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XVII. EL PÁJARO-MITRA

Desde mi matrimonio, con las clases universitarias y los trabajos alimenticios no me había quedado mucho tiempo para la política, aunque, de tanto en tanto, asistía a reuniones de la Democracia Cristiana y colaboraba en los esporádicos números de Democracia. (Luego del tercer año, abandoné la Alianza Francesa, pero para entonces leía francés con desenvoltura; además, en la doctoral de Literatura de San Marcos elegí el francés como lengua extranjera.) Pero la política volvería a entrar en mi vida en el verano de 1956 de la manera más inesperada: como trabajo rentado.

El proceso electoral que puso fin a la dictadura de Odría estaba en marcha y tres candidatos se perfilaban como contendores para la presidencia: el doctor Hernando de Lavalle, hombre de fortuna, aristócrata y abogado prestigioso de Lima; el ex presidente Manuel Prado, recién llegado de París, donde había vivido desde que dejó la presidencia en 1945, y la que parecía candidatura chica, por la falta de recursos y la improvisación juvenil que la acompañaba: la del arquitecto y profesor universitario Fernando Belaunde Terry.

El proceso electoral se llevaba a cabo de manera muy discutible, en términos legales, bajo la inconstitucional Ley de Seguridad Interior, aprobada por el Congreso fruto de la dictadura, que ponía fuera de la ley -y les impedía presentar candidatos- al apra y al Partido Comunista. Los votos de este último eran escasos; los del apra, partido de masas y con una disciplinada organización que había mantenido en la clandestinidad, decisivos. Lavalle, Prado y Belaunde buscaron desde el principio, en negociaciones secretas y a veces no tan secretas, un acuerdo con los apristas.

El apra descartó de entrada a Belaunde Terry, con certero instinto de que, en él, Haya de la Torre no tendría un instrumento sino, a corto plazo, un competidor. (Tan serio que ganaría a los apristas las elecciones de 1963 y de 1980). Y el apoyo a Manuel Prado, quien durante su gestión presidencial de 1939 a 1945 había tenido al apra fuera de la ley y encarcelado, exiliado y perseguido a muchos apristas, se presumía imposible.

Hernando de Lavalle parecía, pues, el favorecido. El apra exigía la legalidad y Lavalle se comprometió a dictar un estatuto de partidos políticos que permitiría al apra reintegrarse a la vida cívica. Para negociar estos acuerdos habían retornado del exilio varios dirigentes apristas, entre ellos Ramiro Prialé, gran arquitecto de lo que sería el régimen de la convivencia (1956-1961).

Porras Barrenechea colaboró en este acercamiento entre Hernando de Lavalle y el APRA. Aunque nunca había sido aprista, ni apristón -estatuto que describía a buen número de peruanos de media y aun alta burguesía-, Porras, que, como compañero de generación de Haya de la Torre y Luis Alberto Sánchez, mantenía con éstos una amistad por lo menos aparente, aceptó ser candidato a una senaduría en la lista de amigos del apra, encabezada por el poeta José Gálvez, que este partido apoyó en las elecciones de 1956.

Muy amigo de Lavalle, de quien era también compañero de universidad, Porras había propiciado la gran alianza o coalición civil en que aquél quería cimentar su candidatura. Entre estas fuerzas figuraban la vieja y casi extinta Unión Revolucionaria de Luis A. Flórez y la Democracia Cristiana, con quien había conversaciones avanzadas.

Una tarde, Porras Barrenechea nos llamó a Pablo Macera y a mí y nos ofreció trabajar con el doctor Lavalle, quien andaba buscando dos «intelectuales» que le escribieran discursos e informes políticos. El sueldo era bastante bueno y no había horario fijo. Porras nos llevó esa noche a casa de Lavalle -una elegante residencia, rodeada de jardines y de altos árboles, en la avenida 28 de Julio, en Miraflores- a que conociéramos al candidato. Hernando de Lavalle era un hombre amable y elegante, de gran discreción, casi tímido, que nos recibió a Pablo y a mí con mucha cortesía y nos explicó que un grupo de intelectuales, encabezados por un joven y destacado profesor de filosofía, Carlos Cueto Fernandini, preparaba su programa de gobierno, en el que se daría mucho énfasis a las actividades culturales. Pero Pablo y yo trabajaríamos aparte, exclusivamente con el candidato.

Aunque no voté por él en las elecciones del 56, sino por Fernando Belaunde Terry -explicaré luego por qué-, en aquellas semanas en que trabajé a su lado llegué a tener respeto y aprecio por Hernando de Lavalle. Desde que era joven se había dicho que sería algún día presidente del Perú. Descendiente de una antigua familia, el doctor Lavalle había sido un brillante estudiante universitario y era entonces un abogado de mucho éxito. Sólo ahora, ya en la sesentena, se había decidido -lo habían decidido, más bien- a entrar en política, una actividad para la que, como se vio en aquel proceso, no tenía condiciones.

Él se creyó siempre aquello que nos dijo a Pablo Macera y a mí la noche que lo conocimos: que su candidatura tenía por objeto restablecer la vida democrática y las instituciones civiles en el Perú luego de ocho años de régimen militar, y que para ello hacía falta una gran coalición de peruanos de todas las tendencias y un escrupuloso respeto a la legalidad.

«El insensato de Lavalle quería ganar las elecciones limpiamente», le oí burlarse un día a un amigo de Porras Barrenechea, en uno de los chocolates nocturnos del historiador. «Las elecciones del 56 estaban amarradas para que él las ganara; pero este soberbio pretencioso quería ganar limpiamente. ¡Y por eso perdió!» Algo de eso ocurrió, en efecto. Pero el doctor Lavalle no quiso ganar limpiamente aquellas elecciones por soberbio y pretencioso, sino porque era una persona decente, y tan ingenuo como para creer que podía vencer con todas las de la ley unos comicios a los que la existencia de la dictadura desnaturalizaba de entrada.

A Pablo y a mí nos instalaron en una oficina fantasmal -nunca había nadie en ella fuera de nosotros- en un segundo piso de La Colmena, en pleno centro de Lima. Allí caía de improviso el doctor Lavalle para pedirnos borradores de discursos o proclamas. En la primera reunión, Macera, en un rapto típico, encaró a Lavalle con este desplante:

– A las masas se las conquista con el desprecio o el halago. ¿Qué método debemos emplear?

Vi palidecer detrás de sus anteojos la cara de tortuga triste del doctor Lavalle. Y lo escuché durante un buen rato, confundido, explicar a Macera que había otra forma, fuera de esas extremas, de ganarse a la opinión pública. Él prefería una más moderada y acorde con su temperamento. Los exabruptos y extravagancias de Macera asustaban a Lavalle -en cuyos discursos quería hacerlo citar a veces a Freud o a Georg Simmel o a quien estuviera entonces leyendo-, pero también lo fascinaban. Escuchaba embobado sus delirantes teorías -Pablo elucubraba muchas al día, contradictorias entre sí y las olvidaba al instante- y un día me confesó: «¡Qué inteligente muchacho, pero qué impredecible!»

En la Democracia Cristiana se abrió un debate interno sobre la conducta del partido en las elecciones del 56. El ala bustamantista, la más conservadora, proponía el apoyo a Lavalle, en tanto que en muchos otros, sobre todo en los jóvenes, había simpatías por Belaunde Terry. Cuando el asunto se discutió en el comité departamental informé que estaba trabajando con el doctor Lavalle, pero que si el partido acordaba apoyar a Belaunde acataría la decisión y renunciaría. En un primer momento, la idea del apoyo a Lavalle prevaleció.

A punto de cerrarse las inscripciones para la elección presidencial, corrió por Lima el rumor de que el Jurado Nacional de Elecciones rechazaría la inscripción de Belaunde con el pretexto de que no tenía el número de firmas requerido. Belaunde convocó de inmediato a una manifestación el 1.° de junio de 1956 a la que -en un gesto que, en cierto modo, transformaría su pequeña y entusiasta candidatura en un gran movimiento, del que nació Acción Popular- Belaunde quiso llevar hasta las puertas de Palacio de Gobierno. En el jirón de la Unión él y los pocos millares de personas que lo seguían (uno de ellos, Javier Silva, infaltable en todas las manifestaciones) fueron atajados por la policía con mangueras y gases lacrimógenos. Belaunde se enfrentó a la carga policial con la bandera peruana en alto, en gesto que lo haría famoso.

Esa misma noche, con elegante discreción, el doctor Hernando de Lavalle hizo saber al general Odría que si el Jurado Nacional de Elecciones no inscribía a Belaunde, él renunciaría a su candidatura y denunciaría el proceso electoral. «Este bobo no merece ser presidente del Perú», dicen que suspiró Odría al recibir el mensaje. El dictador y sus asesores pensaban que Lavalle, con su idea de una gran coalición, en la que el propio partido odriísta -llamado entonces Partido Restaurador- podía tener cabida, era quien podía mejor guardarles las espaldas, si el futuro Parlamento se empeñaba en investigar los delitos cometidos durante el ochenio. Aquel gesto les mostró que el tímido aristócrata conservador no era la persona adecuada para aquella misión. La suerte de Hernando de Lavalle quedó sellada.

Odría ordenó al Jurado Nacional de Elecciones que admitiera la inscripción de Belaunde, quien, en un gran mitin en la plaza San Martín, agradeció al «pueblo de Lima» la inscripción. Gracias al incidente famoso de la bandera y el manguerazo, empezó a parecer que su candidatura podía competir a la par con las de Prado y de Lavalle, que, por la costosa publicidad y la infraestructura con que contaban, parecían las de mayores posibilidades.

Manuel Prado, entre tanto, negociaba en la sombra el apoyo del apra, a la que ofreció la inmediata legalización, sin pasar por el trámite del estatuto de partidos políticos que proponía Lavalle. Si esto fue lo decisivo, o hubo además otras promesas o dádivas por parte de Prado, como se ha dicho, nunca se comprobó. El hecho es que el acuerdo se hizo, pocos días antes de las elecciones. La directiva del partido aprista a sus militantes de que, en vez de votar por Lavalle votaran por el ex presidente que los había tenido fuera de la ley, encarcelado y perseguido, fue obedecida, en otra muestra de la férrea disciplina del apra, y los votos apristas dieron a Manuel Prado la victoria.

Acabó de hundir a Lavalle el aceptar públicamente el apoyo del Partido Restaurador, y decir, en el acto en el que éste, a través de David Aguilar Cornejo, le dio su respaldo, que «continuaría la patriótica obra del general Odría». De inmediato, el Partido Demócrata Cristiano le retiró su apoyo y dejó a sus miembros en libertad de voto. Y muchos independientes que habrían votado por él, ganados por la imagen de hombre capaz y decente que tenía, se sintieron ahuyentados por una declaración que implicaba la convalidación de la dictadura. Como la mayoría de democristianos, yo voté por Belaunde, quien obtuvo una importante votación, y la popularidad necesaria para fundar, meses después, Acción Popular.

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