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El segundo supuesto era aún más equivocado que el primero. Ni Acción Popular ni el Popular Cristiano tenían en ese momento una sólida organización nacional. El ppc no la tuvo nunca. Partido pequeño, sobre todo de clase media, fuera de Lima contaba apenas con unos cuantos comités en las capitales de departamentos y de provincias y escasos adherentes. Y Acción Popular, pese a haber ganado dos elecciones presidenciales y haber sido, en sus mejores épocas, un partido de masas, jamás llegó a forjar una organización disciplinada y eficiente como la del apra. Fue siempre un partido aluvional, que cristalizaba en épocas electorales alrededor de su líder y se dispersaba. Pero luego de su revés de 1985 -su candidato presidencial, el doctor Javier Alva Orlandini, obtuvo apenas algo más del seis por ciento del voto- había perdido ímpetu y entrado en lo que parecía un proceso de delicuescencia. Sus comités, donde existían, estaban conformados por ex funcionarios de gobierno, a veces de mala reputación, y muchos de ellos parecían aspirar a que el Frente triunfara para volver a las andadas.

Al fin y al cabo, resultó lo contrario de lo que yo había previsto. Los aliados no se fundieron nunca y, más bien, en muchos sitios se dedicaron a disputar entre sí, por rivalidades personales y apetitos menudos y, a veces, como en Piura, con feroces comunicados por la radio y la prensa que hacían las delicias de nuestros adversarios. Pese a nuestras carencias en lo que concierne a organización, el Movimiento Libertad resultó, tal vez, entre las fuerzas del Frente -además de ap y del ppc lo integró el sode (Solidaridad y Democracia), una pequeña formación de profesionales- el que llegó a montar la más amplia red de comités en el país (aunque no por mucho tiempo).

La vinculación con ap y ppc no fue la razón principal de la derrota en las elecciones. Ésta se debió a varios factores y, sin duda, yo tuve mucha responsabilidad en el fracaso, por centrar toda la campaña en la defensa de un programa de gobierno, descuidar los aspectos exclusivamente políticos, denotar intransigencia y mantener, de principio a fin, una transparencia de propósitos que me volvió vulnerable a los ataques y a las operaciones de descrédito y que asustó a muchos de mis iniciales partidarios. Pero la alianza con quienes habían gobernado entre 1980 y 1985 contribuyó a que la confianza popular en el Frente -que existió a lo largo de casi toda la campaña- fuera precaria y, en un momento dado, se eclipsara.

A lo largo de esos casi tres años nos reunimos con Belaunde y con Bedoya a un ritmo de dos o tres veces al mes, al principio alternando los lugares de reunión para burlar la cacería periodística y luego, generalmente, en mi casa. Lo hacíamos en las mañanas, a eso de las diez. Bedoya llegaba infaliblemente tarde, lo que impacientaba a Belaunde, hombre puntualísimo y siempre ansioso de que las reuniones terminaran pronto para irse al club Regatas a nadar y a jugar frontón (venía, a veces, con zapatillas y raqueta).

Es difícil imaginarse a dos personas -a dos políticos- más distintas. Belaunde había nacido en 1912, en una familia de alcurnia, aunque sin fortuna, y llegaba al invierno de su vida cargado de triunfos: dos victorias presidenciales y una imagen de estadista democrático y honrado que ni sus peores adversarios le negaban. Bedoya, algo más joven, nacido en el Callao, en 1919 y de origen más humilde -su familia era de baja clase media-, había recorrido mucho camino para hacerse una posición en la vida, como abogado. Su carrera política tuvo un breve apogeo -fue un magnífico alcalde de la capital durante el primer gobierno de Belaunde, de 1964 a 1966, y reelegido de 1967 a 1969- pero, luego, nunca había podido sacudirse las etiquetas de «reaccionario», «defensor de la oligarquía» y «hombre de extrema derecha» con que lo bautizó la izquierda y fue derrotado las dos veces que postuló a la presidencia (en 1980 y 1985). Aquellas etiquetas, no ser muy buen orador y actuar a veces con precipitación, contribuyeron a que los peruanos no le permitieran nunca gobernar. Es un error que hemos pagado, sobre todo en la elección de 1985. Porque su gobierno hubiera sido menos populista que el de Alan García, más enérgico contra el terrorismo y, sin la menor duda, más honrado.

De los dos, el que tenía elocuencia y brillantez, elegancia y encanto, era Belaunde. Bedoya en cambio podía ser desacertado y prolijo, con sus largos soliloquios jurídicos que ponían fuera de sí a aquél, hombre constitutivamente alérgico a todo lo abstracto y desinteresado de ideologías y doctrinas. (La ideología de Acción Popular consistía en una forma elemental de populismo -mucha obra pública-, inspirada en el New Deal de Roosevelt, modelo de estadista para Belaunde, en eslóganes nacionalistas como «La conquista del Perú por los peruanos» y románticas alusiones al imperio de los incas y al trabajo cooperativo y comunal del hombre andino prehispánico.) Pero, de los dos, en sus tratos conmigo durante la campaña, Bedoya resultó ser el más flexible y dispuesto a hacer concesiones en favor del objetivo común. Y quien, una vez hecho un acuerdo, lo cumplía a cabalidad. Belaunde actuó siempre -conservando, eso sí, en todo momento, las buenas formas- como si sólo Acción Popular fuera el Frente y el ppc y Libertad meras comparsas. Bajo sus finísimas maneras había en él cierta vanidad, algo del caudillo acostumbrado a hacer y deshacer en su partido sin que nadie osara contradecirlo. Muy valiente, orador de espléndida retórica decimonónica, hombre de gestos llamativos

– batirse a duelo, por ejemplo-, había sido uno de los animadores del Frente Democrático de 1945, que llevó a la presidencia a José Luis Bustamante y Rivero, y surgió en los finales de la dictadura del general Odría (1948-1956) como un líder reformista, empeñado en hacer cambios sociales y modernizar al Perú. Su llegada al poder en 1963 concitó enormes esperanzas. Pero su gobierno no pudo hacer gran cosa, en buena parte por el apra y el odriísmo (que, aliados en el Congreso, donde tenían mayoría, bloquearon todos sus proyectos, empezando por la reforma agraria) y, en parte, por su indecisión y por elegir mal a sus colaboradores. El golpe militar de Velasco del año 1968 lo exilió a Estados Unidos, donde había vivido todo el tiempo de la dictadura, muy modestamente, dando clases. En su segundo gobierno, a diferencia del primero, no fue derrocado por los militares pero ése fue su mayor mérito: sobrevivir hasta las siguientes elecciones. Porque en lo demás -y, sobre todo, en política económica- fue un fracaso. Confió el premierato y la cartera de Economía sus dos primeros años a Manuel Ulloa, hombre inteligente y simpático, muy leal a él, pero frívolo hasta la irresponsabilidad. No rectificó ninguna de las catastróficas medidas de la dictadura, como la socialización de las tierras y la estatización de las empresas más importantes del país, aumentó peligrosamente el endeudamiento nacional, no se enfrentó con decisión al terrorismo cuando aún estaba en gérmenes, no pudo contener la corrupción que contaminó a gentes de su propio partido y dejó que se desatara la inflación.

Yo había votado por Belaunde todas las veces que fue candidato y, aunque consciente de sus deficiencias, defendí su segundo gobierno, pues me pareció que, luego de doce años de dictadura, la reconstrucción de la democracia era la primera prioridad. También porque quienes lo atacaban -el apra y la Izquierda Unida- representaban peores opciones. Y, sobre todo, porque, en la persona de Belaunde, además de sus buenas lecturas y maneras, hay una decencia entrañable, con dos cualidades que siempre he admirado en él, infrecuentes en los políticos peruanos: la auténtica convicción democrática [7] y la absoluta honradez. Él es uno de los contados presidentes en nuestra historia que salió de Palacio más pobre de lo que entró. Pero el mío fue un apoyo independiente, no exento de críticas a su gobierno del que, por lo demás, nunca formé parte. Con una sola excepción, rechacé todos los cargos que me ofreció: las embajadas en Londres y en Washington, el ministerio de Educación y el de Relaciones Exteriores y, finalmente, el de primer ministro. La excepción fue aquel cargo no rentado, de un mes, cuyo recuerdo a Patricia y a mí nos provocaba pesadillas: integrar la comisión investigadora de la matanza de ocho periodistas en una remota región de los Andes

– Uchuraccay-, [8] por lo que había sido atacado de manera inmisericorde y por lo que estuve a punto de ser enjuiciado.

A mediados de su segundo gobierno, una noche, de modo intempestivo, Belaunde me hizo llamar a Palacio. Él es un hombre reservado, que, aun cuando hable mucho, no revela jamás su intimidad. Pero en aquella ocasión -tuvimos dos o tres reuniones sobre el mismo tema, en los meses siguientes- me habló de manera más personal que de costumbre y con cierta emoción, dejándome entrever asuntos que lo atormentaban. Estaba dolido con aquellos técnicos a los que había dado carta blanca en el manejo económico del país. Pues, ¿cuál había sido el resultado? La historia no los recordaría a ellos; a él, sí. Lo indignaba que algunos de sus ministros hubieran contratado a asesores con altos salarios en dólares cuando se pedía al país entero que hiciera sacrificios. Y en su tono y sus silencios había melancolía y un amargo sabor. Su preocupación inmediata eran las elecciones de 1985. Acción Popular no tendría posibilidades y el ppc tampoco, ya que Bedoya, sin restar méritos a su persona, carecía de arrastre electoral. Esto podía significar el triunfo del apra, con Alan García en la presidencia. Las consecuencias serían negras para el país. En los años siguientes siempre recordé su vaticinio de aquella noche: «El Perú no sabe de lo que puede ser capaz ese muchacho si llega al poder.» Su idea era que esto podía evitarse si yo era candidato de ap y del ppc. De una manera suave, pero premiosa, me exhortó a entrar de una vez en la política activa -«meterse a la candela»- además de hacerlo sólo como intelectual. Creía que mi candidatura atraería al voto independiente y bromeaba: «Con un arequipeño de nacimiento y un piurano de corazón, como usted, tenemos asegurado el Norte y el Sur, la costa y la sierra del Perú.» A mis argumentos de que yo era inepto para esos menesteres (vaticinio que también confirmó el tiempo) respondía con frases halagüeñas y con una amabilidad -diría cariño, si este sustantivo no fuera tan contrapuesto a su personalidad parca, nada emotiva- que no dejó de mostrarme cuando discrepábamos, ni siquiera en los momentos más tensos de la vida del Frente Democrático, como cuando mi renuncia, por la disputa sobre las elecciones municipales, a mediados de 1989. Aquel proyecto de Belaunde no prosperó, en parte por mi propio desinterés, pero también porque no encontró eco alguno en Acción Popular ni en el Partido Popular Cristiano, que querían presentarse a las elecciones de 1985 con candidatos propios.

[7] Que demostraría una vez más, ya octogenario, a partir del 5 de abril de 1992, luego del autogolpe de Alberto Fujimori, saliendo a combatir a la dictadura con resolución.


[8] Véase «Sangre y mugre de Uchuraccay», en Contra viento y marea, III, pp. 85-226.


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