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En el dominio político, las consecuencias han sido peores. Porque quienes habían hecho de la duplicidad y el embauque ideológico un modus vivendi tenían el control casi absoluto de la vida cultural del Perú. Y producían casi todo lo que los peruanos estudiaban o leían y el alimento ideológico del país en el que podían aplacar su curiosidad o su inquietud las jóvenes generaciones. Todo estaba en sus manos. Las universidades y los colegios nacionales y muchos privados; los institutos y centros de investigación; las revistas, los suplementos y publicaciones culturales, y, por supuesto, los textos escolares. Con su incultura y desprecio hacia toda actividad intelectual, los sectores conservadores, que hasta los años cuarenta o cincuenta tenían todavía la hegemonía cultural del país -con esa brillante generación de historiadores, como Raúl Porras Barrenechea y Jorge Basadre, o filósofos como Mariano Ibérico y Honorio Delgado-, habían perdido la batalla hacía tiempo y no habían producido ni talentos individuales ni una acción de conjunto capaz de enfrentar el avance de los intelectuales de izquierda, quienes, a partir de la dictadura del general Velasco, monopolizaron la vida cultural.

Y, sin embargo, el pensamiento de izquierda tenía un ilustre precursor en el Perú: José Carlos Mariátegui (1894-1930). En su corta vida, produjo un impresionante número de ensayos y artículos de divulgación del marxismo, de análisis de la realidad peruana, y trabajos de crítica literaria o comentarios políticos de actualidad notables por su agudeza intelectual, a menudo por su originalidad y en los que se advierte una frescura conceptual y una voz propia, que nunca más reapareció en sus proclamados seguidores. Aunque todos se llamen «mariateguistas», desde los más moderados hasta los más extremos (el propio Abimael Guzmán, fundador y líder de Sendero Luminoso, dice ser discípulo de Mariátegui), pasando por el pum (Partido Unificado Mariateguista), lo cierto es que, a partir del corto apogeo que él significó para el pensamiento socialista, éste entró en el Perú en una declinación que llegó a tocar fondo en los años de la dictadura militar (1968-1980), en los que el debate intelectual pareció confinarse entre estas dos opciones: el oportunismo de izquierda o el terrorismo.

Los intelectuales tuvieron tanta responsabilidad como los militares en lo ocurrido en el Perú en aquellos años, sobre todo en los primeros siete -1968 a 1975, los del general Velasco-, en los que se adoptaron todas las soluciones equivocadas para los grandes problemas nacionales, agravándolos y precipitando al Perú en una ruina a la que Alan García daría la última vuelta de tuerca. Aplaudieron la destrucción por la fuerza del sistema democrático, que, por defectuoso e ineficiente que fuera, permitía el pluralismo político, la crítica, la vida sindical y el ejercicio de la libertad. Y, con el argumento de que las libertades «formales» eran la máscara de la explotación, justificaron que se prohibieran los partidos políticos, que no hubiera elecciones, que se confiscaran las tierras y se las colectivizara, que se nacionalizaran y estatizaran centenares de empresas, que se suprimiera la libertad de prensa y el derecho de crítica, que se institucionalizara la censura, que se expropiaran todos los canales de televisión, los diarios y gran número de estaciones de radio, que se diera una ley para avasallar al Poder Judicial y ponerlo al servicio del Ejecutivo, que se encarcelara y deportara a cientos de peruanos y se asesinara a unos cuantos. En esos años, apoderados de todos los medios de comunicación importantes que había en el país, se dedicaron a machacar aquellas consignas contra los valores democráticos y la democracia liberal, y a defender en nombre del socialismo y la revolución los abusos e iniquidades de la dictadura. Y, por supuesto, a abrumar de insultos a quienes no compartíamos su entusiasmo por lo que los sicofantes de Velasco llamaban «la revolución socialista, participacionista y libertaria» y carecíamos de tribuna para responderles.

Algunos, los menos, actuaron de esta manera por ingenuidad, creyendo de veras que las ansiadas reformas para acabar con la pobreza, la injusticia y el atraso podían venir a través de una dictadura militar que, a diferencia de las de antaño, no hablaba de «civilización cristiana y occidental» sino de «socialismo y revolución». [30] Estos ingenuos, como Alfredo Barnechea o César Hildebrandt, se desengañaron rápidamente y pasaron pronto al bando de los réprobos del poder. Pero la mayoría de ellos no estaban con la dictadura por ingenuidad ni por convicción, sino, como su conducta posterior demostró, por oportunismo. Habían sido llamados. Era la primera vez que un gobierno del Perú llamaba a los intelectuales y les ofrecía unas migajas de poder. Entonces, sin vacilar, se echaron en brazos de la dictadura, con un celo y una diligencia que a menudo iban más allá de lo que se les pedía. De ahí, sin duda, que el propio general Velasco, hombre sin sutilezas, hablara de los intelectuales del régimen como de los mastines que tenía para asustar a los burgueses.

Y, en efecto, ése fue el rol a que el régimen los redujo: ladrar y morder desde los periódicos, radios, canales de televisión, ministerios y dependencias oficiales a quienes nos oponíamos a los desmanes. Lo sucedido con tantos intelectuales peruanos en esos años, a mí me produjo un verdadero trauma. Desde mi ruptura con Cuba, a fines de los sesenta, había pasado a ser objeto de los ataques de muchos de ellos, pero, aun así, tenía la sensación de que actuaban como lo hacían -defendiendo lo que defendían- guiados por una fe y unas ideas. Después de haber visto esa suerte de abdicación moral generacional de los intelectuales peruanos, en los años de la dictadura velasquista, descubrí lo que aún hoy creo: que aquellas convicciones no son para la gran mayoría sino una estrategia que les permite sobrevivir, hacer carrera, progresar. (En los días de la estatización de la banca, la prensa aprista difundió, con mucho bombo, unas declaraciones furibundas de Julio Ramón Ribeyro, desde París, acusándome de identificarme «objetivamente con los sectores conservadores del Perú» y oponerme «a la irrupción irresistible de las clases populares». Ribeyro, escritor muy decoroso, hasta entonces amigo mío, había sido nombrado diplomático ante la Unesco por la dictadura de Velasco y fue mantenido en el puesto por todos los gobiernos sucesivos, dictaduras o democracias, a los que sirvió con docilidad, imparcialidad y discreción. Poco después, José Rosas-Ribeyro, un ultraizquierdista peruano de Francia, lo describía, en un artículo de Cambio, [31] trotando por París con otros funcionarios del gobierno aprista en busca de firmas para un manifiesto en favor de Alan García y de la estatización de la banca que firmaron un grupo de «intelectuales peruanos» establecidos allí. ¿Qué había tornado al apolítico y escéptico Ribeyro en un intempestivo militante socialista? ¿Una conversión ideológica? El instinto de supervivencia diplomática. Así me lo hizo saber él mismo, en un mensaje que me envió en esos mismos días [y que a mí me hizo peor efecto que sus declaraciones], con su editora y amiga mía Patricia Pinilla: «Dile a Mario que no haga caso a las cosas que declaro contra él, pues sólo son coyunturales. »)

Entonces entendí una de las expresiones más dramáticas del subdesarrollo. Prácticamente no había manera de que un intelectual de un país como el Perú pudiera trabajar, ganarse la vida, publicar, en cierta forma vivir como intelectual, sin adoptar los gestos revolucionarios, rendir pleitesía a la ideología socialista y demostrar, en sus acciones públicas -sus escritos y su actuación cívica-, que formaba parte de la izquierda. Para llegar a dirigir una publicación, progresar en el escalafón universitario, obtener las becas, las bolsas de viajes, las invitaciones pagadas, le era preciso demostrar que estaba identificado con los mitos y símbolos del establecimiento revolucionario y socialista. Quien no seguía la invisible consigna se condenaba al páramo: la marginación y frustración profesional. Ésa era la explicación. De ahí la inautenticidad, esa -según fórmula de Jean-Francois Revel- «hemiplejía moral» en que vivían, repitiendo por un lado, en público, toda una logomaquia defensiva -especie de contraseña para asegurar su puesto dentro del establishment -, que no respondía a ninguna convicción íntima, mera táctica de lo que el anglicismo llama «posicionamiento». Pero cuando se vive de este modo, la perversión del pensamiento y el lenguaje resulta inevitable. Por eso, un libro como el de Hernando de Soto y su equipo del Instituto Libertad y Democracia -El otro sendero -, a mí me había entusiasmado tanto: ¡por fin aparecía en el Perú algo que revelaba un esfuerzo para pensar con independencia y originalidad sobre la problemática peruana, rompiendo los tabúes y los esquemas ideológicos congelados! Pero, una vez más en el país de las promesas incumplidas, también en este caso la esperanza, apenas nacida, se frustró.

Cuando creí encontrar la explicación de lo que Sartre llamaría la situación del escritor en el Perú en tiempos de la dictadura, escribí en la revista Caretas unos artículos bajo el título común de «El intelectual barato», [32] que -esta vez, con razón- aumentaron la vieja fobia contra mí de quienes se reconocían intelectuales baratos. Alan García, con su intuición infalible para este género de operaciones, reclutó a varios de ellos para que fueran sus mastines, y me los lanzó armados con las armas que manejan tan bien. Ellos tuvieron un importante papel durante la campaña y no ahorraron esfuerzos para que ésta descendiera a la mugre.

El primer contratado fue -gran paradoja- un periodista mercenario que había servido fielmente a Velasco desde la dirección de La Crónica, un personaje del que se puede decir, sin temor a equivocarse, que es el más exquisito producto que el periodismo de estercolero haya forjado en el Perú: Guillermo Thorndike. Desde aquel diario, con una pequeña banda de colaboradores reclutados en las sentinas literarias locales (la excepción era Abelardo Oquendo, uno de mis mejores amigos de juventud, de quien nunca pude entender qué hacía allí, rodeado de escribidores resentidos e intrigantes como Mirko Lauer, Raúl Vargas, Tomás Escajadillo y aún cosas peores), alternó la adulación al dictador y la cerrada defensa de sus acciones con campañas de infamia en contra de esos opositores a quienes la censura sobre los medios de comunicación nos impedía responder. Una de las peores víctimas de estas diatribas fue el partido aprista, a quien, al mismo tiempo que le hurtaba buena parte del programa de gobierno, la dictadura velasquista pretendía, a través del Sinamos, robarle las masas. Cuando los sucesos del 5 de febrero de 1975, en que una huelga de policías degeneró en motines populares contra el régimen y en el incendio del Círculo Militar y el diario Correo , [33] el diario dirigido por Thorndike responsabilizó al partido aprista de los desmanes e intoxicó a la opinión pública con una campaña antiaprista frente a la cual eran un juego de niños las cacerías de brujas contra el partido de Haya de la Torre de la prensa civilista en los años treinta.

[30] Incluyo entre ellos a Carlos Delgado, el civil de mayor influencia durante los años de Velasco y quien escribió la mayor parte de los discursos que éste leyó. Ex dirigente aprista y ex secretario de Haya de la Torre, el sociólogo y politólogo Carlos Delgado renunció al APRA cuando este partido pactó con el odriísmo durante el primer gobierno de Belaunde Terry. Apoyó la revolución militar y contribuyó en mucho a darle una cobertura ideológica, al mismo tiempo que impulsó buena parte de las reformas económicas -la comunidad industrial, la reforma agraria, los controles y subsidios, etcétera-, muchas de las cuales eran calcadas de lo que había sido el programa de gobierno del partido aprista. Carlos Delgado creía en esa «tercera posición» y su apoyo a la dictadura estuvo inspirado en esta ilusión: que el Ejército podía ser el instrumento para instaurar en el Perú el socialismo democrático que él defendía. En el Sinamos (Sistema de Apoyo a la Movilización Social), Carlos Delgado reunió en torno suyo a un grupo de intelectuales -Carlos Franco, Héctor Béjar, Helan Jaworski, Jaime Llosa, etcétera- que compartían su tesis y que, con tan buenas intenciones como la suya, la mayoría de ellos, colaboraron activamente con el régimen en las nacionalizaciones y la extensión del intervencionismo estatal en la economía y la vida social. Pero las críticas que merecen por ello deben ser, sobre todo en el caso de Carlos Delgado, acompañadas de una aclaración: su buena fe no podía ser puesta en duda ni tampoco la coherencia y transparencia con la que actuó. Por eso siempre me pareció respetable y pude discrepar con él -y discutir mucho- sin que se rompiera nuestra amistad. De otro lado, me consta que Carlos Delgado hizo cuanto pudo para impedir, con la influencia que tenía, el copamiento por los comunistas y sus próximos de las instituciones del régimen y que usó aquélla, también, para amortiguar en lo posible los atropellos. Cuando la revista Caretas fue cerrada y su director, Enrique Zileri, se hallaba perseguido, él me consiguió una entrevista con el general Velasco (la única que le pedí) y me apoyó cuando yo protesté por esa clausura y persecución y lo exhorté a que las levantara.


[31] Suplemento Unicornio, Lima, 25 de octubre de 1987, p. 5.


[32] Reproducidos en Contra viento y marea, II (Barcelona: Seix Barral, 1990), pp. 143-155.


[33] Véase mi crónica al respecto, «La revolución y los desmanes», Caretas, Lima, 6 de marzo de 1975; reproducida en Contra viento y marea, I (Barcelona: Seix Barral, 1990), pp. 311-316.


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