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XV. LA TÍA JULIA

A fines de mayo de 1955 llegó a Lima, para pasar unas semanas de vacaciones en casa del tío Lucho, Julia, una hermana menor de la tía Olga. Se había divorciado no hacía mucho de su marido boliviano, con quien había vivido algunos años en una hacienda del altiplano, y, luego de su separación, en La Paz, con una amiga cruceña.

Yo había conocido a Julia, en mi infancia cochabambina. Era amiga de mi mamá y venía con frecuencia a la casa de Ladislao Cabrera; una vez, me había prestado una romántica novela en dos tomos -El árabe y El hijo del árabe, de F. M. Hull- que me encantó. Recordaba la figura alta y agraciada de esa amiga a la que mi madre y mis tíos llamaban «la rotita» (porque, aunque boliviana de residencia, había nacido en Chile como la tía Olga) bailando muy animada en la fiesta de matrimonio del tío Jorge y la tía Gaby, baile que yo y mis primas Nancy y Gladys espiamos desde una escalera hasta altas horas de la noche.

El tío Lucho y la tía Olga vivían en un departamento de la avenida Armendáriz, en Miraflores, ya muy cerca de la Quebrada, y desde las ventanas de la sala, en el segundo piso, se divisaba el seminario de los jesuitas. Iba yo allí a almorzar o a comer muy a menudo y recuerdo haber caído por su casa, un mediodía, a la salida de la universidad, cuando Julia acababa de llegar y estaba aún desempacando. Reconocí su voz ronca y su risa fuerte, su esbelta silueta de largas piernas. Hizo algunas bromas al saludarme -«¡Cómo! ¿Tú eres el hijito de Dorita, ese chiquito llorón de Cochabamba?»-, me preguntó qué hacía y se sorprendió cuando el tío Lucho le contó que además de estudiante de Letras y Derecho, escribía en los periódicos y hasta había ganado un premio literario. «¿Pero qué edad tienes ya?» «Diecinueve años.» Ella tenía treinta y dos pero no los aparentaba pues se la veía joven y guapa. Al despedirnos, me dijo que si mis «pololas» (enamoradas) me dejaban libre, la acompañara al cine alguna noche. Y que, por supuesto, ella pagaría las entradas.

La verdad es que no tenía enamorada desde hacía buen tiempo. Salvo el platónico enamoramiento con Lea, en los últimos años mi vida había estado consagrada a escribir, leer, estudiar y hacer política. Y mi relación con las mujeres había sido amistosa o militante, no sentimental. No había vuelto a pisar un burdel, desde Piura, ni tenido aventura alguna. Y no creo que esa austeridad me pesara demasiado.

Estoy segurísimo, eso sí, por un episodio posterior, de que en ese primer encuentro no me enamoré de Julia ni pensé mucho en ella luego de despedirnos, ni, probablemente, después de las dos o tres veces siguientes que la vi, siempre en casa de los tíos Lucho y Olga. Una noche, luego de varias horas de una de esas reuniones conspiratorias que teníamos con frecuencia en casa de Luis Jaime Cisneros, al regresar a la quinta de la calle Porta, me encontré una nota del abuelo sobre mi cama: «Dice tu tío Lucho que eres un salvaje, que quedaste en ir al cine con Julita y no apareciste.» En efecto, lo había olvidado por completo.

Corrí al día siguiente a una florería de la avenida Larco y le mandé a Julia un ramo de rosas rojas con una tarjeta que decía: «Rendidas excusas.» Cuando fui a disculparme esa tarde, luego del trabajo donde el doctor Porras, Julia no me guardaba rencor y me hizo muchas bromas por haberle mandado rosas rojas.

Ese mismo día, o muy pronto, empezamos a ir al cine juntos, a la función de noche. íbamos casi siempre a pie, a menudo al cine Barranco, cruzando la Quebrada de Armendáriz y el pequeño zoológico que existía entonces alrededor de la laguna. O al Leuro, de Benavides, y a veces hasta el Colina, lo que significaba una caminata de cerca de una hora. Todas las veces teníamos discusiones porque yo no la dejaba pagar las entradas. Veíamos melodramas mexicanos, comedias americanas, de vaqueros y de gánsters. Conversábamos de muchas cosas y yo comencé a contarle que quería ser escritor y que, apenas pudiera, me iría a vivir a París. Ella ya no me trataba como a un chiquitín pero no se le pasaba por la cabeza, sin duda, que pudiera llegar a ser alguna vez algo más que su acompañante al cine las noches que tenía libres.

Porque, a poco de llegar, alrededor de Julia comenzaron a zumbar los moscones. Entre ellos, el tío Jorge. Se había separado de la tía Gaby, quien se marchó a Bolivia con sus dos hijos. El divorcio, que a mí me apenó mucho, fue la culminación de un período de disipación y escándalos de faldas del menor de mis tíos. Había ido prosperando mucho desde que, al regresar al Perú, comenzó como modesto empleado de la casa Wiese. Cuando estaba de gerente de una compañía constructora, un día desapareció. Y a la mañana siguiente, en la página de sociales de El Comercio, salió su nombre entre los viajeros en primera clase del Reina del Mar que iban a Europa. Junto al suyo figuraba el nombre de una dama española con la que tenía amores públicos.

Fue un gran escándalo en la familia y motivo de llanto para la abuelita Carmen. La tía Gaby partió a Bolivia y el tío Jorge permaneció algunos meses en Europa, viviendo como un rey y gastándose lo que no tenía. Al final quedó varado, en Madrid, sin dinero para el retorno. El tío Lucho tuvo que hacer milagros para regresarlo al Perú. Volvió sin trabajo, sin dinero y sin familia, pero con unos ímpetus y una habilidad que, sumados a su simpatía, le permitieron levantarse otra vez. En ésas estaba cuando llegó Julia a Lima. Él era uno de los pretendientes que la invitaban a salir. Pero la tía Olga que, en cuestiones de moral y buenas costumbres, era inflexible, vetó al tío Jorge de entrada, por casquivano y jaranista, y sometió a su hermana a un régimen de vigilancia que a Julia la hacía reírse a carcajadas. «He vuelto a tener chaperona y a pedir permiso para salir», me decía. Y, también, que la tía Olga respiraba tranquila cuando, en vez de aceptar las invitaciones de los moscardones, se iba al cine con Marito.

Como yo estaba siempre cayendo por su casa, y el tío Lucho y la tía Olga salían con frecuencia, me llevaban con ellos y las circunstancias me convertían en la pareja de Julita. El tío Lucho era aficionado a las carreras de caballos y fuimos algunas veces al hipódromo y el cumpleaños de la tía Olga, el 16 de junio, lo celebramos los cuatro, en el Grill del Bolívar, donde se podía cenar y bailar. En una de esas piezas que bailábamos, yo besé a Julia en la mejilla, y cuando ella apartó la cara para mirarme, la volví a besar, esta vez en los labios. No me dijo nada pero puso una expresión de estupor, como si hubiera visto a un aparecido. Más tarde, volviendo a Miraflores en el auto del tío Lucho, le cogí la mano en la oscuridad y no me la apartó.

Fui a verla al día siguiente -habíamos quedado en ir al cine- y la casualidad hizo que no hubiera nadie más en casa. Me recibió entre risueña e intrigada, mirándome como si yo no fuera yo y no hubiera podido ocurrir que la besara. En la sala, me hizo una broma: «Ya no me atrevo a ofrecerte una Coca-Cola. ¿Quieres un whisky?»

Le dije que estaba enamorado de ella y que le permitía todo, salvo que me tratara una sola vez más como a un niñito. Ella me dijo que había hecho muchas locuras en la vida, pero que ésta no la iba a hacer. ¡Y nada menos que con el sobrino de Lucho, con el hijo de Dorita! No era una corruptora de menores, pues. Entonces, nos besamos y fuimos a la función de noche del cine Barranco, a la última fila de la platea, donde seguimos besándonos de principio a fin de la película.

Comenzó un emocionante período de citas clandestinas, a distintas horas del día, en cafecitos del centro o en cines de barrio, donde hablábamos en susurros o permanecíamos largo rato en silencio, con las manos enlazadas y la permanente ansiedad de que apareciera de pronto alguien de la familia. La clandestinidad y el tener que fingir delante del tío Lucho y la tía Olga o los demás parientes daban a nuestro amor un condimento de riesgo y de aventura que a un incorregible sentimental como a mí se lo hacía más intenso.

A la primera persona que confié lo que ocurría fue al inseparable Javier. Había sido siempre mi confidente en asuntos amorosos y yo el suyo. Vivía permanentemente enamorado de mi prima Nancy, a la que abrumaba con invitaciones y regalos, y ella, tan bella como coqueta, jugaba con él como el gato con el ratón. Amigo hasta la muerte, Javier se ingenió para facilitar mis amores con Julia, organizando salidas al cine y al teatro, en las que, además, nos acompañaba siempre Nancy. Una de esas noches fuimos al Segura, a ver El avaro de Moliere, puesto por Lucho Córdoba, y Javier, que no podía con su genio rumboso, tomó un palco, de modo que nadie que estuviera en el teatro pudo dejar de vernos.

¿Sospechaba algo la familia? Todavía no. Las sospechas surgieron en un paseo de fin de semana, a fines de junio, a la hacienda de Paramonga, a visitar al tío Pedro. Había allí una fiesta, por alguna razón, y fuimos en caravana, los tíos Lucho y Olga, el tío Jorge, no estoy muy seguro si también los tíos Juan y Laura, y Julia y yo. El tío Pedro y la tía Rosi nos acomodaron como pudieron, en su casa y en la casa de huéspedes de la hacienda y pasamos unos días muy bonitos, con paseos por los cañaverales, conociendo los trapiches e instalaciones, y, la noche del sábado, en la fiesta, que se prolongó hasta el desayuno. Allí, Julia y yo debimos descuidar la prudencia y cambiar miradas, cuchicheos o bailar de una manera que despertó recelos. El tío Jorge irrumpió de pronto en una pequeña sala donde Julia y yo nos habíamos sentado a conversar y al vernos allí levantó su copa y exclamó: «¡Vivan los novios!» Los tres nos reímos pero una corriente eléctrica atravesó el lugar, yo me sentí incómodo y me pareció que el tío Jorge se había puesto también incomodísimo. Desde entonces tuve la certeza de que algo iba a pasar.

En Lima, seguimos viéndonos a escondidas durante el día, en nerviosos cafecitos del centro, y yendo al cine por las noches. Pero Julia sospechaba que su hermana y su cuñado algo se olían, por la manera como la miraban, sobre todo cuando yo iba a buscarla para el cine. ¿O era todo eso paranoia nuestra, producto de la mala conciencia?

No, no lo era. Lo descubrí de manera casual, una noche en que se me ocurrió, de pronto, pasar por casa de los tíos Juan y Lala, en Diego Ferré. Desde la calle, vi la sala iluminada y, por los visillos, a la familia entera reunida. Todos los tíos y tías, menos mi mamá. Inmediatamente supuse que Julia y yo éramos la razón del conciliábulo. Entré en la casa y, al presentarme en la sala, cambiaron apresuradamente de conversación. Más tarde, la prima Nancy, muy asustada, me confirmó que sus papas se la habían comido a preguntas para que les dijera si «Marito y Julita se estaban enamorando». Los espantaba que «el flaco» pudiera tener amores con una mujer divorciada y doce años mayor, y habían reunido a la tribu a ver qué hacían.

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