Si de los cincuenta y cinco que he vivido, me permitieran revivir un año, escogería el que pasé en Piura, en casa del tío Lucho y la tía Olga, estudiando el quinto año de secundaria en el colegio San Miguel y trabajando en La Industria. Todas las cosas que me pasaron allí, entre abril y diciembre de 1952, me tuvieron en un estado de entusiasmo intelectual y vital que siempre he recordado con nostalgia. De todas esas cosas, la principal fue el tío Lucho.
Era el mayor de los tíos, el que, después del abuelo Pedro, había sido jefe de la tribu de los Llosa, a quien todos acudían y al que yo había secretamente preferido, desde que tuve uso de razón, allá, en Cochabamba, cuando me hacía el ser más feliz del mundo llevándome a las piscinas en las que aprendí a nadar.
La familia estaba orgullosa del tío Lucho. Los abuelos y la Mamaé contaban cómo, en Arequipa, había sacado el premio de excelencia, todos los años, en los jesuitas, y la abuelita desenterraba sus libretas de notas para mostrarnos los calificativos sobresalientes con los que se graduó. Pero el tío Lucho no había podido seguir la carrera en la que, con su talento, nadie dudaba que habría alcanzado toda clase de triunfos, porque el ser tan buen mozo y tener tanto éxito con las mujeres lo arruinó. Todavía muy jovencito, cuando se disponía a entrar a la universidad, embarazó a una prima, y el escándalo, en la pacata y severísima Arequipa, lo obligó a partir a Lima, hasta que la familia se aplacara. Nada más regresar protagonizó otro escándalo, casándose, apenas salido de la adolescencia, con Mary, una arequipeña veinte años mayor que él. La pareja tuvo que marcharse de la espantada ciudad, a Chile, donde el tío Lucho abrió una librería y prosiguió sus aventuras galantes, las que terminaron por desbaratar su precoz matrimonio.
Ya separado, viajó a Cochabamba, donde los abuelos. Entre mis primeros recuerdos está su apuesta figura de actor de cine y las bromas y anécdotas que en la gran mesa familiar de los domingos se contaban sobre las conquistas y galanterías del tío Lucho, quien, desde esa época, me ayudaba a hacer las tareas y me daba clases extras de matemáticas. Luego partió a trabajar a Santa Cruz, primero con el abuelo, en la hacienda de Saipina, y después por su cuenta, como representante de distintas firmas y productos, entre ellos el champagne francés Pomery. Santa Cruz tiene fama de ser tierra de las mujeres más lindas de Bolivia y el tío Lucho decía siempre que todo lo bien que le fue allá en los negocios se lo gastó en el champagne Pomery que se vendía a sí mismo para atender a las bellísimas cruceñas. Venía con frecuencia a Cochabamba y sus llegadas eran un gran flujo de energía en la casa de Ladislao Cabrera. Yo las celebraba más que nadie, porque aunque quería mucho a todos los tíos, él sí que me parecía mi verdadero papá.
Por fin, sentó cabeza y se casó con la tía Olga. Se fueron a Santa Cruz, donde, según la leyenda, una de las despechadas novias cruceñas del tío Lucho -una hermosa mujer llamada también Olga- fue, una tarde, a caballo, a disparar cinco tiros a las ventanas de la tía Olga por haber monopolizado -al menos en teoría- tamaña presa. Mi predilección por el tío Lucho no sólo se debía a lo cariñoso que era conmigo; también, a la aureola aventurera, de vida en perpetua renovación, que lo rodeaba. Porque desde entonces me sentía fascinado por las personas que parecían salidas de las novelas, aquellas que habían hecho realidad el verso de Chocano: «Quiero vivir torrente…»
El tío Lucho se pasó la vida cambiando de trabajos, intentando todos los negocios, siempre insatisfecho con lo que hacía, y aunque la mayor parte de las veces le fue mal en lo que intentó, lo cierto es que nunca se aburrió. El último año que estuvimos en Bolivia, hacía contrabando de caucho hacia Argentina. Era un negocio que el gobierno boliviano, de boca para afuera, perseguía, pero alentaba por lo bajo, pues era una buena fuente de divisas para el país. Argentina, víctima de un embargo internacional por su posición favorable al Eje durante la guerra, pagaba a precio de oro esa goma -jebe o caucho- de las selvas amazónicas. Recuerdo haber acompañado al tío Lucho a unos depósitos de Cochabamba donde la goma, antes de ser disimulada en los camiones que la llevarían a la frontera, debía ser espolvoreada con talco para quitarle el olor, y haber sentido una excitación pecaminosa cuando se me permitió también echar unos puñados al material prohibido. Poco antes del fin de la guerra, una de las caravanas del tío Lucho fue decomisada en la frontera, y él y sus socios perdieron hasta la camisa. Justo a tiempo para que él y la tía Olga -y sus hijas pequeñitas, Wanda y Patricia- vinieran a establecerse a Piura, con los abuelos.
Allí, el tío Lucho había trabajado unos años en la casa Romero, en una distribuidora de automóviles, pero en 1952, cuando fui a vivir con él, era agricultor. Tenía alquilado el fundo San José, a orillas del Chira, en el que sembraba algodón. El fundo estaba entre Paita y Sullana, a unas dos horas de Piura, y muchas veces lo acompañé allá, en esos dos o tres viajes semanales que hacía, en una negra camioneta bamboleante, para vigilar los riegos, la fumigación o el desmonte. Mientras él hablaba con los peones, yo montaba a caballo, me bañaba en la acequia y me inventaba cuentos de estruendosas pasiones entre jóvenes hacendados y rústicas apañadoras. (Recuerdo haber escrito un largo relato de esta índole al que le puse un título cultísimo: «La zagala».)
El tío Lucho era aficionado a la lectura y de joven había escrito versos. (Más tarde, en la universidad, me enteré por profesores que habían sido sus amigos de juventud, en Arequipa, como Augusto Tamayo Vargas, Emilio Champion o Miguel Ángel Ugarte Chamorro, que en esa época todos sus compañeros estaban convencidos de que la suya era una vocación de intelectual.) Todavía recordaba algunos, sobre todo un soneto, en el que comparaba las bellas prendas de una dama a las cuentas de un collar, y en nuestras conversaciones de ese año piurano, cuando yo le hablaba de mi vocación, y le decía que quería ser un escritor aunque me muriera de hambre, porque la literatura era lo mejor del mundo, él solía recitármelo, a la vez que me animaba a seguir mis inclinaciones literarias sin pensar en las consecuencias, porque -es una lección que aprendí y que he tratado de transmitir a mis hijos- la peor desgracia para un hombre es pasarse la vida haciendo cosas que no le gustan en vez de las que hubiera querido hacer.
El tío Lucho me escuchó leerle La huida del inca, y muchos poemas y cuentos, haciéndome a veces algunas críticas -la exuberancia era mi defecto capital- pero con delicadeza para no herir mi susceptibilidad de novísimo escribidor.
La tía Olga me había preparado un cuarto, al fondo del pequeño patio de su casita, en la calle Tacna, casi en el encuentro de ésta con la avenida Sánchez Cerro, frente a la plaza Merino, donde se hallaba mi flamante colegio, el San Miguel. La casa ocupaba los bajos de una vieja construcción y constaba de salita, comedor, cocina y tres dormitorios, más los baños y cuartos del servicio. Mi llegada desbarató el orden de la familia -además de Wanda y Patricia, de nueve y siete años, había nacido Lucho, entonces de dos-, y los tres primos tuvieron que ser amontonados en un cuarto para que yo tuviera el mío, independiente. En él se hallaban, en un par de estantes, los libros del tío Lucho, viejos volúmenes de Espasa-Calpe, ediciones de clásicos de la editorial Ateneo, y, sobre todo, la colección completa de la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada, unos treinta o cuarenta ejemplares de novelas, ensayos, poesía y teatro que estoy seguro de haber leído de principio a fin, en ese año de voraces lecturas. Entre los libros del tío Lucho encontré una autobiografía, publicada por la editorial Diana, de México, que me tuvo desvelado muchas noches y que me produjo un sacudón político: La noche quedó atrás, de Jan Valtin. Su autor había sido un comunista alemán, en tiempos del nazismo, y su autobiografía, llena de episodios de militancia clandestina, de sacrificadas peripecias revolucionarias y de atroces abusos fue, para mí, un detonante, algo que me hizo pensar por primera vez, con cierto detenimiento, en la justicia, en la acción política, en la revolución. Aunque, al final del libro, Valtin criticaba mucho al partido comunista, que sacrificó a su mujer y actuó con él de manera cínica, recuerdo haber terminado la lectura sintiendo gran admiración por esos santos laicos que, a pesar del riesgo de ser torturados, decapitados o de pasarse la vida en las mazmorras nazis, dedicaban su vida a luchar por el socialismo.
Como el colegio estaba a pocos metros de la casa -me bastaba cruzar la plaza Merino para llegar a él-, me levantaba lo más tarde posible, me vestía a la carrera y salía disparado cuando ya estaban tocando el silbato para clases. Pero la tía Olga no me perdonaba el desayuno y me mandaba a la muchacha al San Miguel con una taza de leche y un pan con mantequilla. No sé cuántas veces tuve que pasar por la vergüenza de, apenas comenzada la primera lección de la mañana, ver entrar en el aula al jefe de inspectores, El Diablo, a llamarme: «¡Vargas Llosa Mario! ¡A la puerta, a tomar su desayuno!» Después de mis tres meses de periodista noctámbulo y prostibulario en La Crónica, había retrocedido a hijo de familia.
No lo lamentaba. Me sentía feliz de que la tía Olga y el tío Lucho me engrieran, y de que, al mismo tiempo, me trataran como un hombre, dándome total libertad para salir, o quedarme leyendo hasta tardísimo, cosa que hacía con frecuencia. Por eso me costaba tanto levantarme para el colegio. La tía Olga me firmaba tarjetas en blanco, de modo que yo mismo inventara las excusas para mis tardanzas. Pero como éstas se repetían con exceso, mis primas quedaron encargadas de despertarme, cada mañana. Wandita lo hacía con delicadeza; la menor, Patricia, aprovechaba la ocasión para dar rienda suelta a sus malos instintos y no tenía empacho en echarme encima un vaso de agua. Era un pequeño demonio de siete años disimulado tras una carita de nariz respingada, ojos fulminantes y cabellos crespos. Esos vasos de agua fría que me lanzaba encima se volvieron una pesadilla y yo los esperaba, entre sueños, con estremecimientos anticipados. Atontado y asustado por el golpe de agua le lanzaba furioso la almohada, pero ella se había ya puesto a salvo, y, desde el patio, me respondía con una carcajada demasiado grande para su cuerpecito semiesquelético. Sus malacrianzas batieron todos los récords de la tradición familiar, incluso los míos. Cuando no le daban gusto en algo, la prima Patricia era capaz de llorar y zapatear horas de horas hasta sacar de sus casillas al tío Lucho, a quien yo vi, una vez, meterla vestida a la ducha, a ver si dejaba de chillar. A la prima Patricia, una temporada que durmió en mi cuarto, se me ocurrió hacerle un poema, y ella se lo aprendió de memoria y solía llenarme de bochorno recitándolo, delante de las amigas de la tía Olga, escurriéndolo y dándole unos acentos gelatinosos para que sonara todavía peor: