Algún día de septiembre u octubre de 1957, Luis Loayza me trajo la increíble nueva: un concurso de cuentos, organizado por una revista francesa, cuyo premio era un viaje de quince días a París.
La Revue Frangaise, publicación de mucho lujo, dedicada al arte y dirigida por Monsieur Prouverelle, consagraba números monográficos a ciertos países del mundo. El certamen de cuentos, con ese codiciado premio, formaba parte de aquellas monografías. Semejante oportunidad me catapultó a mi máquina de escribir, como a toda la literatura peruana viviente, y así nació «El desafío», relato sobre un viejo que ve morir a su hijo en un duelo a cuchillo, en el cauce seco del río Piura, que figura en mi primer libro Los jefes (1958). Envié el cuento al concurso, que debía fallar un jurado presidido por Jorge Basadre y en el que había críticos y escritores -Sebastián Salazar Bondy, Luis Jaime Cisneros, André Coyné y el propio director de La Revue Frangaise, entre ellos- y procuré pensar en otra cosa, para que la decepción no fuera tan grande si otro resultaba ganador. Algunas semanas después, una tarde en la que empezaba a preparar el boletín de las seis, Luis Loayza se apareció en la puerta de mi altillo de Radio Panamericana, eufórico: «¡Te vas a Francia!» Estaba tan contento como si él hubiera ganado el premio.
Dudo que, antes o después, me haya exaltado tanto alguna noticia como aquélla. Iba a poner los pies en la ciudad soñada, en el país mítico donde habían nacido los escritores que más admiraba. «Voy a conocer a Sartre, voy a darle la mano a Sartre», le repetía esa noche a Julia y a los tíos Lucho y Olga, con quienes fuimos a celebrar el acontecimiento. Debo haber pasado la noche en vela, sobreexcitado, brincando en la cama de felicidad.
El fallo oficial del premio se dio en la Alianza Francesa y allí estuvo también mi querida maestra de francés, Madame del Solar, muy satisfecha de que su ex alumno hubiera ganado el concurso de La Revue Frangaise. Conocí a Monsieur Prouverelle, con quien acordamos que viajaría luego de los exámenes de la universidad y de las fiestas del fin de año. Esos últimos de 1957, fueron unos días agitados, en que me hacían reportajes en los periódicos y me buscaban los amigos para felicitarme. El doctor Porras organizó un chocolate para festejar el premio.
Fui a agradecer uno por uno a los jurados, y así conocí a Jorge Basadre, la última gran figura intelectual no provinciana que haya producido el Perú. Nunca había hablado con él antes. Era menos anecdótico y chispeante que Porras Barrenechea, pero mucho más interesado por las ideas, las doctrinas y la filosofía que éste, con unas visiones de conjunto sobre los problemas históricos y una vasta cultura literaria. El orden y la discreta elegancia de su casa parecían reflejar la organizada inteligencia del historiador, su claridad mental. Carecía de vanidad y no hacía el menor esfuerzo por deslumbrar; era parco y cortés, pero muy sólido. Pasé dos horas con él, escuchándolo hablar de las grandes novelas que lo habían conmovido, y la manera en que se refirió a La montaña mágica, de Thomas Mann, fue tal, que saliendo de su casa de San Isidro corrí a una librería a comprarla. Sebastián Salazar Bondy, que había estado unos meses en Francia hacía poco, me decía, envidioso: «Te pasa lo mejor que le puede pasar a nadie en el mundo: ¡Irse a París!» Me preparó una lista de cosas imprescindibles para hacer y ver en la capital de Francia.
André Coyné tradujo «El desafío» al francés, pero fue Georgette Vallejo la que revisó y pulió la traducción, trabajando conmigo. Yo conocía a la viuda de César Vallejo porque iba con frecuencia a visitar a Porras, pero sólo en esos días, ayudándola en la traducción, en su departamento de la calle Dos de Mayo, nos hicimos amigos. Podía ser una persona fascinante, cuando contaba anécdotas de escritores famosos que había conocido, aunque ellas estaban siempre lastradas de una pasión recóndita. Todos los estudiosos vallejianos solían convertirse en sus enemigos mortales. Los detestaba, como si por acercarse a Vallejo le quitaran algo. Era menuda y filiforme como un faquir y de carácter temible. En una célebre conferencia en San Marcos, en la que el delicado poeta Gerardo Diego contó bromeando que Vallejo se había muerto debiéndole unas pesetas, la sombra de la ilustre viuda se irguió en el auditorio y volaron monedas sobre el público, en dirección al conferencista, a la vez que atronaba el aire la exclamación: «¡Vallejo siempre pagaba sus deudas, miserable!» Neruda, que la detestaba como ella a él, juraba que Vallejo tenía tanto miedo a Georgette que se escapaba por los techos o las ventanas de su departamento de París para estar a solas con sus amigos. Georgette vivía entonces muy pobremente, dando clases privadas de francés, y cultivaba sus neurosis sin el menor embarazo. Ponía cucharaditas de azúcar a las hormigas de su casa, no se quitaba jamás el turbante negro con que siempre la vi, se compadecía con acentos dramáticos de los patos que decapitaban en un restaurante chino vecino a su edificio y se peleaba a muerte -con durísimas cartas públicas- con todos los editores que habían publicado o pretendían publicar la poesía de Vallejo. Vivía con una frugalidad extrema y recuerdo que, una vez, a Julia y a mí, que la invitamos a almorzar a La Pizzería de la Diagonal, nos riñó, con lágrimas en los ojos, por haber dejado comida en el plato habiendo tantos hambrientos en el mundo. Al mismo tiempo que intemperante, era generosa: se desvivía por ayudar a los poetas comunistas con problemas económicos o políticos a los que, a veces, en tiempos de persecución, ocultaba en su casa. La amistad con ella era dificilísima, como atravesar un campo de brasas ardientes, pues la cosa más nimia e inesperada podía ofenderla y desencadenar sus iras. Pese a ello, se hizo muy amiga nuestra y solíamos buscarla, llevarla a la casa y sacarla algunos sábados. Luego, cuando me fui a vivir a Europa, me hacía encargos -que le cobrara algunos derechos, que le enviara algunas medicinas homeopáticas de una farmacia del Carrefour de l'Odéon, de la que era cliente desde joven- hasta que, por uno de estos mandados, tuvimos también un pleito epistolar. Y, aunque nos reconciliamos después, ya no volvimos a vernos mucho. La última vez que hablé con ella, en la librería Mejía Baca, poco antes de que se iniciara esa terrible etapa final de su vida, que la tendría años hecha un vegetal en una clínica, le pregunté cómo le iba: «¿Cómo le puede ir a una en este país donde la gente es cada día más mala, más fea y más bruta?», me contestó, refregando las erres con delectación.
En Radio Panamericana me dieron un mes de vacaciones y el tío Lucho me consiguió un préstamo de mil dólares de su banco, para quedarme en París por mi cuenta dos semanas más. El tío Jorge desenterró un viejo abrigo gris que conservaba desde joven y al que las polillas de Lima no habían estropeado demasiado, y una mañana de enero de 1958 emprendí la gran aventura. Además de Julia, fueron a despedirme al aeropuerto el tío Lucho, Abelardo y Pupi y Luis Loayza. Con muchas ínfulas, llevaba en mi maleta varias copias del flamante primer número de Literatura para dar a conocer nuestra revista a los escritores franceses.
He hecho muchos viajes en la vida y casi todos los he olvidado, pero recuerdo aquel vuelo de Avianca de dos días, con lujo de detalles, así como el pensamiento mágico que no se apartaba de mí: «Voy a conocer París.» Había en el avión un estudiante peruano de medicina, que regresaba a Madrid, y dos chicas colombianas, que subieron en la escala de Barranquilla, con las que ambos nos tomamos fotos en las Azores. (Un año después, el peruano Lucho Garrido Lecca, en una tasca de Madrid, le mostraría aquella foto a Julia, provocando una monumental escena de celos.) El avión se iba quedando horas en cada escala -Bogotá, Barranquilla, las Azores, Lisboa- y, por fin, llegó a Orly, entonces un aeropuerto más pequeño y modesto que el de Lima, al amanecer de un lluvioso día de invierno. Ahí estaba Monsieur Prouverelle, bostezando.
Cuando su Dauphine enfiló por los Champs Élysées, rumbo al Arco de Triunfo, aquello me pareció un milagro. Despuntaba un alba fría y no había vehículos ni peatones en la gran avenida, pero qué imponente parecía todo, qué armoniosas las fachadas, las vitrinas, qué majestuoso y magnífico el Arco. Monsieur Prouverelle dio una vuelta a la Étoile para que yo pudiera disfrutar de la perspectiva, antes de llevarme al hotel Napoleón, en la avenue de Friedland, donde pasaría los quince días de mi premio.
Era un hotel de lujo y Lucho Loayza diría después que yo describía mi ingreso al Napoleón como los «salvajes» que llevó Colón a España, su ingreso en la corte de Castilla y Aragón.
Ese mes en París hice una vida que no tendría nada que ver con la que llevaría los casi siete años que pasé luego en Francia, en los que estuve casi siempre confinado en el mundo de la rive gauche. En estas cuatro semanas de principio de 1958, en cambio, fui un ciudadano del seizième, y, por las apariencias, cualquiera me hubiera tomado por un petimetre sudamericano venido a París a echar una cana al aire. En el hotel Napoleón me dieron un cuarto con balconcito a la calle desde el que divisaba el Arco de Triunfo. Frente a mi cuarto se alojaba alguien que también había ganado un premio, parte del cual consistía en esa estancia napoleónica: Miss France 1958. Se llamaba Annie Simplon y era una muchacha de cabellos dorados y cintura de avispa, a la que el gerente del hotel, Monsieur Makovsky, me presentó y con la que me invitó a cenar y a bailar una noche en una boîte de moda, L'Éléphant Blanc. La gentil Annie Simplon me hizo dar una vuelta por París en el Dauphine que había ganado con su reinado y aún me martirizan los oídos las carcajadas que le provocaba, la tarde del paseo, el francés que yo creía haber aprendido no sólo a leer, también a hablar.
El hotel Napoleón tenía un restaurante, Chez Pescadou, cuya elegancia me intimidaba de tal modo que lo atravesaba en puntas de pie. Mi francés no me permitía descifrar todas las exquisitas denominaciones de los platos, y, turbado por la presencia de ese maître que parecía un chambelán real en traje de ceremonia, de pie allí a mi lado, yo escogía el menú al azar, señalando con el dedo. Así me di un día, en el almuerzo, con la sorpresa de que me traían una red. Había pedido una trucha y tenía que ir a sacarla yo mismo, de una poza, en una esquina del restaurante. «Éste es el mundo de Proust», pensaba, alelado, aunque no había leído aún ni una línea de À la recherche du temps perdu.