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VIII. EL MOVIMIENTO LIBERTAD

El Movimiento Libertad se fraguó en el estudio de un pintor. Quienes habíamos organizado los Encuentros por la Libertad nos reunimos a fines de septiembre de 1987, convocados por Freddy Cooper, donde Fernando de Szyszlo. Entre cuadros a medio bosquejar y máscaras y mantos de plumas prehispánicos, cambiamos ideas sobre el futuro. El éxito de la lucha contra el intento de Alan García de nacionalizar los bancos nos había llenado de entusiasmo y de esperanza. El Perú estaba, pues, cambiando. ¿Debíamos volver a nuestras ocupaciones, diciéndonos tarea cumplida, o valía la pena dar permanencia a esa naciente organización, con miras a las elecciones?

La docena de amigos allí reunidos convinimos en continuar la actividad política. Crearíamos algo más amplio y flexible que un partido: un movimiento que reuniera a los independientes movilizados contra la estatización y echara raíces en sectores populares, sobre todo entre los comerciantes y empresarios informales. Ellos eran un ejemplo de que, pese al triunfo de la ideología estatista en las élites del país, había en el pueblo peruano un instinto emprendedor. Al mismo tiempo que intentaba organizar a esos sectores, el Movimiento Libertad elaboraría un programa radical y modernizaría la cultura política del Perú, enfrentando al colectivismo socialista y al mercantilismo una propuesta liberal.

De las metas que nos fijamos en aquella conversación de muchas horas bajo el maleficio de los cuadros de Szyszlo, la que logramos a cabalidad fue el programa. El plan de gobierno que preparó el equipo presidido por Luis Bustamante Belaunde fue lo que concebimos esa mañana: un programa realista para acabar con los privilegios, el rentismo, el proteccionismo, los monopolios, el estatismo, abrir el Perú al mundo y crear una sociedad en la que todos tendrían acceso al mercado y vivirían protegidos por la ley. Este plan, lleno de ideas, animado por la decisión de aprovechar todas las oportunidades de nuestro tiempo para que los peruanos pobres y pobrísimos pudieran alcanzar una vida decente, es una de las cosas que me enorgullece de esos tres años. La manera como trabajaron Lucho Bustamante, Raúl Salazar (quien, aunque pertenecía al sode y no a Libertad, fue jefe del equipo económico del Frente) y las decenas de hombres y mujeres que dedicaron muchos días, con ellos, a esbozar un país nuevo, resultó para mí un formidable estímulo. Cada vez que asistía a las reuniones del gabinete de Plan de Gobierno, o de las comisiones especializadas, aun las más técnicas -como las de la reforma minera, aduanera, portuaria, administrativa o judicial-, la política dejaba de ser esa actividad frenética, inane y a menudo sórdida, que ocupaba la mayor parte de mi tiempo, y se volvía quehacer intelectual, trabajo técnico, cotejo de ideas, imaginación, idealismo, generosidad.

De todos los grupos sociales que intentamos atraer a Libertad, con el que más éxito tuvimos fue aquel del que salieron esos ingenieros, arquitectos, abogados, médicos, empresarios, economistas, que integraron las comisiones de Plan de Gobierno. En su gran mayoría, no habían hecho antes política y no tenían intención de hacerla en el futuro. Amaban su profesión y sólo querían poder ejercerla con éxito, en un Perú distinto del que veían deshacerse. Reticentes al principio, llegamos a convencerlos de que sólo con su concurso podíamos hacer de la política peruana algo más limpio y eficaz.

Entre aquella reunión en el estudio de Szyszlo y el 15 de marzo de 1988 en que inauguramos el local del Movimiento Libertad, en Magdalena del Mar, mediaron cinco meses de afanes para captar adhesiones. Trabajamos mucho, pero a tientas. En el grupo inicial ninguno tenía experiencia como activista ni dotes de organizador. Y yo, menos que mis amigos. Haberme pasado la vida en un escritorio, fantaseando historias, no era la mejor preparación para fundar un movimiento político. Y mi brazo derecho en esta tarea, Miguel Cruchaga, amigo leal y queridísimo, primer secretario general de Libertad, que había vivido recluido en su estudio de arquitecto y era más bien huraño, tampoco estuvo en condiciones de suplir del todo mi ineficiencia. Pero no por falta de entrega: él fue el primero, en gesto que cabe llamar heroico, en abandonar su profesión para dedicarse a tiempo completo al Movimiento. Así lo harían después otros, arreglándoselas como podían o malviviendo con las ayudas que Libertad alcanzaba a darles.

De las plazas públicas, en esos meses finales de 1987 y primeros del verano de 1988, pasamos a casas particulares. Amigos o simpatizantes invitaban a muchachas y muchachos de la vecindad y Miguel Cruchaga y yo les hablábamos, respondíamos a sus preguntas y provocábamos discusiones que se prolongaban hasta tarde en la noche. Una de aquellas reuniones tuvo lugar en casa de Gladys y Carlos Urbina, grandes animadores de Movilización. Y otra, donde Bertha Vega Alvear, quien, con un grupo de mujeres, crearía poco después Acción Solidaria.

Fue otra de nuestras metas recuperar -resucitar- a aquellos intelectuales, periodistas o políticos que, en el pasado, habían defendido tesis liberales, polemizando contra socialistas y populistas, oponiendo la teoría del mercado libre a la marea de paternalismo y proteccionismo que sumergió al Perú. Para eso organizamos las Jornadas por la Libertad. Duraban de nueve de la mañana a nueve de la noche. Había exposiciones destinadas a mostrar, con cifras, cómo las nacionalizaciones habían empobrecido al país, aumentado la discriminación y la injusticia, y cómo el intervencionismo, además de destruir la industria, perjudicaba a los consumidores y favorecía a mafias a las que el sistema de cuotas y dólares preferenciales enriquecía sin que tuvieran que competir ni servir al público. A explicar la economía informal como una respuesta de los pobres a la discriminación de que eran objeto por parte de una legalidad cara y selectiva, a la que sólo accedían quienes tenían dinero o influencia política. Y a defender a esos vendedores ambulantes, artesanos, comerciantes y empresarios informales, de origen modesto, que habían demostrado en muchos campos -el del transporte y la vivienda, sobre todo- más eficiencia que el Estado y, a veces, que los propios empresarios formales.

En las Jornadas, la crítica al socialismo y al capitalismo mercantilista quería mostrar la identidad profunda de estos dos sistemas a los que emparentaba el rol predominante que en ambos tenía el Estado, planificador de la actividad económica y dispensador de privilegios. Tema recurrente era la necesidad de reformar ese Estado

– fortaleciéndolo, adelgazándolo, tecnificándolo y moralizándolo- como requisito para el desarrollo.

También había siempre alguna exposición sobre aquellos países del Tercer Mundo a los que políticas de mercado, fomento a la exportación y a la empresa privada habían traído un rápido crecimiento, como los cuatro dragones asiáticos -Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur- o como Chile. En todos estos países, las reformas económicas estaban en flagrante contradicción con la acción represiva de sus gobiernos y en las Jornadas nos esforzábamos por mostrar que esto no era aceptable ni necesario. La libertad había que entenderla como indivisible, en lo político y en lo económico. El Movimiento Libertad debía ganar para estas ideas un mandato electoral que nos permitiera materializarlas en un régimen civil y democrático. Una gran reforma liberal era posible en democracia, a condición de que una mayoría votara por ella. Por eso era imprescindible ser transparentes, explicando lo que queríamos hacer y su precio.

Celebramos la primera Jornada en el hotel Crillón, en Lima, el 6 de febrero de 1988; la segunda, el 18, en la hacienda San José, en Chincha, dedicada a temas agrarios; en Arequipa, el 26; una Jornada de la Juventud, en Lima, el 5 de marzo; el 12, una Jornada en el pueblo joven de Huáscar, sobre la economía informal, y el 14 una Jornada de la Mujer, en la que participó por primera vez una abogada que se convertiría en una dirigente muy popular (aunque fugaz) del Movimiento: Beatriz Merino.

En las Jornadas conseguimos centenares de adhesiones, pero lo importante de ellas ocurrió en el campo de las ideas. Para muchos asistentes era inusitado que una organización política hablara en el Perú sin complejos a favor del mercado, defendiera al capitalismo como más eficiente y justo que el socialismo y como el único sistema capaz de preservar las libertades, viera en la empresa privada el motor del desarrollo y reivindicara una «cultura del éxito» en vez de aquella del resentimiento y la dádiva estatal que propugnaban -con retórica distinta- marxistas y conservadores. Como en casi toda América Latina, en el Perú la palabra capitalismo había pasado a ser tabú, salvo para denostarla. (Recibí encarecidas recomendaciones de populistas y pepecistas de que no la usara en mis discursos.)

Los asistentes a las Jornadas se dividían en grupos de estudio y discusión, y, luego de las exposiciones, teníamos una asamblea general. Al final Miguel Cruchaga, que diseñó el formato de las Jornadas, me presentaba con una efervescente invocación y cerrábamos el acto cantando aquella canción de la plaza San Martín que se convirtió en santo y seña del Movimiento Libertad.

La distinción entre «movimiento» y «partido» que nos había ocupado mucho rato en el estudio de Szyszlo, resultó demasiado sutil para nuestras costumbres políticas. Pese a su nombre, Libertad funcionó desde un principio como algo indiferenciable de un partido. La inmensa mayoría de los afiliados lo entendió así y no hubo manera de disuadirla. Surgieron situaciones risueñas, resultado de hábitos enraizados por culpa del tradicional clientelismo. Como la sola idea del carné se asociaba a este sistema, que tanto los gobiernos de Acción Popular como del apra habían puesto en práctica, privilegiando para los puestos y favores públicos a los propios afiliados (que podían mostrar el carné), decidimos que el Movimiento no tuviera carnés. La inscripción se haría en una simple hoja de papel. Fue imposible aclimatar esta idea en los sectores populares, donde los libertarios se sentían en inferioridad de condiciones frente a los apristas, comunistas y socialistas, que podían lucir carnés llenos de sellos y banderitas. La presión para dar carnés que recibimos en el Comité Ejecutivo por parte de Juventud, Movilización, Acción Solidaria y de los comités provinciales y distritales fue indoblegable. Explicamos que queríamos ser diferentes a otros partidos y evitar que, el día de mañana, en el gobierno, el carné de Libertad sirviera de contraseña para el abuso, pero no sirvió de nada. De pronto, descubrí en los barrios y pueblos que nuestros comités habían empezado a dar carnés, a cual más cargado de colorines, firmas y hasta con mi cara impresa. Las consideraciones principistas se estrellaban contra este argumento de los activistas: «Si no se les da un carné, no se inscriben.» Así, al final de la campaña no había un carné del Movimiento Libertad, sino todo un muestrario confeccionado a gusto y capricho de las bases.

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