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V. EL CADETE DE LA SUERTE

En los años que viví con mi padre, hasta que entré al Leoncio Prado, en 1950, se desvaneció la inocencia, la visión candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis tíos me habían infundido. En esos tres años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor, dimensión tortuosa y violenta que está siempre, a veces más y a veces menos, contrapesando el lado generoso y bienhechor de todo destino humano. Y es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura, nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor.

Que yo entrara al Colegio Militar Leoncio Prado daba vueltas a mi padre desde que me llevó a vivir con él. Me lo anunciaba cuando me reñía y cuando se lamentaba de que los Llosa me hubieran criado como un niño engreído. No sé si estaba bien enterado de cómo funcionaba el Leoncio Prado. Me figuro que no, pues no se habría hecho tantas ilusiones. Su idea era la de muchos papás de clase media con hijos díscolos, rebeldes, inhibidos o sospechosos de mariconería: que un colegio militar, con instructores que eran oficiales de carrera, haría de ellos hombrecitos disciplinados, corajudos, respetuosos de la autoridad y con los huevos bien puestos.

Como en esa época no se me pasaba por la cabeza la idea de ser algún día sólo un escritor, cuando me preguntaban qué sería de grande, mi respuesta era: marino. Me gustaban el mar y las novelas de aventuras, y ser marino me parecía congeniar esas dos aficiones. Entrar a un colegio militar, cuyos alumnos recibían grados de oficiales de reserva, resultaba una buena antesala para un aspirante a la Escuela Naval.

Así que cuando, al terminar el segundo de secundaria, mi padre me matriculó en una academia del jirón Lampa, en el centro de Lima, para prepararme al examen de ingreso al Leoncio Prado, tomé el proyecto con entusiasmo. Ir interno, vestir uniforme, desfilar el 28 de julio junto a los cadetes de la Aviación, la Marina y el Ejército, sería divertido. Y vivir lejos de él, toda la semana, todavía mejor.

El examen de ingreso consistía en pruebas físicas y académicas, a lo largo de tres días, en el inmenso recinto del colegio, a orillas de los acantilados de La Perla, y el mar rugiendo a sus pies. Aprobé los exámenes y en marzo de 1950, días antes de cumplir los catorce años, comparecí en el colegio con cierta excitación por lo que iba a encontrar allí, preguntándome si no serían muy duros esos meses de encierro hasta la primera salida. (Los cadetes del tercer año salían a la calle por primera vez el 7 de junio, día de la bandera, luego de haber aprendido los rudimentos de la vida militar.)

Los «perros», alumnos de tercero de la séptima promoción, éramos unos trescientos, divididos en once o doce secciones, según nuestra altura. Yo estaba entre los más altos, de manera que me tocó la segunda sección. (En cuarto año me pasarían a la primera.) Tres secciones formaban una compañía, bajo el mando de un teniente y un suboficial. El teniente de nuestra compañía se llamaba Olivera; nuestro suboficial, Guardamino.

El teniente Olivera nos hizo formar, nos llevó a nuestras cuadras, nos distribuyó camas y roperos -eran camas camarote y a mí me tocó la segunda de la entrada, arriba-, nos hizo cambiar nuestras ropas de paisano por los uniformes de diario -camisa y pantalón de dril verde, Cristina y botines de cuero café- y, formados de nuevo en el patio, nos dio las instrucciones básicas sobre el respeto, el saludo y el tratamiento al superior. Y luego nos formaron a todas las compañías del año para que el director del colegio, el coronel Marcial Romero Pardo, nos diera la bienvenida. Estoy seguro de que habló de «los valores supremos del espíritu», tema que recurría en sus discursos.

Luego nos llevaron a almorzar, en el enorme pabellón, al otro lado de una explanada de césped en la que se paseaba una vicuña y donde vimos por primera vez a nuestros superiores: los cadetes de cuarto y de quinto. Todos mirábamos con curiosidad y algo de alarma a los de cuarto, pues serían ellos los que nos bautizarían. Los perros sabíamos que el bautizo era la prueba amarga por la que había que pasar. Ahora, acabando este rancho, los de cuarto se desquitarían con nosotros de lo que les habían hecho a ellos, en un día como éste, el año anterior.

Al terminar el almuerzo, oficiales y suboficiales desaparecieron y los de cuarto se lanzaron sobre nosotros como cuervos. Los «blanquitos» éramos una pequeña minoría en ese gran océano de indios, cholos, negros y mulatos, y excitábamos la inventiva de nuestros bautizadores. A mí me llevó un grupo de cadetes junto con un muchacho de una sección de pequeños a una cuadra de cuarto año. Nos hicieron un concurso de «ángulos rectos». Doblados en dos, alternadamente teníamos que patearnos en el trasero; el que pateaba más despacio era pateado por los bautizadores, con furia. Después, nos hicieron abrir la bragueta y sacarnos el sexo para masturbarnos: el que terminaba primero se iría y el otro se quedaría a tender las camas de los verdugos. Pero, por más que tratábamos, el miedo nos impedía la erección, y, al final, aburridos de nuestra incompetencia, nos llevaron al campo de fútbol. A mí me preguntaron qué deporte practicaba: «Natación, mi cadete.» «Nádese de espaldas toda la cancha de atletismo, entonces, perro.»

Guardo un recuerdo siniestro de ese bautizo, ceremonia salvaje e irracional que, bajo las apariencias de un juego viril, de rito de iniciación en los rigores de la vida castrense, servía para que los resentimientos, envidias, odios y prejuicios que llevábamos dentro pudieran volcarse, sin inhibiciones, en una fiesta sadomasoquista. Ya ese primer día, en las horas que duró el bautizo -se prolongaba los días siguientes, de manera mitigada-, supe que la aventura leonciopradina no iba a ser lo que yo, malogrado por las novelas, imaginaba, sino algo más prosaico, y que iba a detestar el internado y la vida militar, con sus jerarquías mecánicas determinadas por la cronología, la violencia legitimada que ellas significaban, y todos los ritos, símbolos, retóricas y ceremonias que la forman y que nosotros, siendo tan jóvenes -catorce, quince, dieciséis años-, comprendíamos a medias y distorsionábamos dándole una aplicación a veces cómica y a veces cruel y hasta monstruosa.

Los dos años en el Leoncio Prado fueron bastante duros y pasé allí algunos días horribles, sobre todo los fines de semana en que me quedaba castigado -las horas se volvían larguísimas, infinitos los minutos-, pero, a la distancia, pienso que ese par de años me fueron más provechosos que perjudiciales. Aunque no por las razones que animaron a mi padre a meterme allí. Por el contrario. Entre 1950 y 1951, encerrado entre esas rejas corroídas por la humedad de La Perla, en esos días y noches grises, de tristísima neblina, leí y escribí como no lo había hecho nunca antes y empecé a ser (aunque entonces no lo supiera) un escritor.

Además, debo al Leoncio Prado haber descubierto lo que era el país donde había nacido: una sociedad muy distinta de aquella, pequeñita, delimitada por las fronteras de la clase media, en la que hasta entonces viví. El Leoncio Prado era una de las pocas instituciones -acaso la única- que reproducía en pequeño la diversidad étnica y regional peruana. Había allí muchachos de la selva y de la sierra, de todos los departamentos, razas y estratos económicos. Como colegio nacional, las pensiones que pagábamos eran mínimas; además, había un amplio sistema de becas -un centenar por año- que permitía el acceso a muchachos de familias humildes, de origen campesino o de barrios y pueblos marginales. Buena parte de la tremenda violencia -lo que me parecía a mí tremenda y era para otros cadetes menos afortunados que yo la condición natural de la vida- provenía precisamente de esa confusión de razas, regiones y niveles económicos de los cadetes. La mayoría de nosotros llevaba a ese espacio claustral los prejuicios, complejos, animosidades y rencores sociales y raciales que habíamos mamado desde la infancia y allí se vertían en las relaciones personales y oficiales y encontraban maneras de desfogarse en esos ritos que, como el bautizo o las jerarquías militares entre los propios estudiantes, legitimaban la matonería y el abuso. La escala de valores erigida en torno a los mitos elementales del machismo y la virilidad servía, además, de cobertura moral para esa filosofía darwiniana que era la del colegio. Ser valiente, es decir, loco, era la forma suprema de la hombría, y ser cobarde, la más abyecta y vil. El que denunciaba a un superior los atropellos de que era víctima merecía el desprecio generalizado de los cadetes y se exponía a represalias. Eso se aprendía rápido. A uno de mis compañeros de sección, llamado Valderrama, durante el bautizo, unos cadetes de cuarto lo hicieron treparse a lo alto de una escalera y luego se la movieron para hacerlo resbalar. Cayó mal y la propia escalera le cercenó un dedo contra el filo de un lavador. Valderrama nunca delató a los culpables y por eso todos lo respetábamos.

La hombría se afirmaba de varios modos. Ser fuerte y aventado, saber trompearse -«tirar golpe» era la expresión que resumía maravillosamente con su mezcla de sexo y violencia ese ideal-, era una de ellas. Otra, atreverse a desafiar las reglas, haciendo audacias o extravagancias que, de ser descubiertas, significaban la expulsión. Perpetrar estas hazañas daba acceso a la ansiada categoría de loco. Ser «loco» era una bendición, porque entonces quedaba públicamente reconocido que no se pertenecería ya nunca a la temible categoría de «huevón» o «cojudo».

Ser «huevón» o «cojudo» quería decir ser un cobarde: no atreverse a darle un cabezazo o un puñete al que venía a «batirlo» a uno (tomarle el pelo o hacerle alguna maldad), no saber trompearse, no atreverse, por timidez o falta de imaginación, a «tirar contra» (escaparse del colegio después del toque de queda, para ir a un cine o una fiesta) o cuando menos esconderse a fumar o a jugar dados en la glorieta o en el edificio abandonado de la piscina en vez de ir a clases. Quienes pertenecían a esta condición eran las víctimas propiciatorias, a quienes los «locos» maltrataban de palabra y de obra para su diversión y la de los demás, orinándoles encima cuando estaban dormidos, exigiéndoles cuotas de cigarrillos, tendiéndoles «cama chica» (una sábana doblada a la mitad que uno descubría al meterse a la cama y encontrarse con un tope para las piernas) y haciéndolos padecer toda clase de humillaciones. Buena parte de estas proezas eran las típicas mataperradas de la adolescencia, pero las características del colegio -el encierro, la variopinta composición del alumnado, la filosofía castrense- muchas veces crispaban las travesuras a extremos de verdadera crueldad. Recuerdo un compañero al que apodamos Huevas Tristes. Era flaquito, pálido, muy tímido, y todavía al comienzo del año, un día que el temible Bolognesi -había sido mi condiscípulo en La Salle y al entrar al Leoncio Prado reveló una naturaleza de «loco» desatado- lo atormentaba con sus burlas, se echó a llorar. Desde entonces, se volvió el payaso de la compañía, al que cualquiera podía insultar o vejar para mostrarle al mundo y a sí mismo lo macho que era. Huevas Tristes llegó a convertirse en una posma, sin iniciativa, sin voz y casi sin vida, al que yo vi un día ser escupido en la cara por un «loco», limpiarse con su pañuelo y seguir su camino. De él se decía, y, como de él, de todos los «huevones», que le habían «ganado la moral».

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