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Pero, pese a mi negativa a volver a discutirlo, el tema me persiguió como una sombra. No sólo porque el apra y el gobierno se sirvieron de él a sus anchas -hubo artículos innumerables en todas las hojas y pasquines apristas y neoapristas, spots en radio y televisión, volantes callejeros, etcétera- sino porque atormentaba a muchos de mis partidarios. Podría escribir un libro de anécdotas sobre el particular. Tengo centenares de cartas cariñosas, sobre todo de gente humilde, anunciándome que hacían novenas, promesas y rezos por mi conversión, y otras muchas de curiosos, preguntándome qué religión era esa que yo practicaba, el agnosticismo, cuál su doctrina, su moral y sus principios, y dónde estaban sus iglesias y sacerdotes para ir a conocerlos. En todo mitin, encuentro popular y en los recorridos callejeros, infaliblemente decenas de manos me deslizaban en los bolsillos estampitas, medallitas, rosarios, detentes, oraciones, frasquitos de agua bendita, cruces. Y a mi casa llegaban anónimos regalos de imágenes religiosas, vidas de santos, libros píos -el más repetido: Camino, de monseñor Escrivá de Balaguer- o primorosas cajitas con reliquias católicas, agua de Lourdes o de Fátima y tierra de Jerusalén. El día de cierre de campaña, en Arequipa, el 5 de abril de 1990, luego del mitin en la plaza de Armas, hubo una recepción en el convento de Santa Catalina. Una señora vino misteriosamente a decirme que la superiora quería verme. Tomado del brazo me hizo franquear la reja del sector donde viven las religiosas en clausura. Se abrió una puerta. Apareció una monjita con anteojos, risueña y gentilísima. Era la superiora. Me hizo cruzar el umbral y me señaló una pequeña capilla donde divisé en la penumbra tocas blancas y hábitos oscuros. «Estamos rezando por usted», me susurró. «Ya sabe para qué.»

Muy al principio, yo abordé el asunto en una reunión interna del Movimiento Libertad. La Comisión Política estuvo de acuerdo conmigo en que, consecuentes con la norma de sinceridad que nos habíamos trazado, yo no podía disimular mi condición de agnóstico por conveniencias electorales. Al mismo tiempo, era imperioso que, no importa cuan grandes las provocaciones, evitáramos la controversia sobre religión. Ninguno de nosotros sospechaba entonces -fines de 1987- la importancia que cobraría el tema religioso entre la primera y la segunda vuelta, a raíz de la exitosa movilización de las iglesias evangélicas en favor de Fujimori.

En la dirigencia del Movimiento Libertad había un buen número de católicos del mismo fuste que don Ernesto Alayza Grundy: dedicados, consecuentes y muy próximos a la jerarquía o a determinadas órdenes o instituciones eclesiásticas, al extremo de que yo insinué una vez que rodeado de gentes como ellos era probable que las sesiones de nuestra Comisión Política las presidiera el Espíritu Santo. Miguel Cruchaga había sido en los años sesenta el organizador de los cursillos de cristiandad en el Perú. Lucho Bustamante mantenía una muy estrecha amistad con los jesuitas, en cuyo colegio había estudiado, y enseñaba en la Universidad del Pacífico, vinculada a la orden. Nuestro flamante secretario departamental de Lima, Rafael Rey, era numerario del Opus Dei, alguien que ha hecho los votos de obediencia, pobreza y castidad (la que, diré de paso, defendía a piedra y lodo contra los asaltos irrespetuosos de muchas libertarias). Y en la Comisión Política figuraban también «católicos, apostólicos, romanos y beatos», como bromeaba uno de ellos. (Citaré entre los más notorios a Beatriz Merino, Pedro Cateriano y Enrique Chirinos Soto.)

Aunque, estoy seguro, a todos ellos les causaba inquietud mi posición religiosa, tengo que agradecerles el que nunca me lo hicieran sentir ni de manera velada, aun en los momentos en que arreciaba la campaña contra mi «ateísmo». Es cierto que, en coherencia con lo que postulábamos sobre el respeto a la privacidad, nunca discutimos en el Movimiento Libertad asuntos religiosos. Tampoco salió alguno de mis amigos a hacer valer públicamente su condición de católico para contrarrestar los ataques: eran, ya lo he dicho, creyentes que trataban de vivir de acuerdo con sus creencias, para quienes no era concebible traficar con la fe ni para atacar al adversario ni para promoverse a sí mismos.

Éste fue también el comportamiento de don Ernesto Alayza Grundy. A lo largo de toda la campaña, mantuvo discreción absoluta sobre el tema religioso, que jamás asomó en nuestras conversaciones, ni siquiera cuando surgían asuntos espinosos, como el control de la natalidad, que yo defendía de manera explícita y que él difícilmente hubiera podido aprobar.

Pero, aparte de discreto e íntegro -yo estaba feliz con la imagen de limpieza moral que trajo consigo a la vicepresidencia- don Ernesto resultó un maravilloso compañero de campaña. Incansable, siempre de buen humor, su resistencia física nos dejaba a todos asombrados, y también su delicadeza y espíritu solidario: jamás se valió de sus años o de su prestigio para pedir ni aceptó el menor privilegio. Alguna vez tuve que exigirle, de manera firme, que no me acompañara -cuando se trataba, por ejemplo, de ir a lugares como Huancavelica o Cerro de Pasco, donde había que subir a más de cuatro mil metros de altura- porque él estaba siempre con el ánimo dispuesto a trepar cerros en los Andes, sudar la gota gorda en la selva o temblar de frío en la puna para llegar a todos los pueblos del itinerario. Su alegría, su sencillez y llaneza, su capacidad de adaptación a los rigores de la campaña y su entusiasmo juvenil por lo que hacíamos, ayudó a hacer llevadero el infinito recorrido de pueblos, barrios y regiones. Solía ser el primer orador en los mítines. Hablaba despacio, estirando sus largos brazos y empinando su ascética silueta en los estrados. Y con su vocecita un poco en falsete y un brillo pícaro en los ojos concluía su breve discurso con una metáfora: «Me he inclinado para escuchar el pulso del Perú profundo. ¿Y qué escuché? ¿Qué decía ese latido? ¡Fre-de-mo! ¡Fre-de-mo! ¡Fre-de-mo!»

Había oído, desde antes de mi viaje a Europa, que Eduardo Orrego se negaba a aceptar la candidatura a la alcaldía de Lima que le ofrecía Acción Popular. Él partió a Francia con Carolina, casi al mismo tiempo que yo regresaba, y en la prensa había muchas especulaciones al respecto. Belaunde me confirmó las reticencias de Orrego, pero confiaba en hacerlo cambiar de opinión antes de la fecha límite -el 14 de agosto- y me pidió que lo ayudara a convencerlo.

Lo llamé a París. La decisión de Eduardo me pareció muy firme. La razón que esgrimía era táctica. Las encuestas para la alcaldía le pronosticaban un veinte por ciento, la mitad de lo que a mí para las presidenciales. Si sacaba una votación baja o perdía la elección municipal, me dijo, su fracaso resultaría un lastre para mi campaña. No había que exponerse. Juzgada desde la perspectiva de lo que ocurrió en las elecciones municipales, la negativa de Orrego resultó una intuición certera. ¿Hubo en él la adivinación de la derrota?

Quizá, más secreta, había otra razón. Cuando se produjo mi renuncia, y el escándalo consiguiente, el diputado Francisco Belaunde Terry -hermano del ex presidente, fundador de Acción Popular y uno de los populistas que había sufrido más hostigamiento por la dictadura de Velasco- había responsabilizado a Orrego de la intransigencia de ap en lo de las listas conjuntas, usando contra él frases muy duras. Aunque nunca oí a Orrego la menor alusión al incidente, este episodio pesó tal vez en su decisión.

(Diré, entre paréntesis, que Francisco Belaunde Terry había sido, desde siempre, uno de los populistas que yo más respetaba, uno de esos raros políticos que dignifican la política. Por su independencia, que algunas veces lo hizo enfrentarse a su propio partido cuando su conciencia se lo dictaba, y por esa honradez maniática que lo llevó, en el Congreso, pese a sus escasos recursos, a no aceptar nunca los aumentos, bonificaciones, reintegros, que los parlamentarios aprobaban continuamente para mejorar sus ingresos y a devolver los cheques o a donarlos a los porteros y empleados del Parlamento cuando el apra hizo aprobar una disposición que prohibía a un diputado o senador rechazar los aumentos. Por su absoluto desprecio de las convenciones y los cálculos que regulan la vida del político, Francisco Belaunde -de largo y esmirriado cuerpo, enciclopedia histórica viviente, lector voraz y de palabra elegante pero como venida de la literatura y el pasado- me hacía siempre el efecto de un hombre de otro tiempo o de otro país, un cordero metido en una manada de lobos. Era capaz de decir lo que creía y pensaba, aunque eso, como le ocurrió durante las dictaduras de Odría y de Velasco, lo llevara a la cárcel y al exilio, pero, también, aunque ello lo enemistara con sus propios correligionarios o con las instituciones a las que todo buen político teme y adula: los medios de comunicación. En la campaña electoral de 1985, en aquella ocasión en que anuncié en la televisión que no votaría por Alan García sino por Bedoya Reyes para presidente, añadí que, en las listas parlamentarias, daría mi voto preferencial a dos candidatos a los que, para bien del Perú, quería ver en el Congreso: Miguel Cruchaga y Francisco Belaunde Terry.

Desde la manifestación de la plaza San Martín -tal vez desde antes- Francisco Belaunde Terry había sido un tenaz promotor de la idea del Frente y de mi candidatura. Y muy claramente había dicho que discrepaba con los populistas que insistían, a veces de manera agresiva, sin disimular su hostilidad hacia el Movimiento Libertad y hacia mí, en que su hermano Fernando fuera candidato una vez más. Esto, como es natural, le había ganado la ojeriza de muchos de sus correligionarios, sobre todo de aquellas nulidades cuya única credencial para ocupar cargos directivos en Acción Popular y ser sus candidatos al Parlamento era la adulación al líder, y que por eso habían obstruido por todos los medios la forja de la alianza. Esta situación se agravó para Francisco Belaunde Terry, cuando, la noche de mi renuncia, en junio de 1989, se presentó en mi casa, en plena manifestación de libertarios, y fue luego a solidarizarse conmigo al Movimiento Libertad. De otro lado, su esposa, Isabelita, era una empeñosa activista de Acción Solidaria y trabajaba hacía meses con Patricia en programas de promoción y apoyo social en los barrios marginales de San Juan de Lurigancho.

Aquellas mediocridades, que, como ocurre en todos los partidos y sobre todo en los más caudillistas, son las que suelen apoderarse de la cúpula directiva, conspiraron para impedir que Francisco Belaunde Terry -sin la menor duda el parlamentario populista de conducta más meridiana- fuera candidato de su partido en las listas del Frente. El Movimiento Libertad le propuso entonces ser uno de nuestros candidatos a la diputación por Lima y él aceptó, honrando con su nombre nuestra cuota. Pero, para miseria del Parlamento peruano, no salió elegido.)

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