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cuando se salió por la primera vez, o sea, cuando ya nadie podía remediarle. Y lo gracioso es que aunque nos había amenazado cien veces con escaparse, el día que se fue, lo hizo con tal sigilo que no lo conocimos sino hasta pasadas ya unas horas. Y ni siquiera aquella primera vez pensamos que fuese tan grave la cosa, puesto que algunas veces, al irse de caza, se quedaba en el monte durmiendo, si el tiempo acompañaba. Pero a la mañana siguiente le teníamos en casa almorzando. Recuerdo que Quiteria dijo, «esta chiquillada la ocasionan estos calores insufribles de julio; hasta yo misma estoy a punto de enloquecer». Porque la verdad es que aquellos días en los que don Quijote se salió al campo, hasta las bestias estaban inquietas e irritables.Las mulas coceaban el suelo de las caballerizas, los perros gruñían a quien se les acercaba, y la gente se enganchaba por cualquier bagatela. Y así fue como, sin decir nada a nadie, como hacía cuando llevaba sus galgos a cazar, se salió de casa en el mayor secreto. Ensilló a Rocinante y desestimó el macho, mucho mejor. Debió parecerle poco apropiado ir montado un caballero como él en mulo, asiento de villano, de comerciante o de clérigo. Quizá pensó que si se lo llevaba, causaría un grave perjuicio a la casa. Ató los perros al rejo de un arado que había en el patio, para que no le siguieran, cerró con llave el aposento de los libros, tomó la lanza y todas las otras armas que había estado preparando, y caballero de su quimera nos dejó varados a los demás en la nuestra.

El bachiller iba anotándolo todo, y procuraba no perder una sola palabra, mientras decía entre dientes: «Estos pequeños detalles no los recogió la historia de Cide Hamete, por ser poco significativos, pero son justamente los que a mí me interesan. Encuentro en ellos tanta o más enjundia que en los otros».

– Le esperamos Quiteria y yo -continuó diciendo la sobrina- todo el día. Quiteria que le conocía de lejos, decía, «en cuanto le apriete el hambre y la sed, volverá. Y no se ha llevado dineros, porque no los había. Ayer mismo le pedí dos cuartos para comprar un trozo de carnero, y no los tuvo» Y ya al día siguiente esto no era lo mismo, le faltaba como su espíritu a la casa, el jugo como quien dice. Solía levantarse mi tío de siempre, desde que yo recuerde, no muy temprano, cuando Juan Cebadón, o el mozo que entonces sirviera en casa, ya había asistido el ganado, y mucho después de que el ama Quiteria, la primera en ponerse en danza, hubiera encandelado el fuego, rezado sus oraciones, dispuesto las cosas del desayuno, metido el pan en el horno, si había amasado, o hecho la colada, si tocaba ese día, o fregado los suelos. Se levantaba don Quijote ni tarde ni pronto, porque ni era madrugador ni era remolón, cuando no decidía salir al campo a cazar, que entonces salía antes que el sol y que ninguno, o si se había quedado toda la noche leyendo, en cuyo caso se levantaba cerca del mediodía. En su aposento se lavaba la cara y las orejas en un aguamanil, porque era muy pulido para su persona, se vestía allí mismo ropas más viejas que nuevas, y todavía a puerta cerrada daba cuenta de sus devociones, para llegar a continuación a la cocina, donde, de pie, como si tuviese prisa, comía con desparejados dientes un regojo de pan, sobrante de la cena, mojado en leche, con su nata. La mañana se le iba en no se sabe qué. Se daba una vuelta por las caballerizas, hablaba con el mozo, barzoneaba por el pueblo, a veces se metía en el mechinal del barbero, más para alargar la mañana que por pelarse, intentaba enseñarle una o dos palabras al cuervo de maese Nicolás, coloquiaba con unos, con otros, se interesaba por los negocios del común y de los particulares, trataba de rentas, se ajustaba con pastores, se enteraba del precio de las cosas con talabarteros, con guarnicioneros, con boteros, con herreros, discutía con alguno sobre el mal paso de los tiempos y la marcha de la monarquía del mundo, cosas de las que los hombres reciben tanto gusto en tratar, y a eso del mediodía volvía a casa para hacer un almuerzo frugal, del que daba cuenta solo y deprisa en la sala, mirando a la pared. No era laminero ni gargantón, quiero decir, que no hacía melindres con la comida, todo le daba lo mismo, guiso nuevo o ropa vieja, ni era tampoco tragaldabas que comiera mucho, sino más bien tirando a poco, y siempre lo mismo, olla de vaca o de carnero, menos los duelos y quebrantos de los sábados y las lentejas viudas de los viernes, alguna tajada de abadejo o el broche de una truchuela, o su caldo de hierbas, o sus granzas calientes en invierno, su escudilla de almendrada y el huevico mejido. Se reposaba luego una hora así lloviese o hiciese sol, en verano o en invierno, encerrado en su aposento y más que durmiendo, soñando en el sonsueño, porque nunca se dormía del todo. Se echaba sobre la cama, y tapado hasta la nariz con una frazada, allí digo yo que se dedicaría a fantasear la realidad con la imaginación en carne viva. Pensaría, supongo, en lo que era su vida y en lo que su vida debería haber sido, en lo que pensó para ella, cuando era joven, y en lo que se había convertido. Y a veces salía de aquellas siestas con el ánimo desmazalado y sombrío y nos repetía lo que cantas otras veces nos decía al paso, «cualquier día ya no me veis el pelo, porque sería una cosa bien triste que yo me terminara sin haberme ventilado un poco, loco de tanta tristeza como se respira en esta casa; qué tristes sois las dos. Quiteria -decía al ama-, cuánto has trabajado, cómo te has estropeado».Y a mí me decía, «Antonia, ¿y a ti con quién te casaremos? ¿Quién te va a querer con ese carácter que tienes de ortiga, de cardo, de zarza?».Y le preocupaba lo que de él quedaría en esta vida. Esto último sacaba de si a Quiteria, la única que podía levantarle la voz sin que se lo tomara a mal. Le decía a veces Quiteria, «señor tonto, ¿ cómo que qué va a quedar de vuestra merced en este mundo? Lo que de todos, un montón de huesos, y trabaje para que queden por lo menos limpios». Tenía muy mal genio y no le gustaba que sobre ese particular nadie le llevara la contraria ni que tampoco le discutiera nada, y le decía a Quiteria, «¿Serás acémila? ¿Y qué sabes tú de estas ansias de no morir del todo?». Y entonces Quiteria le decía que condenaría el alma por esa soberbia, y que si tanto quería pasar a las lenguas de la gente, que lo industriara a través de los altares, haciéndose santo y dando mejor vida a quienes tanto le querían. Pero en el fondo mi tío era un hombre tranquilo y resolvía tantos sinsabores encogiéndose de hombros, y riendo. Nos tomaba el pelo y decía, cuando estaba de humor: "¡Mira que sois corderas! ¡Todo os lo habéis creído!». Y era entonces cuando pensábamos que una locura se le iba y otra se le venía. Pero luego, cuando se volvió loco del todo, ya no chanceaba y le costaba reírse, y ay del que se tomaba a chirigota esas ínfulas suyas de remediar el mundo y socorrer a los menesterosos. Se violentaba y arrollaba a quien se le pusiera delante. Pero se le iban esos accesos, y resultaba el hombre más bueno que un bernardo. Había gastado como quien dice toda la vida en pensar esas cosas, sin haber llegado a ninguna conclusión, pero no se desesperaba. «Ah -solía decir-, no es fácil saber lo que tenemos que hacer, lo que se pide de nosotros. Y con todo, yo haré lo que de mí esperan los siglos venideros.»

– Todo eso que me cuentas -le interrumpió el bachiller Sansón Carrasco-, podría certificarlo yo palabra por palabra. A veces hablaba de eso mismo con nosotros, sus amigos, con el barbero, con el cura, conmigo, y nos exponía sus tribulaciones, sus sueños, la venenosa melancolía que iba infiltrándosele en el corazón. A menudo nos dijo el último invierno, "aquí me ahogo, he de salir a conquistar el renombre de mi nombre, he de realizar grandes proezas, voy a descabezara todos los gigantes de esta tierra y a hacerla más habitable, y con la fuerza de mi brazo tornará a ella la armonía entre las partes, y ya muerto, viviré todavía en el recuerdo piadoso y agradecido de las gentes, que cuando vuelvan los hombres a desajustar sus leyes, aún, como nosotros de Licurgo o de Solón, se acordarán de mí. Mis huesos, donde estén enterrados, sentirán ese calor de la fama, y en ellos fraguará eterna primavera».Y nosotros, a sus espaldas, decíamos, «pobre hombre, ¿adonde creerá que podrá irse? Nació aquí, aquí vivirá y aquí se quedará hasta que se muera, y aquí lo enterraremos, y Dios quiera que sea mejor pronto que tarde, si tardando va a dejarle sembrar por el mundo los disparates de su estropeada cabeza». Y aquí está enterrado ya. Pena nos daba. Y lo cierto es que si al principio nadie le creyó capaz de lo que hizo, tampoco yo lo creí. Y cómo me arrepiento ahora de haberle prestado el libro donde se publicaron sus historias. Yo creo que fue eso lo que aún le espoleó más para quererse salir esa tercera vez, verse tratado en él como un loco. Y de eso le entraron ganas de salir de nuevo al mundo y demostrarnos a todos que los locos éramos nosotros, por no creer en las universales y resplandecientes leyes de la caballería. De no haberle prestado yo la historia del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, quizá le hubiera dado tiempo a sosegarse durante todo el invierno, pero verse en letras de molde y en estampa y querer pulirse como caballero y acometer gestas aún más asombrosas, fue todo uno. Pero bueno, todo esto es muy largo.

– ;Y qué modo tan desaforado es éste de copiarlo todo, bachiller? ¿Qué libro decís que queréis hacer ahora? ¡Vaya un cuento! ¡Otro libro sobre mi tío!

– Ahí está el busilis. Si, como yo creo, sale a la luz el nuevo libro con las aventuras de tu tío, como ya apareció el primero, no tendré mucho donde escoger. Y acaso me anime yo a contar la historia de lo que sucedió, muerto él, a todos nosotros, antes de que cubran nuestros despojos las leyes del olvido.

– Ay, Sansón, que por ahí empezó mi señor tío a desvariar.

¿Y qué tienen de malo las leyes del olvido? ¿O qué interés tienen las cosas que nos suceden a nosotros, después de muerto el tío. cuando tampoco las que le sucedieron a él tienen para mí el menor busilis, como vuesa merced dice, ni otra importancia que la que tienen esas hojas que ahora están en el árbol y dentro de un rato en el suelo? Mire vuesa merced que nosotros somos decentes.

– Unos más, otros menos, no parece que nadie se resigne a acabarse. Los hombres conciben sus hijos y los sueltan por el mundo, y ellos dan testimonio de su estirpe. Otros, como tu tío, a falta de hijos, dio sus obras, porque sólo existe lo que obra, y existir es obrar. Y mientras nosotros vivamos sin memoria, tendremos vida a medias. Moriremos, ¿y qué recordarán de lo que fuimos? Ahora empiezo a entender a tu do cabalmente. Asi, mientras no pasemos a estampa, tendremos sólo media vida. Y te digo más. Imagina por un momento que ni tú ni yo somos reales, que somos como uno de esos fantasmas que perseguía tu tío en los libros. Imagina que él o que nosotros no fuéramos de carne y hueso. De no haber salido tu tío en crónica, con haber sido real, lo sería mucho menos que todos aquellos merlines y palmerines que le volvieron loco, y pasados los siglos tan realidad tienen ya para nosotros Hornero, Eneas o los dioses paganos. Lo que fue y ya no es, no es más que lo que no es pero será algún día, y no seremos ese día si las leyes del olvido nos ponen bajo su jurisdicción.

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