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VI. RELIGIÓN, MUNICIPIOS Y TRASEROS

Superado el conflicto con ap y el ppc por las candidaturas municipales, regresé a Lima el 14 de julio de 1989, después de veintidós días de ausencia. Una caravana de autos, camiones y ómnibus me recibió en el aeropuerto, encabezados por Chino y Gladys Urbina y el puñado de muchachas y muchachos de la Juventud del Movimiento Libertad, que, con ellos, organizarían todos nuestros mítines de la campaña a lo largo y ancho del Perú. Hablando desde la terraza de mi casa a quienes me acompañaron hasta Barranco, hice las paces con los aliados y agradecí a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano haber puesto fin a sus rencillas municipales.

Al día siguiente fui a saludar a Belaunde y a Bedoya y la reconciliación quedó zanjada. En mi ausencia, una comisión de ambos partidos, formada por Eduardo Orrego y Ernesto Alayza Grundy -candidatos a la primera y a la segunda vicepresidencia- habían hecho un salomónico reparto de los concejales y alcaldes en todo el país.

El problema era la alcaldía de Lima, la que tendría mayor efecto político sobre la campaña presidencial. Correspondía a Acción Popular designar al candidato y se daba por hecho que sería el arquitecto Eduardo Orrego. Nacido en Chiclayo en 1933, discípulo y correligionario de la primera hora de Belaunde Terry, Orrego era considerado el heredero natural del trono populista. El congreso de Acción Popular, celebrado a fines de abril de 1989, en el Cusco, lo había elegido candidato a la primera vicepresidencia. Después de Belaunde, era el dirigente con mejor imagen de su partido. Había sido alcalde de Lima entre 1981 y 1983 y tenía experiencia municipal. Su gestión había sido esforzada, no exitosa, por la falta de recursos, algo que el gobierno de Acción Popular le había escatimado, condenándolo a la impotencia. Lo más importante que hizo fue obtener un crédito de ochenta y cinco millones de dólares del Banco Mundial para la alcaldía. Pero la burocracia se encargó de que esos recursos se materializaran cuando ya había terminado su gestión, de modo que sólo pudo aprovecharlos quien lo sucedió, el líder de Izquierda Unida, Alfonso Barrantes, ganador de la elección municipal de 1983.

Conocía a Eduardo Orrego muy por encima, antes de la campaña electoral. Lo consideraba uno de los populistas que había conservado más vivo el espíritu renovador y romántico con que nació Acción Popular durante la dictadura de Odría. Sabía que Orrego había viajado por el mundo en una especie de autoadiestramiento político -trabajó en Argelia y recorrió África, Asia y, extensamente, la República Popular China- y tenía el palpito de que, a diferencia de lo ocurrido con otros de sus correligionarios, los años no habían enmohecido los arrestos de su juventud. Por eso, cuando, algún tiempo atrás, Belaunde me preguntó a quién prefería como primer vicepresidente entre los tres o cuatro nombres que se voceaban, le respondí, sin vacilar: Orrego. Sabía que Eduardo había estado muy delicado, por una operación de corazón, pero me aseguraron que se había recuperado muy bien. Me alegró tenerlo de compañero, aunque, en aquel momento -julio de 1989- todavía me preguntaba, no sin aprensión, cómo sería en el trato y trabajo cotidiano la persona llamada a reemplazarme en caso de vacancia de la presidencia.

Resultó simpático, inteligente y divertido, siempre llano a interceder con Acción Popular para limar aristas y facilitar los acuerdos con los otros aliados y cuyas anécdotas y ocurrencias hacían amenos los largos viajes y las abrumadoras reuniones sociales de la campaña. No sé cómo se las arreglaba, pero, en todas las ciudades y pueblos, se desaparecía siempre unas horas, para explorar los mercados y los talleres de artesanos, o visitar a los secretos huaqueros, e infaliblemente reaparecía con un puñado de hallazgos folklóricos o arqueológicos o con algún pájaro o bicho vivo bajo el brazo (entiendo que su pasión y la de Carolina, su mujer, por los animales han convertido su casa en un zoológico). Yo le envidiaba esa aptitud para preservar, en medio de nuestros absorbentes trajines, sus aficiones y curiosidades personales, pues yo tenía la sensación de que, a mí, la política me había privado de las mías para siempre. En toda la campaña no tuvimos una sola discusión y quedé convencido de que colaboraría conmigo en el gobierno de manera leal.

Pero, aunque nunca me lo dijo, Eduardo me pareció un hombre desencantado de la política y, en lo íntimo, totalmente escéptico sobre las posibilidades de cambiar el Perú. A pesar de que, de una manera muy peruana, lo amortiguaba con bromas y risueñas anécdotas, algo ácido y triste, un fondo amargo, se traslucía en sus palabras cuando recordaba cómo, a su paso por el gobierno -en la alcaldía de Lima o en su breve gestión de ministro de Obras Públicas- había descubierto, a diestra y siniestra, entre amigos y adversarios, e incluso en las personas más insospechables, negociados, tráfico de influencias y robos. Por eso, a él, la corrupción del gobierno de Alan García no parecía sorprenderlo, como si la hubiera visto irse gestando y fuera inevitable culminación de inveteradas prácticas. Era como si esa experiencia, sumada a la sombría evolución de la política peruana desde los años de sus juveniles entusiasmos populistas, hubieran esfumado en Eduardo el dinamismo y la confianza en el Perú.

En los mítines hablaba antes que yo. Lo hacía siempre brevemente, con uno o dos chistes contra el gobierno aprista, y dirigiéndose a mí como «presidente Mario Vargas Llosa», lo que solía provocar una ovación. La agitada, excluyente campaña no me permitió tener nunca con Orrego lo que muchas veces me tentó: una franca conversación, en la que hubiera tal vez llegado a conocer las razones profundas de lo que me parecía su incorregible decepción de la política, los políticos y, acaso, del Perú.

Mi otro compañero en la lista presidencial, el doctor Ernesto Alayza Grundy, era muy diferente. Bastante mayor que nosotros -andaba por los setenta y siete años-, don Ernesto fue designado por el Partido Popular Cristiano candidato a la segunda vicepresidencia como una transacción entre el senador Felipe Osterling y el diputado Celso Sotomarino, cuando, en el congreso de su partido, celebrado entre el 29 de abril y el 1 de mayo de 1989, pareció que Sotomarino ganaría la nominación sobre Osterling, a quien, hasta entonces, se daba por seguro. Hombre conflictivo, de carácter áspero, Sotomarino había sido un tenaz opositor a la idea del Frente, había atacado con frecuencia a Acción Popular y a Belaunde, y cuestionado mi candidatura de manera destemplada, de modo que su designación hubiera sido incongruente. Con buen criterio, Bedoya propuso al congreso un candidato de transacción tras el cual todos cerraron filas: la venerable figura de Alayza Grundy.

Apenó a muchos -entre ellos a mí, pues le tenía un alto concepto- que Osterling, abogado y maestro universitario de prestigio y con una excelente acción parlamentaria, no estuviera en la plancha presidencial, por lo que su energía y buena imagen hubieran aportado. Pero pronto descubrí que, pese a sus años, don Ernesto Alayza Grundy resultaba un espléndido sustituto.

Éramos amigos, a la distancia. Alguna vez habíamos cruzado cartas privadas, polemizando cariñosamente sobre el tema del Estado, al que, en una conferencia, yo califiqué, siguiendo a Popper, de «mal necesario». Don Ernesto, ortodoxo seguidor de la doctrina social de la Iglesia, y, como ésta, receloso del liberalismo, me reconvino en términos corteses, exponiéndome sus puntos de vista al respecto. Le contesté puntualizando los míos y creo que de aquel intercambio quedó claro, para ambos, que, pese a las diferencias, un liberal y un social cristiano como él podían entenderse, pues compartían un ancho denominador ideológico. En otras ocasiones, y siempre con sus finísimas maneras, don Ernesto me había hecho llegar las encíclicas de la Iglesia sobre el tema social, y sus propios escritos. Aunque dichos textos solían provocar en mí más reticencias que entusiasmo -la teoría social cristiana de la supletoriedad, además de un trabalenguas, siempre me pareció una puerta por la que podía filtrarse, de contrabando, un encubierto control de toda la vida económica-, estas iniciativas de don Ernesto me causaron una grata impresión. He aquí, entre los políticos peruanos, alguien interesado en ideas y doctrinas, que entendía la política como hecho cultural.

El no ser yo un creyente fue un motivo de preocupación, acaso de angustia, para los católicos que me apoyaban, en el Movimiento Libertad y en el Partido Popular Cristiano, sobre todo aquellos que no eran, como la mayoría de los que yo conocía, creyentes rutinarios, laxos, puramente sociales, sino que se esforzaban por vivir en coherencia con los dictados de su fe. Conozco pocos católicos de esta índole y don Ernesto Alayza Grundy es uno de ellos. Como lo atestigua su participación, siempre en primera línea, en las actividades promovidas por la Iglesia en el campo educativo o social y su propia vida profesional y familiar (tiene once hijos) y su imagen de integridad y de honradez inmaculada que no habían sufrido el menor rasguño -y es mucho decir- en medio siglo de actuación pública.

Al comenzar mi actividad política, adelantándome a lo que, era evidente, mis adversarios tratarían de explotar a fondo en los meses y años siguientes, expliqué en una entrevista con César Hildebrandt que yo no era creyente, tampoco un ateo, sino un agnóstico, pero que no discutiría en la campaña sobre religión. Pues las creencias religiosas, como las amistades, la vida sexual y la sentimental, pertenecen al dominio de lo privado, deben ser rigurosamente respetadas y en ningún caso convertidas en materia de debate público. Precisé también que, como era obvio, quien gobernase el Perú, cualesquiera que fuesen sus convicciones, debía ser consciente de que la gran mayoría de peruanos eran católicos, y actuar con el debido respeto para con esos sentimientos.

A lo largo de toda la campaña me sujeté a esta regla y nunca volví a tocar el tema, ni respondí, cuando, en los meses finales, el gobierno enviaba a sus voceros a preguntarle al pueblo, el rostro desfigurado por la inquietud: «¿Quieren tener un presidente ateo? ¿Saben lo que significará para el Perú un presidente ateo?»

(Para buen número de mis compatriotas, resultó imposible diferenciar el ateísmo del agnosticismo, por más que, en aquella entrevista, hice cuanto pude para aclarar que un ateo es también un creyente -alguien que cree que Dios no existe- en tanto que un agnóstico se declara tan perplejo sobre la existencia como sobre la inexistencia de un ser divino y una vida ultraterrena.)

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