Литмир - Электронная Библиотека

XIII. EL SARTRECILLO VALIENTE

Trabajé con Raúl Porras Barrenechea desde febrero de 1954 hasta pocos días antes de viajar a Europa, en 1958. Las tres horas diarias que pasé allí, en esos cuatro años y medio, de lunes a viernes, entre dos y cinco de la tarde, me enseñaron sobre el Perú y contribuyeron a mi formación más que las clases de San Marcos.

Porras Barrenechea era un maestro a la antigua, que gustaba rodearse de discípulos a los que exigía absoluta fidelidad. Solterón, había vivido en esta vieja casa con su madre, hasta que ella murió, el año anterior, y ahora la compartía con una anciana sirvienta negra que había sido tal vez su ama. Ella lo tuteaba y reñía como a un niño, y preparaba las deliciosas tazas de chocolate con que el historiador agasajaba a las luminarias intelectuales de paso que hacían la peregrinación a la calle Colina. De esos personajes recuerdo, como los de conversación más amena, al español don Pedro Laín Entralgo, al venezolano Mariano Picón-Salas, historiador, ensayista y finísimo humorista, al mexicano Alfonso Junco, cuya timidez desaparecía cuando surgían en la conversación los dos temas que lo apasionaban: España y la fe, pues era un cruzado del hispanismo y el catolicismo, y a nuestros compatriotas el poeta José Gálvez, que hablaba un español castizo y tenía la manía genealógica, y Víctor Andrés Belaunde -en esa época embajador del Perú en la ONU, de paso por Lima- quien, aquella vez, habló toda la noche y no dejó colocar una sola frase ni a Porras ni a ninguno de los invitados al chocolate en su honor.

Víctor Andrés Belaunde (1883-1966), de una generación anterior a la de Porras, filósofo y ensayista católico, además de diplomático, tuvo una célebre polémica con José Carlos Mariátegui, cuyas tesis sobre la sociedad peruana refutó en La realidad nacional, [25] en nombre de un corporativismo cristiano tan artificioso e irreal como la esquemática -aunque muy novedosa para la época y de larga influencia- interpretación marxista de los Siete ensayos. Porras tenía aprecio por Belaunde, aunque no compartía su catolicismo ultramontano, como tampoco el de José de la Riva Agüero (1885-1944) ni los crepusculares entusiasmos de éste por el fascismo, aunque sí su visión erudita y totalizadora del pasado peruano, entendido como síntesis de lo indígena y lo español. Porras profesaba una admiración sin reservas por Riva Agüero, al que consideraba su maestro y con quien tenía en común la meticulosidad, para el dato y la cita, el amor a España y a la historia entendida a la romántica manera de Michelet, cierto irónico desplante por las nuevas corrientes intelectuales desdeñosas del individuo y la anécdota -como la antropología y la etno-historia-, pero de quien lo distanciaba un espíritu mucho más flexible en materia de religión y de política.

La diplomacia, a la que había dedicado parte de su vida, había distraído mucho a Porras Barrenechea, impidiéndole culminar lo que todos esperaban de él, aquella magna historia del descubrimiento y la conquista del Perú -o la biografía de Pizarro-, temas para los que venía preparándose desde joven y en los que había llegado a adquirir una información que semejaba la omnisciencia. Hasta entonces, la sabiduría de Porras se había plasmado en una serie de eruditas monografías sobre cronistas, viajeros o ideólogos y tribunos de la emancipación, así como en hermosas antologías sobre Lima y Cusco o en ensayos, que aparecerían en esos años, sobre Ricardo Palma, los Paisajes peruanos de Riva Agüero, o el manual de Fuentes históricas peruanas (Lima: Editorial Mejía Baca, 1956). Pero quienes lo admirábamos, y, él mismo, sabíamos que ésas eran migajas de la gran obra de conjunto sobre esa época fronteriza de la historia peruana, la de su articulación con Europa y el Occidente, que él conocía mejor que nadie. Un compañero suyo de generación, Jorge Basadre, había realizado una empresa equivalente en su monumental Historia de la República, que Porras tenía anotada de principio a fin y sobre la que había estampado un juicio, entre respetuoso y severo, con su letra microscópica, al final del último tomo. Otro compañero de generación, Luis Alberto Sánchez, exiliado en ese momento en Chile, había culminado también una voluminosa historia de la literatura peruana. Aunque con reservas y discrepancias, Porras tenía respeto intelectual por Basadre; por Sánchez, una burlona conmiseración.

A diferencia de Basadre o de Porras, ese tercer mosquetero de la célebre generación del diecinueve, Luis Alberto Sánchez (el cuarto, Jorge Guillermo Leguía, murió muy joven, dejando apenas el esbozo de una obra), que, como dirigente del apra, había vivido muchos años en el destierro, era el más internacional y el más fecundo del trío, pero también el más improvisado y criollo y el menos riguroso a la hora de publicar. Que escribiera libros de un tirón, confiando en la memoria (aun si se tenía la formidable memoria de Luis Alberto Sánchez), sin verificar los datos, citando libros que no había leído, equivocando fechas, títulos, nombres, como ocurría con frecuencia en sus torrentosas publicaciones, ponía a Porras fuera de sí. Las inexactitudes y ligerezas de Sánchez -más aún que las malevolencias y desquites contra adversarios políticos y enemigos personales que abundan en sus libros- exasperaban a Porras por una razón que, a la distancia, creo entender mejor, una razón más elevada de lo que, entonces, me parecía simple rivalidad generacional. Porque esas libertades que Sánchez se tomaba con su oficio presuponían el subdesarrollo de sus lectores, la incapacidad de su público para identificarlos y condenarlos. Y Porras -como Basadre y Jorge Guillermo Leguía, y, antes que ellos, Riva Agüero-, aunque escribió y publicó poco, lo hizo siempre como si el país al que pertenecía fuera el más culto e informado del mundo, exigiéndose un rigor y una perfección extremos, como correspondería al historiador cuyas investigaciones van a ser sometidas al examen de los eruditos más solventes.

Por aquellos años se produjo la polémica entre Luis Alberto Sánchez y el crítico chileno Ricardo A. Latcham, quien, reseñando el ensayo de aquél sobre la novela en América Latina -Proceso y contenido de la novela hispanoamericana - señaló algún error y omisiones del libro. Sánchez contestó con viveza y bromas. Latcham, entonces, abrumó a su adversario con una lista inagotable de inexactitudes -decenas de decenas de ellas- que yo recuerdo haber visto leer a Porras, en una revista chilena, murmurando: «Qué vergüenza, qué vergüenza.»

Como Sánchez sobrevivió a Leguía, Porras y Basadre por muchos años, su versión sobre la generación del diecinueve -la calidad intelectual de la cual no volvería a repetirse en el Perú- ha quedado entronizada de manera poco menos que canónica. Pero, en verdad, ella adolece de las mismas deficiencias que los numerosos libros de ese buen escritor subdesarrollado, para lectores subdesarrollados, que ha sido Sánchez. Pienso, sobre todo, en el prólogo que escribió al libro póstumo de Porras sobre Pizarro (Lima, 1978) publicado por un grupo de discípulos de éste, y armado a base de remiendos, sin dar las indicaciones debidas, amalgamando textos publicados e inéditos en un amasijo confuso y dispar. No sé quién cuidó, o descuidó más bien, esa fea edición -con avisos comerciales incorporados entre las páginas- que habría horrorizado al perfeccionista que fue el historiador, pero todavía comprendo menos que encargaran su prefacio a Luis Alberto Sánchez, quien, fiel a su genio y costumbres, hizo en aquel texto una sutil obra maestra de insidia, recordando, entre azucaradas manifestaciones de amistad a «Raúl», aquellos episodios que más incomodaban a Porras, como el haber apoyado al general Ureta y no a Bustamante y Rivero en las elecciones de 1945 y no haber renunciado a la embajada en España, a la que Bustamante lo había nombrado, cuando el golpe militar de Odría en 1948.

Los discípulos y amigos de Porras Barrenechea, de distintas generaciones y oficios -había los historiadores y profesores y había los diplomáticos- pasaban todos por la calle Colina, a visitarlo, a los chocolates del anochecer, a traerle chismes de la universidad, de la política o del ministerio de Relaciones Exteriores, que a él le encantaban, o a pedirle consejos y recomendaciones. El más frecuente de todos era un compañero de generación, también diplomático, historiador regional (de Piura) y periodista, Ricardo Vegas García. Miope, atildado y cascarrabias, don Ricardo tenía unas furias solitarias de las que Porras contaba anécdotas divertidísimas, como que él lo había visto -mejor dicho, oído- pulverizar un excusado cuya cadena le costaba jalar y terminar a puñetazos con una mesa en cuyo tablero había comenzado dando impacientes palmaditas. Don Ricardo Vegas García entraba como una tromba a la casa de la calle Colina e invitaba a todo el mundo a tomar té a la Tiendecita Blanca, donde pedía siempre biscotelas. ¡Y ay del que se resistiera a sus invitaciones! Bajo sus desplantes y exabruptos, don Ricardo era un hombre generoso y simpático, cuya amistad y lealtad apreciaba enormemente Porras y a quien luego echaría mucho de menos.

Los profesores más constantes eran Jorge Puccinelli y Luis Jaime Cisneros, y aparecía también la viuda de César Vallejo, la temible Georgette, a quien Porras protegía desde la muerte de aquél en París, y muchos poetas, escritores o periodistas de empaque cultural, cuya presencia daba a la casa de la calle Colina una atmósfera cálida y estimulante, en la que las discusiones y diálogos intelectuales se mechaban de chismografías y malevolencias -el gran deporte peruano del raje- de las que Porras, limeño viejo y de pura cepa (aunque nacido en Pisco) era eximio cultor. Las tertulias solían prolongarse hasta tarde en la noche y rematar en algún café de Miraflores -El Violín Gitano o La Pizzería de la Diagonal- o en El Triunfo, de Surquillo, un barcito mal afamado al que Porras había rebautizado Montmartre.

Mi primera tarea, en casa del historiador, consistió en leer las Crónicas de la Conquista, haciendo fichas sobre los mitos y leyendas del Perú. Guardo un recuerdo apasionante de esas lecturas en pos de datos sobre las siete ciudades de Cíbola, el reino del Gran Paititi, las magnificencias de El Dorado, el país de las Amazonas, el de la Fuente de Juvencia y todas las antiquísimas fantasías de reinos utópicos, ciudades encantadas, continentes desaparecidos que el encuentro con América resucitó y actualizó en esos europeos trashumantes que se aventuraban, deslumbrados por lo que veían, en las tierras del Tiahuantinsuyo y apelaban, para entenderlas, a las mitologías clásicas y al arsenal legendario de la Edad Media. Aunque muy distintas en su factura y ambición, escritas algunas de ellas por hombres elementales, sin cultura ni roce intelectual, a los que inducía a dejar testimonio de lo que hacían, veían y escuchaban un certero instinto de estar viviendo algo trascendental, esas crónicas son la aparición de una literatura escrita en Hispanoamérica, y fijan ya, con su muy particular mezcla de fantasía y realismo, de desalada imaginación y truculencia verista, así como por su abundancia, pintoresquismo, aliento épico, prurito descriptivo, ciertas características de la futura literatura de América Latina. Algunas crónicas, sobre todo las de los cronistas conventuales, como el padre Calancha, podían ser prolijas y aburridas, pero otras, como las del Inca Garcilaso o Cieza de León, las leí con verdadero placer, como monumentos de un género nuevo, que combinaba lo mejor de la literatura y la historia, pues tenía, como ésta, los pies hundidos en la experiencia vivida y la cabeza en la ficción.

[25] Escrita en el destierro, entre 1929 y 1930, y publicada en varios números del Mercurio Peruano. La primera edición en libro se hizo en París, en 1930, con una segunda parte sobre el oncenio de Leguía.


61
{"b":"87986","o":1}