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Don Quijote no siempre encontraba fuerzas para estos litigios de carácter con su sobrina, y solía responderle paciente y amorosamente, pero otras veces le daba la callada por respuesta, y se iba, lo cual aún encolerizaba mucho más a la joven, que cuando le veía retirarse sin pelea, le reprochaba de lejos: «Eso, hágase vuestra merced el loco, y déme disgustos, que duraré menos en esta vida que mis señores padres».

Así que a don Quijote se le fueron quitando las ganas de intervenir en los negocios caseros, y los dejó en manos de la sobrina, quien a su vez ignoraba las maniobras del escribano para endeudarlos, quedando todo lo demás, que no era poco, en manos de Quiteria, quien a su vez ignoraba todo lo que no fuesen las cosas prácticas y cotidianas.

Si don Quijote vendía un majuelo para pagarle a Tomás Álvarez Mediavilla, librero de Madrid, los libros que durante un año le había estado enviando, Antonia Quijano se las apañaba para que las cuatro yeguas que había en la casa se quedaran preñadas de un gran burro, y vendiendo los muletos se restañaban las heridas que continuamente sangraban su hacienda los belianises y demás figurones. Don Quijote ordenaba al señor De Mal que vendiese antes de tiempo la aceituna de sus majuelos, porque tenía falta de dinero, y Antonia Quijano convencía, por detrás, al misino señor De Mal para que le dijese a su tío que no había podido venderla, mientras esperaban ocasión más propicia para hacerlo, al tiempo que el señor De Mal obraba a espaldas de la sobrina, y le engañaba en los pesos y en los precios. Y aunque ponía la mejor voluntad y toda su perspicacia, Antonia se ocupó de que el molinero no les sisara trigo (pero lo sisaban los aparceros), de que sus aparceros rindieran cuentas puntuales (pero se conchababan ton el escribano), de que el pastor de sus ovejas no encubriera los partos y escamoteara los corderos (pero la engañaban hablándole del lobo, e iban a medías con el señor líe Mal, que veía aumentar de ese modo sus propios rebaños), todo lo cual le permitió a Antonia acuñar una frase que don Quijote había tenido que oír hasta la saciedad, con indecible tristeza. «Ay, tío, qué sola me deja vuestra merced. Ya me gustaría a mí estar tan loca como vos y que me importara todo un ardite y que la hacienda se la llevaran los demonios y quedar nosotros en la calle, como desamparados. No loco vos, sino loca es lo que yo querría ser».

Si don Quijote le respondía, como de hecho así le respondió no pocas veces, un «yo no estoy loco, sino triste», le replicaba ella, «más triste estoy yo de teneros en casa todo el día leyendo novelas, y no me quejo. Bien está que vuesa merced consuma su vida, pero ya le tengo dicho que no quiera consumir su hacienda y consumirnos a los de esta casa».

¡Su tío! Por primera vez le vio como un pobre ser desvalido, y de lo más hondo de sí misma le afloró sentimiento de delicado afecto. Pensando en estas cosas, se quedó adormilada en su escaño Antonia. Tres meses habían transcurrido ya desde la muerte de su tío, dos desde la desaparición de Quiteria, y los mismos desde la partida de Sansón. ¿Se acostumbraría a la una, se acostumbraría a las otras?

Y en ese punto, adormilada en su escaño, oyó violento estruendo y golpes alarmantes en la puerta de la calle.

– ¡Quiteria! -exclamó sobresaltada Antonia, que corrió escaleras abajo a abrirla.

No era Quiteria. De haberle dado crédito a un corazón que ya sólo hablaba la lengua de los presentimientos, Quiteria y nadie más hubiera tenido que ser. Se encontró en cambio, alumbrado por una linterna, al bachiller Sansón Carrasco que venía preguntando por el ama, y para saber cómo se encontraba la sobrina.

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