No sólo era entretenido pasarse esas tres horas consultando las crónicas; además, con motivo de una averiguación cualquiera, había la posibilidad de escuchar una disquisición de Porras sobre personajes y episodios de la Conquista. Recuerdo, una tarde, con motivo de no sé qué pregunta que le hicimos Araníbar o yo, una clase magistral que nos regaló sobre «la herejía del sol», una desviación o heterodoxia de la religión oficial del Incario, que él había reconstruido a través de testimonios de las Crónicas, sobre la que pensaba escribir un artículo (proyecto que, como tantos, no llegó a cumplir). Porras había conocido a los grandes de la literatura peruana, y a muchos de la literatura latinoamericana y española, y yo lo escuchaba, absorto, hablar de César Vallejo, a quien frecuentó en París poco antes de morir y de quien publicó póstumamente Los poemas humanos, o de José María Eguren, de cuya fragilidad e inocencia infantiles se burlaba con la mayor irreverencia, o del final apocalíptico de Oquendo de Amat, poeta destrozado por la tuberculosis y la rabia, en un sanatorio español adonde él y la marquesa de la Conquista -descendiente de Pizarro- lo habían trasladado en vísperas de la guerra civil.
Aunque sólo Carlos Araníbar y yo trabajábamos en la casa de la calle Colina con un horario y con un sueldo (que el librero-editor Mejía Baca nos pagaba cada fin de mes), todos los antiguos y nuevos discípulos de Porras -Félix Álvarez Brun, Raúl Rivera Serna, Pablo Macera y, más tarde, Hugo Neyra y Waldemar Espinoza Soriano- la visitaban con frecuencia. De todos ellos, en quien Porras tenía puestas las mayores esperanzas, pero también el que llegaba a exasperarlo y ponerlo fuera de sí, por su manera de ser, era Pablo Macera. Unos cinco o seis años mayor que yo, ya había terminado la Facultad pero nunca presentaba su tesis, pese a las exhortaciones y admoniciones de Porras, quien no veía la hora de que Macera pusiera un poco de disciplina en su vida y volcara su talento en trabajos de aliento. Talento, Pablo lo tenía en abundancia y se divertía luciéndolo y, sobre todo, desperdiciándolo, en un exhibicionismo oral que era, con frecuencia, deslumbrante. Caía de pronto en la biblioteca de Porras y, sin darnos tiempo a Araníbar y a mí de saludarlo, nos proponía fundar el Herrén Club del Perú, inspirado en las doctrinas geopolíticas de Karl Haushofer, para, coaligados con un grupo de industriales, apoderarnos en cinco años del país y convertirlo en una dictadura aristocrática e ilustrada cuya primera medida sería restablecer la Inquisición y volver a quemar herejes en la plaza de Armas. A la mañana siguiente, olvidado de su delirio despótico, peroraba sobre la necesidad de legitimar y promover la bigamia, o de resucitar los sacrificios humanos, o de convocar un plebiscito nacional para determinar democráticamente si la Tierra era cuadrada o redonda. Los peores desatinos, las más grotescas paradojas se convertían en boca de Macera en sugestivas realidades, pues tenía, como nadie, esa perversa facultad del intelectual de la que habla Arthur Koestler de poder demostrar todo aquello en lo que creía y de creer en todo lo que podía demostrar. Pablo no creía en nada, pero podía demostrar cualquier cosa, con elocuencia y brillantez, y gozaba comprobando la sorpresa que sus delirantes teorías, sus paradojas y retruécanos, sus sofismas y ucases provocaban en nosotros. Su esnobismo intelectual se matizaba con chispazos de humor. Encendía cigarrillo tras cigarrillo -Lucky Strike-, que arrojaba luego de dar una sola pitada, para provocar un comentario del desconcertado espectador que le permitía responder, regodeándose voluptuosamente en cada sílaba: «Fumo nerviosamente.» Ese adverbio, que le costaba carísimo, le producía estremecimientos de placer.
Porras sucumbía también por momentos al hechizo intelectual de Macera, y lo escuchaba, divirtiéndose con sus juegos de artificio verbales, pero muy pronto reaccionaba y se enfurecía con su anarquía, su esnobismo y la complacencia de que hacía gala para con sus propias neurosis, que Pablo cultivaba como otros crían gatos o riegan su jardín. En esos años, Porras convenció a Macera de que se presentara a un concurso que la International Petroleum había convocado sobre un ensayo histórico, y lo mantuvo secuestrado en su biblioteca varias semanas hasta que terminó el trabajo. Este libro, que obtuvo el premio -Tres etapas en el desarrollo de la conciencia nacional -, sería luego desautorizado por el propio Macera, quien lo ha eliminado de su bibliografía y sólo lo menciona para despotricar sobre él.
Aunque luego se disciplinó y trabajó con cierto orden, en San Marcos, donde, creo, sigue enseñando, y publicó muchos trabajos sobre viajeros, historiografía e historia económica, tampoco Macera ha escrito hasta hoy esa gran obra de conjunto que su maestro Porras esperaba de él, y para la que esa inteligencia de que estaba dotado en cierta forma lo predestinó. Lo que él dijo -en el prólogo de sus Conversaciones con Jorge Basadre - sobre Valcárcel, Porras y Jorge Guillermo Leguía le calza ahora como anillo al dedo: «No han completado su obra y han hecho menos de lo que su grandeza podía dar.» [26] Como el propio Porras, su vida intelectual parece haberse dispersado en esfuerzos fragmentarios. De otro lado, aunque hace muchos años que no lo veo ni he vuelto a hablar con él, a juzgar por esas entrevistas con que se deja explotar por cierta prensa, y que llegan a veces a mis manos, la vieja costumbre del ucase y las inconveniencias tremebundas, no ha desaparecido del todo con el paso de los años, aunque, ahora, qué apolillada y herrumbrosa suena, con todo lo que ha pasado en el mundo, y sobre todo en el Perú.
En esos años, en que fuimos bastante amigos, a mí me encantaba provocarlo y discutir con él. No para ganarle la discusión -empresa difícil- sino para gozar de su método dialéctico, sus fintas y sus trampas, y la alegre ligereza con que podía cambiar de opinión y refutarse a sí mismo con argumentos tan contundentes como los que acababa de emplear defendiendo la tesis contraria.
Mi trabajo en casa de Porras, y lo que allí iba conociendo, resultaron un gran aliciente. En esos años de 1954 y 1955 me lancé a escribir y a leer, mañana y tarde, convencido como nunca de que mi verdadera vocación era la literatura. Estaba decidido: me dedicaría a escribir y a enseñar. Mi carrera universitaria era el complemento ideal para mi vocación, pues las clases dejaban mucho tiempo libre, en un régimen como el de San Marcos.
Había dejado de escribir poemas y teatro, porque ahora me sentía más ilusionado con la narrativa. No me atrevía a intentar una novela, pero me entrenaba escribiendo cuentos, de todos los tamaños y sobre todos los temas, que casi siempre terminaba rompiendo.
Carlos Araníbar, a quien conté que escribía cuentos, me propuso un día que leyera uno de ellos en una peña cuyo animador era Jorge Puccinelli, profesor de Literatura y editor de una revista que, aunque salía tarde, mal y nunca, era de buena calidad y una de las tribunas con que contaban los jóvenes escritores: Letras Peruanas. Ilusionado con la perspectiva de pasar esa prueba, rebusqué entre mis papeles, elegí el cuento que me pareció mejor -se llamaba «La Parda» y versaba sobre una borrosa mujer que recorría los cafés contando historias sobre su vida-, lo corregí y la noche elegida me presenté donde se reunía aquella vez la tertulia: El Patio, café de taurófilos, artistas y bohemios en la plazuela del Teatro Segura. La experiencia de esa primera lectura en público de un texto mío fue desastrosa. Había allí, en esa larga mesa del segundo piso de El Patio, por lo menos una docena de personas, entre las que recuerdo, además de Puccinelli y Araníbar, a Julio Macera, hermano de Pablo, Carlos Zavaleta, el poeta y crítico Alberto Escobar, Sebastián Salazar Bondy, y, tal vez, Abelardo Oquendo, quien sería, un par de años después, íntimo amigo. Algo acobardado, leí mi cuento. Un silencio ominoso siguió a la lectura. Ningún comentario, ningún signo de aprobación o de censura: sólo un deprimente mutismo. Luego de la pausa interminable, las conversaciones renacieron, sobre otros temas, como si nada hubiera pasado. Mucho después, hablando de otra cosa, para subrayar un argumento a favor de una narrativa realista y nacional, Alberto Escobar se refirió desdeñosamente a lo que llamó «literatura abstracta» y señaló mi cuento, que había quedado allí, en medio de la mesa. Al terminar la tertulia y despedirnos, ya en la calle, Araníbar me desagravió con algunos comentarios sobre mi maltratado relato. Pero yo, llegando a casa, lo hice trizas y me juré no volver a pasar por experiencia semejante.
El mundo literario limeño de esos días era bastante pobre, pero yo lo observaba con codicia y procuraba colarme en él. Había dos dramaturgos, Juan Ríos y Salazar Bondy. El primero vivía recluido en su casa de Miraflores, pero al segundo se lo veía con frecuencia, merodeando por los patios de San Marcos, tras una guapa compañera mía, Rosita Zevallos, a la que esperaba a veces a la salida de clases con una romántica rosa roja en la mano. Ese patio de Letras de San Marcos era el cuartel general de los poetas y narradores potenciales y virtuales del país. La mayoría había publicado apenas uno o dos delgados cuadernillos de poemas y por eso, Alejandro Romualdo, que volvió en esos días al Perú luego de larga estancia en Europa, se burlaba de ellos y decía: «¿Poetas? ¡No! ¡Plaquetas!» El más misterioso era Washington Delgado, cuyo silencio pertinaz interpretaban algunos como signo de soterrada genialidad. «Cuando esa boca se abra», decían, «la poesía peruana se llenará de arpegios y de trinos memorables». (En verdad, cuando se abrió, años más tarde, la poesía peruana se llenó de imitaciones de Bertolt Brecht.) Acababa de aparecer Pablo Guevara, poeta intuitivo con Retorno de la Creatura, cuya exuberante poesía no parecía tener nada que ver con él, ni él con los libros -de los que, algún tiempo después, se apartaría para dedicarse al cine- y comenzaban a regresar al Perú los poetas exiliados, varios de los cuales -Manuel Scorza, Gustavo Valcárcel, Juan Gonzalo Rose- habían renunciado al apra y se habían vuelto militantes comunistas (como Valcárcel), o compañeros de viaje. La renuncia al apra más sonada fue la de Scorza, quien desde México dirigió una carta pública al líder del partido aprista, acusándolo de haberse vendido al imperialismo -«Good bye, Mr. Haya»- que circuló profusamente por San Marcos.
Entre los narradores, el más respetado, aunque aún sin libro, Julio Ramón Ribeyro, vivía en Europa, pero el Suplemento Dominical de El Comercio y otras revistas publicaban a veces sus relatos (como «Los gallinazos sin plumas», de esa época), que todos comentábamos con respeto. De los presentes, el más activo era Carlos Zavaleta, quien, además de publicar en esos años sus primeros cuentos, había traducido Chamber Music, de Joyce, y era un gran promotor de las novelas de Faulkner. A él debo, sin duda, haber descubierto por esa época al autor de la saga de Yoknapatawpha County, el que, desde la primera novela que leí de él -Las palmeras salvajes, en la traducción de Borges-, me produjo un deslumbramiento que aún no ha cesado. Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias. Aunque en esos años leí mucho a los novelistas norteamericanos -Erskine Caldwell, Steinbeck, Dos Passos, Hemingway, Waldo Frank-, fue leyendo Santuario, Mientras agonizo, ¡Absalón, Absalón!, Intruso en el polvo, Estos 13, Gambito de caballo, etcétera, que descubrí lo dúctil de la forma narrativa y las maravillas que podía conseguir en una ficción cuando se la usaba con la destreza del novelista norteamericano. Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos; él me hizo sentir la urgencia de aprender inglés para poder leer sus libros en su lengua original. Otro narrador un tanto huidizo que hacía apariciones de fuego fatuo por San Marcos era Vargas Vicuña, cuya delicada colección de relatos, Nahuín, publicada en esos días, hacía esperar de él una obra que, por desgracia, nunca surgió.