Cuando di cuenta a Belaunde Terry de mi conversación con Orrego, él se resignó a reemplazarlo. Me preguntó qué me parecía Juan Incháustegui y me apresuré a decirle que una magnífica opción. Ingeniero y provinciano, había sido un buen ministro de Energía y Minas y se había inscrito en Acción Popular no antes sino después de su gestión ministerial, en las postrimerías del segundo gobierno de Belaunde. Aunque yo lo conocía sólo de vista tenía muy presentes los términos elogiosos en los que Belaunde se había referido a él, en nuestras conversaciones en Palacio, a mediados de su gestión presidencial.
Luego de ciertas vacilaciones -era un hombre de modestos recursos y los ingresos del alcalde de Lima son mínimos-, Incháustegui aceptó representar al Frente. Por su parte, el Partido Popular Cristiano eligió a Lourdes Flores Nano como candidata a teniente alcalde. Joven abogada, Lourdes se había hecho muy popular por su simpatía y su buena oratoria durante la movilización contra la estatización de la banca.
La pareja era magnífica y yo respiré, seguro de que ganaríamos la elección municipal en Lima. La presencia llana de Incháustegui, sus chispazos de humor, su falta de aristas polémicas, conquistarían la simpatía de los barrios. Su condición provinciana era otra buena credencial. Aunque nacido en Arequipa, había estudiado y vivido en Cusco y se consideraba él mismo cusqueño, de modo que esto debería ganarle muchos corazones en esa ciudad de provincianos que se ha vuelto la capital del Perú. Y, a su lado, la juventud e inteligencia de Lourdes Flores Nano -una cara nueva en la política peruana- resultaba un excelente complemento.
Sin embargo, a partir de setiembre, las encuestas empezaron a destacar, por encima de Incháustegui, a un recién venido: Ricardo Belmont Cassinelli. Dueño de una radio y de un pequeño canal de televisión, en los que había conducido por varios años un programa muy popular, de diálogos abiertos -Habla el pueblo -, Belmont no había hecho antes política ni parecía interesado en hacerla. Su nombre se asociaba más bien con los deportes, que practicaba y promovía -había sido empresario de boxeo- y a las maratones de la televisión pro fondos para la clínica San Juan de Dios, que organizó varios años. Su imagen era la de un animador simpático y populachero -por su habla atiborrada de dichos, como «manito», «patita», la «chelita» y todas las expresiones pintorescas de la jerga juvenil-, asociado al mundo de la farándula, de los cantantes, los cómicos y las vedettes, no a los asuntos públicos. Sin embargo, en la elección municipal anterior, algunos órganos de prensa, entre ellos Caretas, habían mencionado su nombre como posible candidato independiente a la alcaldía de Lima.
A mediados de julio de 1989, súbitamente Belmont convocó un mitin en la plaza Grau, de La Victoria, en el que, acompañado por el compositor de música criolla Augusto Polo Campos, anunció la creación del movimiento cívico obras y su candidatura.
En las entrevistas de televisión que le hicieron, en las semanas siguientes, expuso unas ideas muy simples, que repetiría a lo largo de toda su campaña. Él era un independiente decepcionado de los partidos y de los políticos, pues nunca habían cumplido sus promesas. Era hora de que los profesionales y técnicos tomaran en sus manos la solución de los problemas. Añadía siempre que su ideario cabía en una fórmula: a favor de la empresa privada. Dijo también que iba a votar por mí en las presidenciales, «porque mis ideas son las mismas de Vargas Llosa», pero que él no confiaba en mis aliados: ¿acaso no habían estado ap y ppc en el gobierno? ¿Y qué habían hecho?
(Éstas eran las cosas que Mark Mallow Brown hubiera querido que yo dijera; o mejor dicho, las que, según sus encuestas, querían oír los electores peruanos. Entre las personas que escucharon este mensaje, despotricando contra los políticos y los partidos, alguien tan novato como Belmont en estas lides, un oscuro ex rector de una universidad técnica llamado Fujimori, debió enderezar las orejas y llenarse de sugestiones.)
Desde que se anunció la candidatura de Belmont yo estuve seguro de que este llamado a los independientes y sus ataques al establecimiento político harían mella en nuestro electorado. Pero quien anticipó los hechos con exactitud fue Miguel Cruchaga. Recuerdo una conversación con él en la que lamentó que Belmont no fuera nuestro candidato: una cara nueva y sin embargo muy conocida, que, por debajo de la superficialidad y chabacanería de sus declaraciones, representaba lo que nosotros queríamos promover: un joven empresario que se había hecho a sí mismo, en favor de la iniciativa privada y el mercado, sin el estigma de un pasado político.
El 27 de julio tuve una larga entrevista con Ricardo Belmont, en mi casa de Barranco, a la que asistió también Miguel Vega Alvear. Por los acuerdos internos del Frente, no pude proponerle lo que, sin duda, hubiera aceptado -ser nuestro candidato a la alcaldía-, sino limitarme a hacerle ver el riesgo de que su candidatura, al dividir el voto independiente y democrático, terminase dándole una vez más la municipalidad de Lima al apra (su candidata era Mercedes Cabanillas) o a la Izquierda Unida (cuya crisis interna, largamente fermentada, estalló en esos días y produjo su partición).
Belmont estaba muy confiado. Mi alianza con los partidos le parecía una equivocación, porque en el sector más popular, cuyos sentimientos él pulsaba a diario en sus programas, había un rechazo generalizado contra ellos y sobre todo contra Acción Popular. Él compartía ese criterio. Estaba dolido, además, porque el gobierno de Belaunde había discriminado contra él, negándose a devolverle el canal que le expropió la dictadura militar, como había hecho con los otros canales de televisión.
«Mis electores están sobre todo en los sectores C y D, me aseguró, y a quien yo le voy a quitar votos no será al Frente sino a la Izquierda Unida. A mí, mi propia clase, la burguesía, me desprecia, porque hablo en jerga y porque me creen un inculto. En cambio, aunque sea un blanquito, los cholitos y los negros de los pueblos jóvenes me tienen mucha simpatía y votarán por mí.»
Ocurrió como me lo dijo. Y fue también cierto lo que me prometió en aquella conversación, con una alegoría que repetiría muchas veces: «Las elecciones municipales son el partido preliminar y en ellas yo y el Frente debemos bailar con nuestro pañuelo. Pero la elección presidencial es el partido de fondo y allí saldré a apoyarte. Porque comparto tus ideas. Y porque necesito que seas presidente para tener éxito como alcalde de Lima.»
La campaña de Belmont fue muy hábil. Hizo menos publicidad en televisión que nosotros y que el apra, recorrió una y otra vez las barriadas más humildes, declaró hasta el cansancio que estaba a mi favor pero en contra de «los partidos ya quemados» y, para sorpresa de todos, en la polémica por televisión con Juan Incháustegui, en la que estábamos seguros de que éste lo abrumaría con su preparación técnica, quedó muy bien parado, gracias a los asesores que llevó, y, sobre todo, a su picardía criolla y su experiencia ante las cámaras.
Los comicios municipales precipitaron la ruptura de la izquierda, reunida hasta entonces en una precaria coalición bajo el liderazgo de Alfonso Barrantes Lingán. Este liderazgo era cuestionado hacía tiempo por los sectores más radicales de Izquierda Unida, quienes acusaban al ex alcalde de Lima de caudillismo, de haber suavizado su marxismo hasta mudarlo en una posición social demócrata y, más grave aún, de haber hecho una oposición tan respetuosa al gobierno de Alan García que se parecía a la complicidad.
Pese a esfuerzos desmedidos del Partido Comunista por evitar la ruptura, ésta se produjo. Izquierda Unida presentó como candidato a la alcaldía de Lima a un católico de izquierda, el sociólogo y profesor universitario Henry Pease García, quien sería, también, su candidato a la presidencia de la República. El sector barrantista, por su parte, bajo la etiqueta de Acuerdo Socialista, lanzó a otro sociólogo, el senador Enrique Bernales, asimismo candidato a la primera vicepresidencia con Barrantes.
Se acercaba el segundo aniversario del Movimiento Libertad -habíamos designado el 21 de agosto de 1987, fecha del mitin de la plaza San Martín, como día de su nacimiento- y en la Comisión Política pensamos que ésta era una buena ocasión para mostrar que, a diferencia de comunistas y socialistas, nosotros sí habíamos conseguido la unidad.
El primer aniversario lo habíamos celebrado en la ciudad de Tacna, con una manifestación en el Paseo Cívico. Hasta poco antes de la hora anunciada para el mitin, apenas había unos cuantos curiosos en los alrededores de la tribuna. Yo esperaba en una casa vecina, de amigos de mi familia, y, minutos antes de las ocho, subí al techo a espiar. En el estrado, Pedro Cateriano, con voz estentórea y gesto convencido, arengaba al vacío. O poco menos, pues el Paseo Cívico se veía semidesierto, en tanto que, en las esquinas y veredas laterales, grupos de curiosos observaban con indiferencia lo que ocurría. Pero, media hora después, cuando ya había empezado el acto y estábamos en los himnos de rigor, los tacneños empezaron a afluir, y siguieron haciéndolo hasta cubrir un par de cuadras. Al final, una muchedumbre me acompañó por las calles y tuve que hablar de nuevo desde los balcones del hotel.
Para celebrar el segundo aniversario elegimos el coliseo Amauta de Lima, que Genaro Delgado Parker nos cedió gratis, porque era muy amplio -cabían dieciocho mil personas- y porque creímos que la oportunidad sería buena para hacer una exposición seria de la propuesta del Frente Democrático, reuniendo a todos nuestros candidatos a alcaldes y regidores en los distritos de Lima. Invitamos también a los principales dirigentes de ap, ppc, del sode y de la uci (pequeña agrupación, dirigida por el entonces diputado Francisco Díez Canseco, que luego se apartaría de la alianza).
El programa constaba de dos partes. La primera, de bailes y canciones, fue confiada a Luis Delgado Aparicio, quien, de un lado, era un abogado especializado en cuestiones laborales y, de otro, una figura popular de la radio y la televisión por sus programas de salsa, o, como él dice, con inimitable estilo, de música «afro-latino-caribeño-americana», además de un eximio bailarín. La segunda parte, la propiamente política, serían los discursos de Miguel Cruchaga y el mío.
Movilización, la Juventud, los comités de distrito y Acción Solidaria hicieron un gran esfuerzo para llenar el Amauta. El problema fue el transporte. El responsable, Juan Checa, había contratado algunos ómnibus y camiones y cedido otros de su empresa, pero el día señalado muchos de estos vehículos no se presentaron a los puntos de reunión. De modo que los libertarios y libertarias encargados de la movilización se encontraron, en muchos distritos, con centenares de personas que no tenían cómo desplazarse hasta el coliseo. Charo Chocano, en Las Delicias de Villa, salió a la carretera y contrató a dos ómnibus que pasaban, y en Huaycán, la infatigable Friedel Cillóniz y su gente tomaron literalmente por asalto un camión a cuyo conductor persuadieron de que los llevara hasta el Amauta. Pero miles de personas se quedaron con los crespos hechos. Pese a ello, las tribunas del coliseo quedaron colmadas.