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XVIII. LA GUERRA SUCIA

El 8 de enero de 1990 se cerró la inscripción de aspirantes al Parlamento Nacional. Y al día siguiente comenzó una publicidad televisiva de nuestros candidatos al Senado y a Diputados que tuvo un efecto demoledor sobre todo lo que yo venía diciendo desde agosto de 1987.

En el Perú existe el voto preferencial. Además de elegir determinada lista para el Senado y para Diputados, el votante puede marcar su preferencia por dos candidatos en cada una de esas listas. Ingresan a la Cámara respectiva un número de senadores y diputados proporcional al porcentaje de la votación obtenida por la lista. El orden en el que ingresan lo determina el voto preferencial.

La razón de este sistema fue permitir a los electores rectificar la decisión de los partidos en el orden de preferencias en las listas. De este modo, se pensaba, se contrarrestarían las imposiciones de las cúpulas, dando al elector la posibilidad de purificar los procesos partidarios de selección de candidatos. En la práctica, sin embargo, el voto preferencial resultó un sistema perverso que traslada la contienda electoral al interior de las listas parlamentarias, pues cada candidato trata de ganar para sí la preferencia sobre sus compañeros.

Para amortiguar los malos efectos de esta práctica, elaboramos una cartilla con recomendaciones, detallando los temas neurálgicos del programa, que se repartió a nuestros candidatos, en el Movimiento Libertad. Allí, Lucho Bustamante, Jorge Salmón, Freddy Cooper y yo les pedimos que no prometieran nada que yo no prometía ni incurrieran en mentiras y contradicciones. Desde el cade, toda la campaña electoral era un cargamontón de apristas y socialistas contra nuestro programa y no debían dar ocasión a los adversarios de demoler lo que habíamos construido. Era importante, también, evitar el derroche. Jorge Salmón les dio una clase sobre los riesgos de una saturación de las pantallas con spots publicitarios.

Fue como si hubieran oído llover. Apenas un puñado -menos de diez, en todo caso- se dieron el trabajo de organizar su campaña ajustando lo que decían en su propaganda con nuestro programa de gobierno. No excluyo de ello a los candidatos del Movimiento Libertad, varios de los cuales compartieron la responsabilidad de los excesos.

Desde el 9 de enero, en que los diarios de Lima aparecieron a página entera con la cara de Alberto Borea Odría, candidato pepecista a una senaduría, hasta fines de marzo

– es decir hasta pocos días antes de la elección-, la campaña de nuestros candidatos por el voto preferencial fue creciendo de manera avasalladora y anárquica, hasta alcanzar unos extremos que causaban risa y repugnancia. «Si lo que hacen me asquea a mí de ese modo», le dije muchas veces a Patricia, «¿cuál puede ser la reacción del hombre común frente a semejante espectáculo?».

Todos lo canales de televisión privados vomitaban desde la mañana hasta la noche las caras de nuestros candidatos, en avisos donde el derroche se conjugaba a menudo con el mal gusto, y en los que muchos ofrecían todo lo imaginable y concebible, sin importarles que ello estuviera en flagrante contradicción con los principios más elementales de aquella filosofía liberal que, decía yo, era la nuestra. Unos prometían obras públicas y otros controlar los precios y crear nuevos servicios, pero la mayoría no hacía referencia a idea alguna y se limitaba a promocionar su cara y su número, de manera chillona y machacante. A un aspirante a senador lo ensalzaba un aria de zarzuela cantada por un barítono y un candidato a diputado, para mostrar su amor al pueblo, aparecía entre grandes traseros de mulatas que bailaban ritmos afros; otro, lloraba rodeado de ancianitos cuya suerte compadecía con voz trémula.

La propaganda de los candidatos del Frente fue copando los medios audiovisuales hasta dar, en febrero y comienzos de marzo, la impresión de que sólo ellos existían. Los de las otras listas habían desaparecido, o hacían tan esporádicas apariciones que parecían pigmeos compitiendo con gigantes, o, más precisamente, muertos de hambre enfrentados a millonarios.

Alan García salió a la televisión a explicar que había hecho un cálculo, según el cual varios candidatos a senadores o a diputados del Frente Democrático llevaban gastado ya en spots televisivos más dinero del que ganarían a lo largo de los cinco años de gestión, caso de ser elegidos. Estaban, pues, subsidiados por grupos oligárquicos, cuyos intereses irían a defender al Congreso Nacional en contra de los del pueblo peruano. ¿Cómo iban a retribuir esos parlamentarios a sus generosos mecenas?

Aunque el presidente García no parecía la persona más indicada para vocear semejantes escrúpulos, a mucha gente debió quedarle en la cabeza que aquel exceso de publicidad escondía algo turbio. Y a otros votantes, los del montón, los que no hacen análisis, los que siguen impulsos, simplemente debió desagradarles esa arrogante demostración de poder económico y apagarles el entusiasmo que habían sentido, en un principio, por lo que parecía una propuesta nueva y limpia. Muchos de aquellos candidatos no eran nuevos; más bien la crema y nata de la politiquería criolla, y de alguno, incluso, no se podía decir que era limpio, pues su paso por el gobierno anterior había dejado una estela reprobable.

Desde las primeras encuestas que hizo Sawyer amp; Miller resultó evidente el impacto negativo de esa desaforada publicidad en los electores de menores ingresos, aquellos a los que la propaganda oficial martillaba la consigna de que yo era el candidato de los ricos. ¿Qué mejor exhibición de riqueza que lo que ocurría en los televisores? Lo que pudo haberse ganado en el año y medio anterior con mi prédica a favor de una reforma liberal, se perdió en días y semanas ante aquel asalto de tandas, avisos, carteles, que monopolizaban pantallas, radios, paredes, periódicos y revistas. En medio de ese maremagno en el que se esgrimía el emblema del Frente Democrático -una escalera de perfil prehispánico-, para promover las tesis y fórmulas más contradictorias, mi mensaje perdió su semblante reformista. Y mi persona quedó confundida con la de los políticos profesionales y la de quienes actuaban como si lo fueran.

En febrero las encuestas registraron un descenso de las intenciones de voto a mi favor. De pocos puntos, pero que me alejaban del 50 por ciento necesario para ganar en primera vuelta. Freddy Cooper citó a los candidatos parlamentarios del Frente Democrático. Les explicó lo que ocurría y les propuso poner topes a los spots. Sólo un puñado asistió a la reunión. Y Freddy debió enfrentarse a una suerte de motín; candidatos del Partido Popular Cristiano y de Acción Popular le dijeron, sin eufemismos, que no aceptaban su pedido, pues favorecería a los candidatos del Movimiento Libertad, quienes habían iniciado sus campañas antes que los aliados.

Mientras esto ocurría yo estaba recorriendo el departamento de Lambayeque, en el Norte, de modo que sólo a mi vuelta a Lima fui informado del asunto. Me reuní con Belaunde y con Bedoya, a quienes aseguré que si no poníamos fin al derroche publicitario perderíamos las elecciones. Ambos me pidieron que el asunto se discutiera en el Consejo Ejecutivo del Frente, lo que significó una pérdida de varios días.

En la reunión del Consejo quedó patente la endeblez interna de la alianza. Las explicaciones del jefe de campaña, con encuestas a la mano, sobre el desastroso efecto de la publicidad por el voto preferencial, no conmovieron a los miembros, la casi totalidad de los cuales eran candidatos al Senado o a Diputados. En nombre del Partido Popular Cristiano, el senador Felipe Osterling explicó que muchos de los candidatos de su partido habían esperado hasta las últimas semanas para lanzar su propaganda y que ponerles ahora cortapisas sería injusto y discriminatorio y que, por lo demás, corríamos el riesgo de ser desobedecidos. Y, por Acción Popular, el senador Gastón Acurio esgrimió parecidas razones y esta otra, con la que coincidieron muchos de los presentes: reducir nuestra publicidad era dejar el campo libre a la lista de independientes encabezada por el banquero Francisco Pardo Mesones, la que, en efecto, hacía también mucha propaganda. La lista de Pardo Mesones se presentaba con la etiqueta de «Somos libres» y Acurio hizo reír al Consejo Ejecutivo refiriéndose a ella como «Somos ricos». ¿Íbamos a silenciar a nuestros candidatos y tenderles la cama parlamentaria a los banqueros de «Somos ricos»? Total, se adoptó un lírico acuerdo exhortando a los candidatos a moderar su propaganda.

Ese mismo domingo, en una entrevista en televisión con César Hildebrandt, dije que los excesos de nuestros candidatos daban una impresión de derroche ofensiva para los peruanos, además de promover la confusión respecto al programa, y los exhorté a enmendarlos. En tres ocasiones más volví a hacerlo, pero ni siquiera los candidatos del Movimiento Libertad me hicieron caso. Una de las excepciones fue, por cierto, Miguel Cruchaga, quien el mismo día de mi declaración cortó su publicidad. Y algunas semanas más tarde, en conferencia de prensa, Alberto Borea anunció que, acatando mis exhortaciones, ponía fin a su campaña. Pero faltaban ya muy pocos días para las elecciones y el daño era irreparable.

No todos nuestros candidatos se excedieron ni tenían los medios de hacerlo. Fueron algunos, pero éstos lo hicieron de modo tan desmedido que la mala impresión perjudicó a todo el Frente, y, en especial, a mí. Éste fue un factor de debilitamiento del apoyo de ese 20 por ciento de votantes que, en las últimas semanas de la campaña, según las encuestas, cambió sus intenciones de voto hacia el ingeniero Alberto Fujimori, quien, en enero y febrero, y aún en la primera quincena de marzo, seguía estancado en el 1 por ciento.

En medio de la tumultuosa agenda que trataba de cumplir cada día, lo ocurrido me hizo reflexionar, muchas veces, sobre lo que esto dejaba entrever para el futuro, ganadas las elecciones. Nuestra alianza estaba prendida con alfileres y la adhesión de nuestros dirigentes a las ideas, a la moral y a las propuestas que yo hacía, subordinada a meros intereses políticos. Nada me garantizaba el apoyo de la mayoría parlamentaria -si la alcanzábamos- a las reformas liberales. Eso sólo se lograría mediante una enorme presión de opinión pública. Por eso, todo mi esfuerzo se concentró, a partir de enero, en ganar a aquellos sectores de las provincias y regiones del interior donde aún no había estado o estuve muy de prisa.

En el recorrido por el departamento de Lambayeque entré por primera vez a las cooperativas agrícolas de Cayaltí y Pomalca, consideradas plazas fuertes del aprismo. Sin embargo, en ambas pude hablar sin problemas, explicando en qué consistiría la privatización de las tierras y la conversión en empresas privadas de los complejos agrarios volviendo accionistas a los cooperativistas. No sé si me hacía entender, pero tanto en Cayaltí como en Pomalca hubo cálidas sonrisas entre los campesinos y obreros que me escuchaban, cuando les dije que ellos tenían la fortuna de trabajar en unas tierras pródigas y que, sin control de precios, sin monopolios estatales, serían el sector social que primero recibiría los beneficios de la liberalización. Y, más aún que en los ingenios azucareros, en Ferreñafe, en Lambayeque, en Saña, en el gran mitin de Chiclayo, o en los pequeños pueblos ardientes del departamento, la campaña adoptó esos días un aire de fiesta bulliciosa, con las inevitables danzas y canciones norteñas que abrían y cerraban los mítines. La alegría y el entusiasmo de la gente eran el mejor antídoto contra la fatiga. Y, también, algo que nos hacía olvidar por momentos la cara siniestra de la campaña: la violencia.

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