Литмир - Электронная Библиотека

IV. EL FRENTE DEMOCRÁTICO

Luego de los Encuentros por la Libertad de agosto y setiembre de 1987, partí a Europa, el 2 de octubre, como lo hacía todos los años por esta época. Pero, a diferencia de otros, esta vez llevaba conmigo, bien metido en el cuerpo pese a las iras y apocalípticas profecías de Patricia, el morbo de la política. Antes de partir de Lima, en una exposición televisada para agradecer a quienes me acompañaron en las movilizaciones contra la estatización, dije que regresaba «a mi escritorio y a mis libros», pero nadie me lo creyó, empezando por mi mujer. Yo tampoco me lo creí.

En esos dos meses que estuve en Europa, mientras asistía al estreno de mi obra La Chunga, en un teatro de Madrid, o garabateaba los borradores de mi novela Elogio de la madrastra bajo la cúpula con luceros del Reading Room del Museo Británico (a un paso del cubículo donde Marx escribió buena parte de El capital), la cabeza se me iba con frecuencia de las fantasías de los Inconquistables o de las ceremonias eróticas de don Rigoberto y doña Lucrecia a lo que ocurría en el Perú.

Mis amigos -los viejos y los nuevos, de los días de la movilización- se reunían, en mi ausencia, de manera periódica, para hacer planes, dialogaban con los dirigentes de los partidos, y cada domingo Miguel Cruchaga me hacía informes detallados y eufóricos que, infaliblemente, disparaban a mi mujer hacia la rabieta o el válium. Porque desde las primeras encuestas yo aparecía como una figura popular, con intenciones de voto, en caso de una eventual candidatura, de cerca de un tercio del electorado, el más alto porcentaje entre los presuntos aspirantes a la presidencia para aquella elección, todavía lejana, de 1990. Pero lo que más alegraba a Miguel era que la presión de opinión pública a favor de una gran alianza democrática, bajo mi liderazgo, le parecía incontenible. Era algo sobre lo que Miguel y yo habíamos divagado, en nuestras conversaciones, como un ideal remoto. De pronto, se hizo verosímil, y dependía de mi decisión.

Era cierto. Desde el mitin de la plaza San Martín, y debido a su gran éxito, en los diarios, la radio, la televisión y en todas partes comenzó a hablarse de la necesidad de una alianza de las fuerzas democráticas de oposición para enfrentarse al apra y a la Izquierda Unida en las elecciones de 1990. De hecho, los militantes de Acción Popular y del Partido Popular Cristiano se habían confundido en la plaza, aquella noche, con los independientes. También en Piura y Arequipa. En las tres manifestaciones yo hice aplaudir a esos partidos y a sus líderes por oponerse al proyecto estatizador.

Esta oposición había sido inmediata en el caso del Popular Cristiano y algo tibia al principio en el de Acción Popular. Su líder, el ex presidente Belaunde, presente en el Congreso el día del anuncio, hizo una declaración cautelosa, temiendo tal vez que la estatización tuviera mucho respaldo. Pero en los días siguientes, en consonancia con la reacción de amplios sectores, sus pronunciamientos fueron cada vez más críticos y sus partidarios concurrieron en masa a la plaza San Martín.

La presión de los medios de comunicación no apristas y del público en general, en cartas, llamadas y declaraciones, para que nuestra movilización cuajara en una alianza con miras a 1990, fue enorme en las semanas que siguieron a los Encuentros por la Libertad y continuó mientras yo estaba en Europa. Miguel Cruchaga y mis amigos coincidían en que yo debía tomar la iniciativa para materializar aquel proyecto, aunque discrepaban sobre el calendario. Freddy creía prematuro que volviera a Lima de inmediato. Temía que, en los tres años por delante hasta el cambio presidencial, mi flamante imagen pública se gastara. Pero si iba a actuar en política era indispensable viajar mucho por el interior del país, donde apenas me conocían. Así que, después de barajar muchas fórmulas, en discusiones telefónicas que nos costaban un ojo de la cara, decidimos que volviera a comienzos de diciembre, y por Iquitos.

La elección de la capital de la Amazonía peruana, como puerta de entrada al Perú, no fue gratuita. Durante la lucha contra la nacionalización, luego de los mítines de Lima, Arequipa y Piura, planeamos un cuarto en Loreto, de donde recibí pedidos para hacerlo. El apra y el gobierno desencadenaron entonces contra mí, en Iquitos, una campaña descomunal, y, strictu senso, literaria. Consistió en denunciarme por las radios y el canal estatal como difamador de la mujer loretana, por mi novela Pantaleón y las visitadoras, situada en Iquitos, de la que se reproducían párrafos y páginas que se repartían en octavillas o se leían en los medios, acusándome de llamar a todas las loretanas «visitadoras» y de describir sus enardecidas proezas sexuales. Hubo un desfile de madres con crespones negros y el apra convocó a todas las embarazadas de la ciudad a tenderse en la pista de aterrizaje para impedir que se posara el avión en el que llegaba «el sicalíptico calumniador que pretende ensuciar el suelo loretano» (cito uno de los volantes). Para remate, resultó que en la única radio de oposición loretana, el periodista que me defendía (con un lenguaje parecido al de mi personaje novelesco el Sinchi) creyó que la mejor manera de hacerlo era mediante una apasionada apología de la prostitución, a la que dedicó varios programas. Todo esto nos hizo temer un fiasco o, tal vez, un grotesco aquelarre, y desistimos de aquel mitin.

Pero ahora que volvía al Perú con intenciones políticas de largo alcance, convenía enfrentar de entrada al toro loretano y saber a qué atenernos. Miguel Cruchaga y Freddy Cooper fueron a la selva a preparar mi llegada. Yo viajé allí, vía Miami, solo, pues Patricia, en protesta contra estos amagos proselitistas, se negó a acompañarme. Me recibió en el aeropuerto de Iquitos una pequeña pero cordial concurrencia y, al día siguiente, 13 de diciembre, en el auditorio repleto del colegio San Agustín, hablé de mi relación con la Amazonía y de lo mucho que a esa región debían mis novelas, en especial la difamada Pantaleón y las visitadoras. Las loretanas, que eran la gran mayoría de mis oyentes, mostraron mejor humor que mis adversarios, riéndose con mis anécdotas sobre aquella ficción (y, dos años y medio después, votando masivamente por mí en las elecciones generales, pues fue en Loreto donde alcancé la mayor votación en el país).

La escala loretana transcurrió sin incidentes, en medio de una cálida atmósfera, y el único imprevisto fue el colerón de Freddy Cooper, al levantarse esa medianoche en el hotel de Turistas donde pernoctamos y descubrir que todos los guardaespaldas encargados de la seguridad se habían ido al burdel.

Apenas llegué a Lima, el día 14 de diciembre, comencé a trabajar en la forja de ese Frente Democrático, al que los periodistas rebautizarían con el horrible apócope de Fredemo (que Belaunde y yo nos negamos siempre a usar).

Fui a visitar, por separado, a los líderes de Acción Popular y del Partido Popular Cristiano y tanto Fernando Belaunde como Luis Bedoya Reyes se mostraron favorables a la idea del Frente. Tuvimos muchas reuniones, llenas de perífrasis, para despejar los obstáculos que conspiraban contra la alianza. Bedoya era mucho más entusiasta que Belaunde, pues éste tenía que hacer frente a una tenaz oposición de muchos de sus amigos y correligionarios, empeñados en que él fuera, una vez más, el candidato y de que Acción Popular se presentara sola a las elecciones. Belaunde esquivaba esas presiones, a poquitos, con su soberbio buen oficio, pero sin alegría, temeroso, sin duda, de que, al sentir que él pasaba a los cuarteles de invierno, su partido, tan ligado a su persona, se desintegrara.

Por fin, luego de muchos meses de negociaciones en las que, a menudo, yo me sentía asfixiado por su bizantinismo, acordamos constituir una comisión tripartita encargada de echar las bases de la alianza. Tres delegados representaron en ella a ap, tres al ppc y otros tres a los «independientes», cuya personería se me reconoció y para los cuales optamos por una designación de algo todavía inexistente: el Movimiento Libertad. Los tres delegados que designé por Libertad -Miguel Cruchaga, Luis Bustamante Belaunde y Miguel Vega Alvear- constituirían luego, con Freddy Cooper y conmigo, el primer Comité Ejecutivo de ese movimiento que empezamos a crear, a toda prisa, en esos días finales de 1987 y primeros de 1988, a la vez que organizábamos el Frente Democrático.

Se me ha reprochado mucho la alianza con dos partidos que ya habían estado en el poder (en buena parte de los dos gobiernos de Belaunde Terry, Bedoya Reyes había sido su aliado). Esa alianza, dicen los críticos, restó frescura y novedad a mi candidatura e hizo que ella apareciera como una maquinación de los viejos políticos de la derecha peruana para recuperar el poder a través de interpósita persona. «¿Cómo podía el pueblo peruano creer en el "gran cambio" que usted ofrecía», me han dicho, «si iba del brazo con quienes gobernaron entre 1980 y 1985, sin cambiar nada de lo que andaba mal en el Perú? Al ir con Belaunde y con Bedoya usted se suicidó».

Supe desde el principio los riesgos de esa alianza, pero decidí correrlos por dos razones. Era tanto lo que había que reformar en el Perú que, para hacerlo, se requería una ancha base popular, ap y ppc tenían influencia en sectores significativos y ambos lucían impecables credenciales democráticas. Si vamos separados a las elecciones, pensaba, la división del voto del centro y de la derecha dará la victoria a la Izquierda Unida o al apra. La mala imagen de los viejos políticos se puede borrar con un plan de reformas profundas que no tendrán nada que ver con el populismo de ap ni el conservadurismo del ppc, sino con un liberalismo radical nunca antes postulado en el Perú. Son estas ideas las que darán novedad y frescura al Frente.

De otro lado, temía que tres años no fueran suficientes, en un país con las dificultades del nuestro -amplias zonas afectadas por el terrorismo, pésimos o inexistentes caminos, deficientísimos medios de comunicación- para que una organización nueva, de gentes inexpertas, como el Movimiento Libertad, armase una organización con ramificaciones por todas las provincias y distritos para competir con el apra, que, además de su buena organización, contaría esta vez con todo el aparato del Estado, y contra una izquierda fogueada en varios procesos electorales. Por disminuidos que estén, razonaba, ap y ppc cuentan con una infraestructura nacional, indispensable para ganar la elección.

Ambos cálculos fueron bastante errados. Es verdad que yo y mis amigos, disputándonos a veces como perros y gatos con los aliados, sobre todo con Acción Popular, conseguimos que el programa de gobierno del Frente fuera liberal y radical. Pero, a la hora de la votación, esto pesó menos en los sectores populares que la presencia entre nosotros de caras y nombres que habían perdido credibilidad por su actuación política pasada. Y, de otro lado, fue candoroso de mi parte creer que los peruanos votarían por ideas. Votaron, como se vota en una democracia subdesarrollada, y, a veces, en las avanzadas, por imágenes, mitos, pálpitos, o por oscuros sentimientos y resentimientos sin mayor nexo con la razón.

19
{"b":"87986","o":1}