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El 9 de enero, el ex ministro de Defensa, general de Ejército Enrique López Albújar, fue asesinado en las calles de Lima por un comando terrorista; nunca se aclaró por qué el general no llevaba escolta la mañana del atentado. Como las hermanas del general López Albújar eran militantes del Movimiento Libertad en Tacna, interrumpí mi gira por el Norte para volver a Lima y asistir a las exequias. Aquel asesinato fue el punto de partida de una escalada de los crímenes políticos, con los que Sendero Luminoso y el mrta trataron de frustrar el proceso electoral. Entre enero y febrero, más de seiscientas personas murieron por la violencia política y se registraron unos trescientos atentados.

También entre quienes actuaban en la legalidad la cercanía de las elecciones fue crispando las conductas. El apra, retornando a los métodos que hizo famosos en la historia peruana -la piedra, la pistola y el garrote-, empezó a atacar nuestros mítines, con grupos de búfalos que pretendían desbandarnos. A menudo, se producían refriegas que terminaban con heridos en el hospital. Nunca impidieron nuestras manifestaciones, pero en el curso de una gira por el interior del departamento de La Libertad hubo incidentes que estuvieron a punto de terminar en tragedia.

En ese departamento norteño, cuna y baluarte aprista, están las cooperativas más importantes de la costa, como Casagrande y Cartavio, que yo me empeñé en visitar. En Casagrande, aunque la contramanifestación de búfalos hacía un ruido infernal -estaban apostados en los techos y bocacalles de la plaza- el senador ex aprista Torres Vallejo y yo pudimos hablar desde la plataforma de una camioneta, e, incluso, hacer un recorrido a pie por el lugar, antes de retirarnos. Pero en Cartavio nos tenían preparada una emboscada. El mitin transcurrió sin incidentes. Apenas concluido, cuando la caravana se aprestaba a partir, fuimos atacados por una horda armada de piedras, armas blancas y algunos con pistolas que nos lanzó hasta llantas encendidas. Yo ya estaba en la camioneta supuestamente blindada, uno de cuyos cristales se desintegró con las pedradas, y, pese a los momentos de caos, atiné a coger la mano a uno de mis guardaespaldas cuando advertí que, asustado o encolerizado, se disponía a disparar a quemarropa contra los atacantes, a quienes encabezaban los dirigentes apristas de la zona Benito Dioces Briceño y Silverio Silva. Cuatro automóviles de nuestra caravana quedaron destrozados y quemados y uno de los heridos fue el periodista inglés Kevin Rafferty, que me seguía por tierras norteñas, y quien, me contaron, guardó la más imperturbable serenidad mientras la cara se le llenaba de sangre. Presencia de ánimo parecida tuvieron mi cuñado, Luis Llosa, que se quedaba siempre al final para verificar que los equipos de televisión y de sonido estuvieran guardados, y Manolo Moreyra, el líder del sode, quien, en una de sus habituales distracciones, se quedó inspeccionando el lugar cuando la manifestación ya se había dispersado. El ataque no les dio tiempo a alcanzar los coches. Entonces, se mezclaron con los atacantes, los que por fortuna no los reconocieron, librándose así ambos de una buena paliza. El episodio provocó muchas protestas y el presidente García empeoró las cosas diciendo por televisión que no había que hacer tanto alboroto «por unas piedrecitas que le cayeron a Vargas Llosa».

En realidad, las piedras eran un aspecto secundario de la guerra sucia preparada por García y sus secuaces contra mí, para esta última etapa. Lo sustancial serían las operaciones de descrédito, a las que, a partir de enero, pareció dedicarse el gobierno entero, bajo la batuta del ministro de Economía. Ellas irían proliferando en número e intensidad hasta las elecciones. Sería infinito enumerarlas todas, pero vale la pena dar cuenta de las más llamativas, pues muestran los abismos de basura y, a veces, de involuntario humor, a los que sus patrocinadores redujeron el proceso electoral.

El 28 de enero de 1991 el ministro de Economía, César Vásquez Bazán -el más incompetente de las nulidades que Alan García puso en esa cartera durante su gobierno- salió a la televisión, en el programa Panorama del Canal 5, a desafiarme a que mostrara mis declaraciones juradas desde 1984 para demostrar que había pagado los impuestos. Y, al día siguiente, un senador de Izquierda Unida, Javier Díez Canseco, mostró en la televisión aquellas declaraciones, asegurando que los datos que allí figuraban eran dudosos, «salvo sus ingresos por derechos de autor». Afirmó que yo había subvalorado mi casa de Barranco para eludir el pago de impuestos.

Comenzó así una campaña que se iría amplificando día por día y en la que colaboraban los supuestos adversarios -el gobierno aprista y la extrema izquierda representada por el pum (Partido Unificado Mariateguista) para mostrar al país que yo había evadido durante los últimos cinco años mis obligaciones con el fisco. Recuerdo la invencible sensación de asco que me embargó las pocas veces que alcancé a ver a Vásquez Bazán (hoy día prófugo de la justicia peruana), en las pantallas de la televisión, formulando la patraña. Aunque lo era de pies a cabeza, la masiva y sincronizada propaganda que la acompañó a lo largo de varios meses, y la utilización de los organismos estatales para adulterar la verdad fueron tales que llegaron a darle a la mentira una suerte de protagonismo en el tramo final de las elecciones.

Es muy difícil, para no decir imposible, que un escritor evada el pago de impuestos por los derechos que recibe. Éstos se le descuentan, en el país donde sus libros se publican, por el propio editor. Vivir de sus derechos de autor para un peruano es infrecuente y por eso mi caso yo lo había consultado, desde muchos años antes de la campaña electoral, con uno de los abogados tributaristas más destacados del país, un íntimo amigo: Roberto Dañino. Él -o, mejor dicho, su estudio- se ocupaba desde hacía tiempo de mis declaraciones juradas. Y, sabiendo muy bien que, al entrar en política, todo en mi vida sería espulgado en busca de puntos vulnerables, había sido particularmente escrupuloso en la declaración de mis ingresos ante las autoridades fiscales.

Mis libros no se publicaban en el Perú y mis impuestos se pagaban, por tanto, en los países donde aquéllos se editaban y traducían. Las leyes peruanas admiten que se deduzcan de los impuestos pagaderos en el Perú por el contribuyente, las sumas pagadas por éste al fisco por sus ingresos en el extranjero. Pero, en vez de hacer este trámite, yo me acogía en el Perú -donde no tenía ingresos- a una ley de exoneración de las obras consideradas de valor artístico presentada al Congreso por el apra, en 1965, [50] y aprobada por un Parlamento cuya mayoría era la alianza apro-odriísta. (Recordaré, entre paréntesis, que mi programa de gobierno contemplaba la eliminación de todas las exoneraciones tributarias, empezando por ésta.) Para que mis libros fueran incluidos dentro de aquella categoría había que seguir, con cada uno de ellos, un trámite ante el Instituto Nacional de Cultura y el ministerio de Educación, el que, finalmente, dictaba la resolución respectiva. El gobierno de Alan García lo había hecho con mis tres últimas obras. ¿Dónde estaba, pues, la evasión tributaria?

Rodeado de periodistas y camarógrafos, un abogado aprista, Luis Alberto Salgado, acudió a la Superintendencia Nacional de Contribuciones a pedir que se me abriera un proceso de fiscalización para determinar el monto de mis embaucos al Estado peruano. Obedientes, las autoridades fiscales no me abrieron uno, sino varias decenas. Así mantenían agitado el cotarro. Cada una de las acotaciones de la Superintendencia, que se suponen reservadas, llegaban a la prensa aprista e izquierdista antes que a mí y se publicitaban de manera escandalosa, para dar la impresión de que ya había sido encontrado culpable y que mi casa de Barranco sería muy pronto embargada.

Cada acotación -repito que fueron varias decenas- exigía un trabajo inmenso de las secretarias, para encontrar la justificación documentada y el precio de los pasajes de aquel viaje que hice a aquella universidad, a dar aquella conferencia, y cartas y télex a dichas universidades para que confirmaran que habían sido pagados los mil o mil quinientos dólares consignados en mi declaración de aquel año. El estudio de abogados al que pertenece Roberto Dañino no acababa de completar el expediente que satisfacía una acotación cuando recibía otra, o varias a la vez, con las exigencias y averiguaciones más extravagantes sobre mis viajes, conferencias, artículos de los últimos cinco años, para verificar que no había ocultado un solo ingreso. Todas fueron respondidas y absueltas, sin que pudiera probarse una sola irregularidad de mi parte.

¿Cuánto trabajo significó para Roberto Dañino y los colegas de su estudio hacer frente a esa inundación de investigaciones fiscales ordenadas por el presidente García como parte de la guerra sucia electoral? Si me hubieran cobrado honorarios, probablemente no hubiera podido pagárselos, pues otra de las consecuencias de esos tres años de inmersión en la política activa, fue que mis ingresos casi se extinguieron y tuve que vivir de los ahorros. Pero Bobby y sus colegas no aceptaron ser retribuidos por el esfuerzo que debieron hacer para mostrar que yo no había vulnerado esa legalidad que el gobierno aprista utilizaba con semejante desvergüenza.

Un día, Óscar Balbi me trajo la grabación de una conversación telefónica entre el director de Página Libre, Guillermo Thorndike y el director de Contribuciones, en que ambos discutían los pasos siguientes a darse en la campaña sobre mis declaraciones de impuestos. Porque cada iniciativa de aquella repartición estaba planificada de acuerdo a una estrategia publicitaria de la prensa amarilla. Con enormes titulares se anunciaba la partida a Europa de investigadores fiscales, pues las autoridades habían sido informadas de que yo era el principal accionista de la Editorial Seix Barral, el dueño de la Agencia Literaria Carmen Balcells, y de propiedades inmuebles en la ciudad de Barcelona y en la Costa Azul. Y una mañana, en que pasaba de una a otra reunión, en diferentes cuartos de la casa, vi a mi madre y a mi suegra, inclinadas sobre la radio, escuchando a un locutor de Radio Nacional anunciando que los emisarios del Poder Judicial ya avanzaban hacia Barranco a ejecutar el embargo de mi casa y de todo lo que había en ella, en cautela de los intereses nacionales defraudados.

Diligentes colaboradores del gobierno en esta campaña eran los líderes de la extrema izquierda, sobre todo el senador Díez Canseco, quien esgrimía en la pequeña pantalla mis declaraciones juradas, que le daba el apra, como pruebas acusatorias. Y un día oí, en una radio, a Ricardo Letts, también del pum, llamarme «pillo». Letts, a quien conozco hace muchos años, y con quien mantuve una buena amistad en todo ese tiempo a pesar de las desavenencias ideológicas, no me había parecido hasta entonces capaz de calumniar a un amigo creyendo sacar con ello beneficios políticos. Pero a estas alturas de la campaña ya sabía yo que, en el Perú, son pocos los políticos a los que la política, esa Circe, no vuelve cerdos.

[50] Ley 15792, de 14 de diciembre de 1965.


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