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XIV. EL INTELECTUAL BARATO

El 26 de octubre de 1989, El Diario, portavoz de Sendero Luminoso, publicó un comunicado en nombre de un organismo de fachada, el Movimiento Revolucionario en Defensa del Pueblo (mrdp), convocando a un «paro armado clasista y combativo» para el 3 de noviembre, en «apoyo a la guerra popular».

A la mañana siguiente el candidato de Izquierda Unida a la alcaldía de Lima y a la presidencia, Henry Pease García, anunció que el día escogido por el senderismo para el paro armado él saldría a las calles con sus partidarios a fin de mostrar «que la democracia era más firme que la subversión». Yo estaba con Álvaro, en mi escritorio -todas las mañanas, temprano, antes de la reunión del kitchen cabinet, pasábamos revista al programa del día-, cuando escuché en la radio la noticia. Al instante me vino la idea de solidarizarme con la marcha y salir también con mis partidarios a manifestar el 3 de noviembre en respuesta al desafío de Sendero Luminoso. A Álvaro le gustó la idea, y, para evitar que se embrollara en consultas con los aliados, la hice pública sin pérdida de tiempo, en una entrevista telefónica con Radioprogramas. En ella, felicité a Henry Pease y le propuse que desfiláramos juntos.

Provocó sensación que se solidarizara con una iniciativa de la izquierda marxista alguien que, desde hacía años, era blanco de los intelectuales progresistas nativos, de los que Pease formaba parte, y a algunos de mis amigos les pareció un error político. Temían que mi gesto diera a la candidatura de Pease una suerte de espaldarazo (las encuestas lo situaban por debajo del diez por ciento de las intenciones de voto). Pero éste era un típico caso en el que las consideraciones éticas debían prevalecer sobre las políticas. Sendero Luminoso venía actuando cada día con más audacia y extendiendo su radio de acción; sus atentados eran diarios, así como sus asesinatos. En Lima, su presencia se había multiplicado en fábricas, colegios y pueblos jóvenes donde sus centros de adoctrinamiento funcionaban a la vista de todo el mundo. ¿No era bueno que la sociedad civil saliera a manifestarse en favor de la paz el mismo día que el terrorismo amenazaba con un paro armado? La Marcha por la Paz recibió una ola de adhesiones de partidos políticos, sindicatos, instituciones culturales y sociales, y figuras conocidas. Y atrajo una enorme concurrencia, deseosa de mostrar su repudio al horror en que venía hundiéndose el Perú por el fanatismo mesiánico de una minoría.

Presionados por el ambiente, los candidatos del apra (Alva Castro) y de Acuerdo Socialista (Barrantes Lingán) se adhirieron también, aunque su falta de entusiasmo fue notoria. Ambos hicieron acto de presencia en el monumento a Miguel Grau, en el paseo de la República, y se retiraron con sus pequeñas delegaciones antes de que confluyéramos en el lugar la columna de Izquierda Unida y la del Frente Democrático, que habían salido, la primera, de la plaza Dos de Mayo, y, la nuestra, del monumento a Jorge Chávez, en la avenida 28 de Julio.

Luego de una lenta, entusiasta y disciplinada marcha, convergimos frente al monumento a Grau y allí Henry Pease y yo nos dimos un abrazo. Depositamos flores en el lugar y se cantó el Himno Nacional. No sólo militantes políticos conformaban la gigantesca muchedumbre; también, gentes sin partido y sin interés por la política, que sintieron la necesidad de expresar su condena por los asesinatos, los secuestros, las bombas, las desapariciones y demás violencias que en los últimos años habían ido devaluando tanto la vida en el Perú. Había muchos religiosos en las vecindades del monumento a Grau -obispos, sacerdotes, monjas, cristianos laicos- que, entre las barras y maquinitas de los partidos, hacían oír la suya: «Se siente, se siente, Cristo está presente.»

No me hubiera plegado a la Marcha por la Paz si la iniciativa no hubiera venido de Henry Pease, un adversario que, como intelectual y como político, me parecía respetable. Hay muchas maneras de definir lo respetable. En lo que a mí se refiere, me merece respeto el intelectual o el político que dice lo que cree, hace lo que dice y no utiliza las ideas y las palabras como una coartada para el arribismo.

No abundan en mi país los intelectuales respetables en este sentido. Lo digo con tristeza pero sabiendo lo que quiero decir. El tema me desveló, hace años, hasta que un día creí entender por qué los índices de deshonestidad moral parecían, entre las gentes de mi oficio, más elevados que entre los peruanos de otras vocaciones. Y por qué habían contribuido tantos de ellos y de manera tan efectiva a la decadencia cultural y política del Perú. Antes, me devanaba los sesos tratando de adivinar por qué entre nuestros intelectuales, y sobre todo los progresistas -la inmensa mayoría-, abundaban el bribonzuelo, el sinvergüenza, el impostor, el pícaro. Por qué podían, con tanta desfachatez, vivir en la esquizofrenia ética, desmintiendo a menudo con sus acciones privadas lo que promovían con tanta convicción en sus escritos y actuaciones públicas.

Matasietes antiimperialistas en sus manifiestos, artículos, ensayos, clases, conferencias, leyéndolos cualquiera hubiera creído que habían hecho del odio a Estados Unidos un apostolado. Pero casi todos ellos habían solicitado, recibido y muchos literalmente vivido de becas, ayudas, bolsas de viaje, comisiones y encargos especiales de fundaciones estadounidenses, y pasado semestres y años académicos en las «entrañas del monstruo» (según la expresión de José Martí) alimentados por la Guggenheim Foundation, la Tinker Foundation, la Mellon Foundation, la Rockefeller Foundation, etcétera, etcétera. Y todos gestionaban frenéticamente y muchos conseguían, por cierto, ir a injertarse como profesores a esas universidades del país al que habían enseñado a sus alumnos, discípulos y lectores a execrar como responsable de todas las calamidades peruanas. ¿Cómo explicar ese masoquismo de la especie intelectual? ¿Por qué esa desalada carrera de tantos hacia el país cuyas vesanias vivían denunciando, denuncias gracias a las cuales habían construido, en buena parte, sus carreras académicas y su pequeño prestigio de sociólogos, críticos literarios, politólogos, etnólogos, antropólogos, economistas, arqueólogos o poetas, periodistas y novelistas?

Algunos florones de la corona, tomados al azar. Julio Ortega comenzó su carrera de «intelectual» trabajando con un puesto rentado para el Congreso por la Libertad de la Cultura, en Lima, en los años sesenta, justamente en la época en que se reveló que esta institución recibía fondos de la cía, lo que llevó a muchos escritores que se hallaban allí de buena fe a apartarse del Congreso (pero no a él). Era, entonces, un apestado para los progresistas. Con la dictadura militar revolucionaria y socialista del general Juan Velasco Alvarado, se volvió revolucionario y socialista, también rentado. En el suplemento cultural de uno de los diarios confiscados por la dictadura -Correo -, que se le encargó dirigir, se dedicó durante varios años, en una jerga estructuralista que combinaba la tiniebla intelectual con la vileza política en proporciones simétricas, a despotricar contra quienes no comulgaban con las deportaciones, encarcelamientos, expropiaciones, censuras y pillerías del socialismo velasquista y a proponer, por ejemplo, que se abofeteara a los diplomáticos que hablaban mal de la revolución. Cuando el dictador al que servía cayó, por una conspiración interna de los propios secuaces, muchos de sus intelectuales fueron licenciados. ¿A dónde huyó a ganarse la vida este escriba? ¿A la Cuba de sus amores ideológicos? ¿A Corea del Norte? ¿A Moscú? No. A Texas. A la Universidad de Austin, por lo pronto, y cuando debió apartarse de ésta, a la más tolerante de Brown, donde, hasta ahora, supongo, prosigue su batalla en favor de la revolución antiimperialista hecha al compás de los tanques y sables militares. Desde allí enviaba artículos durante la campaña electoral a un periódico peruano que le venía como un guante -La República -, aconsejando a sus remotos compatriotas no perder esta oportunidad de votar por la «opción socialista».

Otro caso, del mismo barroquismo moral. El doctor Antonio Cornejo Polar, crítico literario y «católico socialista», como gustaba definirse -una manera de ganar el cielo sin privarse de ciertas ventajas del infierno-, había hecho una carrera universitaria en la ciudadela del radicalismo y del senderismo, San Marcos, a cuya rectoría llegó por los únicos méritos que, en su época y, por desgracia todavía, permiten ascender allí: los políticos. Su «correcta» línea progresista le ganó los votos necesarios, incluidos los de los recalcitrantes maoístas.

El 18 de marzo de 1987, en una charla en Estados Unidos, yo hablé de la crisis de las universidades nacionales en América Latina y de cómo la politización y el extremismo habían desplomado sus niveles académicos y en algunos casos -como el de mi alma mater - los habían convertido en algo que difícilmente merecía ya el nombre de universidad. Dentro del previsible fuego graneado de protestas que aquello provocó en el Perú, una de las más inflamadas fue la del «católico socialista», quien, para entonces, se había apartado del rectorado alegando que los problemas del claustro lo habían puesto en la originalísima condición de un «preinfarto». Indignado, mi crítico se preguntaba cómo se podía atacar a la universidad popular y revolucionaria peruana desde el Metropolitan Club de Nueva York. [29] Hasta allí todo parecía coherente. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muy poco después, me pedían del consejo académico de una universidad del monstruo imperialista un informe sobre la competencia intelectual del personaje, candidato a ocupar un cargo lectivo en su departamento de Español (que, por supuesto, obtuvo). Por allí anda hasta ahora, supongo, ejemplo viviente de cómo se progresa en la vida académica manteniendo las correctas opciones políticas en los momentos correctos.

Podría citar cien casos más, variantes todos de esta práctica: fingir una persona pública, unas convicciones, ideas y valores por conveniencia profesional y, al mismo tiempo, desmentirlas alegremente con la conducta doméstica. El resultado de semejante inautenticidad es, en la vida intelectual, la devaluación del discurso, el triunfo del estereotipo y de la vacua retórica, de la palabra muerta del eslogan y el lugar común sobre las ideas y la creatividad. Por eso, no es accidental que, en los últimos treinta o cuarenta años, el Perú no haya producido en el dominio del pensamiento casi nada digno de memoria, y, sí, en cambio, un gigantesco basural de palabrería populista, socialista y marxista sin contacto con la realidad de los problemas peruanos.

[29] «La fobia de un novelista». , Lima, 6 de abril de 1987.


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