra se salió de los ¡imites del decoro y de la honestidad, ni por su parte ni por la mía. Yo, porque he sido siempre muy vergonzosa, y él, por estarse embebecido en sus libros a todas horas, y porque quién se iba a enamorar de la pobre Quiteria, y porque al final le dio por decir al muy tonto que se había enamorado de una princesa del Toboso. Eso sí que fue una gran majadería, pues hasta donde yo sé él debió de enamorarse de ésa de oídas. Los míos por él eran, sin embargo, amores muy de veras y muy reales, que me mataban, y al mismo tiempo me daban la vida. Dicen que después de que van enfriándosenos los huesos en el cuerpo, va desapareciendo el amor, pero yo debo de ser la excepción a esa regla, porque cuanto más tiempo pasaba, más parecía quererle yo. No aspiraba a cautivarle, porque si cuando era joven no logré nunca que pusiera en mi los ojos ni me viera como otra cosa que el ama que le llevaba la casa, de talluda no iba a conseguirlo. Me acostumbré a esa vida. Para mí él era la razón de todo lo que yo hacía, le regalaba cuanto estaba en mi mano, lo llevaba limpio como una patena, cuidaba de su ropa como de un tesoro y aunque no fuese de mucho plato, siempre guisé como sé que le gustaba. Hasta los libros se los limpiaba al principio para que no se los comiera el polvo. Pero la locura se le metió un día en la cabeza. Yo imagino que la locura tiene que ser como un potro en la mollera, y allí le coceó los sesos a su antojo, hasta dejárselos picaditos como gazpachos. ¿Y qué me importaba a mí? Cuando murió, creí que me volvía loca de dolor, porque se me iba en un punto mi amo y dueño. Y si al menos hubiera tenido a alguien a quien contarle todo eso. Ni siquiera la confesión. Imagínate qué vergüenza -decírselo a don Pedro, que venía todos los días por casa. Si no lo cuento, reventaré, decía. Pero ¿a quién?;A ti? Nunca me has visto con buenos ojos, por más que yo he tratado de ser tu amiga. Jamás consentiste que fuera tu madre. Cómo me hubiera gustado que me hubieras visto como una madre. Y al fin murió mi buen Alonso. Descansó él, pero me metió en el cuerpo yo no sé qué desasosiego, que me trae enferma. Pensé que acabaría resignándome a esa muerte y sobreponiéndome, pero los días se me hacían más y más largos. ¡Qué suplicio! Y entonces fui a Hontoria. Allí todos me parecieron extraños y sin por qué di en imaginar que si me alejaba de aquí, acabaría por olvidarme de la causa de mi tormento. Pero cuanto más huía, más cerca parecía estar con el pensamiento en esta casa, y más a tu lado y al de todos los recuerdos que aquí se quedaban. He ahí todo mi secreto. Tú, y tengo que decírtelo, si vamos a vivir juntas, no has sido buena conmigo ni lo has sido contigo. Quiero pensar que tampoco fue culpa tuya, sino que en estas cosas de los quereres el corazón anda suelto como un perro, al sol que más calienta. Pero también te digo que la razón de mi huida no fuiste tú, sino él, y que él había muerto, y no lleves mal que una tan pobre mujer soñara con alcanzar mía prenda tan imposible como su hidalguía, pero ya me has oído que el amor es como un pobre perro que va buscando un amo, sin pensar si le conviene o no.