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XVI. EL GRAN CAMBIO

Es costumbre que en la Conferencia Anual de Ejecutivos los candidatos a la presidencia presenten sus planes de gobierno. Las reuniones concitan enorme interés y las exposiciones se hacen ante auditorios repletos de empresarios, dirigentes políticos, autoridades y muchos periodistas.

De los diez candidatos, cade invitó a exponer sólo a los cuatro que, según las encuestas, éramos en diciembre de 1989 los únicos con posibilidad de ser elegidos: los del Frente Democrático, el apra, la Izquierda Unida y el Acuerdo Socialista. A cuatro meses de las elecciones, Alberto Fujimori no aparecía en las encuestas y, cuando asomaba en ellas, disputaba el último lugar con Jeremías Ortiz Arcos, el profeta Ezequiel Ataucusi Gamonal, fundador de la Iglesia Israelita del Nuevo Pacto Universal.

Yo esperaba con impaciencia la ocasión de presentar mi programa, mostrándole al pueblo peruano lo que había de novedoso en mi candidatura y el sentimiento reformista que la animaba. Me tocó cerrar el cade, en la tarde del segundo día, luego de las exposiciones de Alva Castro y Henry Pease, y la de Barrantes, quien expuso ese sábado 2 de diciembre en la mañana. Hablar último me pareció una buena señal. Los panelistas que me tocaron eran un simpatizante del Frente, Salvador Majluf, presidente de la Sociedad Nacional de Industrias, y dos adversarios decorosos: el técnico agrario Manuel Lajo Lazo y el periodista César Lévano, uno de los escasos marxistas ponderados del Perú.

Aunque el equipo de Plan de Gobierno no había concluido el programa, la última semana de noviembre Lucho Bustamante me entregó un borrador de discurso en el que figuraban las medidas centrales. Haciendo milagros con el tiempo, pues eran ésos los días de la polémica con Alan García sobre los empleados públicos, conseguí encerrarme dos mañanas completas para reescribir el texto, [38] y la víspera del cade tuve con el directorio de Plan de Gobierno una sesión de entrenamiento sobre las previsibles objeciones del panel y del público.

Luego de describir el empobrecimiento del Perú en las últimas décadas y la contribución del gobierno aprista al cataclismo («Quienes, creyendo en la palabra del señor Alan García Pérez, expresada en este mismo foro de 1984, invirtieron en intis sus ahorros, hicieron un triste negocio: hoy les queda menos del dos por ciento de lo que ahorraron»), desarrollé nuestra propuesta para «salvar al Perú de la mediocridad, de la demagogia, del hambre, del desempleo y del terror». De entrada y sin medias tintas dejé clara la orientación de las reformas: «Ya tenemos la libertad política. Pero el Perú nunca ha intentado de veras el camino de la libertad económica, sin la cual toda democracia es imperfecta y se condena a la pobreza… Todos nuestros esfuerzos estarán encaminados a convertir al Perú, de este país de proletarios, desocupados y privilegiados que es ahora, en un país de empresarios, de propietarios y de ciudadanos iguales ante la ley.»

Me comprometí a asumir la conducción de la lucha contra el terrorismo y a movilizar a la sociedad civil, armando a las rondas campesinas y obrando para que este ejemplo de autodefensa fuera imitado en los centros de producción urbanos y rurales. Autoridades e instituciones civiles retomarían el control de las zonas de emergencia entregadas a la autoridad militar.

Esta acción sería firme, pero dentro de la ley. Había que acabar con los abusos a los derechos humanos, cometidos por las fuerzas del orden en la acción antisubversiva: de ello dependía la legitimidad de la democracia. Los campesinos y peruanos humildes jamás ayudarían al gobierno a enfrentar a los terroristas mientras se sintieran atropellados por policías y soldados. Para mostrar la decisión del gobierno de no tolerar abusos de ese género, yo tenía decidido -así se lo adelanté a Ian Martin, secretario general de Amnistía Internacional, que me visitó el 4 de mayo de 1990- nombrar un comisionado de derechos humanos, que tendría oficina en Palacio de Gobierno. En los meses siguientes, luego de barajar muchos nombres, pedí a Lucho Bustamante que sondeara a Diego García Sayán, abogado joven, que había fundado la Asociación Andina de Juristas y que, aunque vinculado a Izquierda Unida, parecía capaz de ejercer imparcialmente el cargo. Este comisionado no sería decorativo, tendría poderes para atender las denuncias, hacer investigaciones por su propia cuenta, iniciar acciones ante el Poder Judicial, y diseñar proyectos de información y educación de la opinión pública, en colegios, sindicatos, comunidades agrarias, cuarteles y comisarías.

Además de éste, habría otro comisionado, responsable del programa nacional de privatización, reforma clave del programa, que yo quería también seguir de cerca. Ambos comisionados tendrían rango de ministros. Para esta tarea había designado a Javier Silva Ruete, quien estaba al frente del plan de privatización.

El primer año sería la etapa más difícil, debido al inevitable carácter recesivo de la política antiinflacionaria, cuyo objetivo era reducir el aumento de los precios a un diez por ciento anual. En los dos años siguientes -de la liberalización y las grandes reformas- el crecimiento sería moderado en la producción, el empleo y el ingreso. Pero, a partir del cuarto, entraríamos a un período muy dinámico, sobre una base firme. El Perú habría comenzado el despegue hacia la libertad con bienestar.

Expliqué todas las reformas, empezando por las más controvertidas. Desde la privatización de las empresas públicas -se iniciaría con unas setenta firmas, entre ellas el Banco Continental, la Sociedad Paramonga, la Empresa Minera Tintaya, Aero Perú, Entel Perú, la Compañía Peruana de Teléfonos, el Banco Internacional, el Banco Popular, Entur Perú, Popular y Porvenir Compañía de Seguros, epsep, Laboratorios Unidos S. A. y la Reaseguradora Peruana, y se continuaría hasta que el sector público en su integridad hubiera pasado a manos privadas- hasta la reducción de los ministerios a la mitad de los existentes.

En educación, anticipé una reforma integral, para que la igualdad de oportunidades fuera por fin posible. Sólo si los niños y jóvenes peruanos pobres recibían una formación de alto nivel estarían en condiciones de igualdad, para abrirse campo en la vida, con aquellos niños y jóvenes de familias de medios y altos ingresos que podían frecuentar colegios y universidades privados. Para elevar el nivel de aquéllos era necesario reformar los planes de estudios -a fin de que tuvieran en cuenta la heterogeneidad cultural, regional y lingüística de la sociedad peruana-, modernizar la preparación de los docentes, pagarles buenos salarios y dotarlos de planteles bien equipados, con bibliotecas, laboratorios y una infraestructura adecuada. ¿Tenía el paupérrimo Estado peruano cómo financiar esta reforma? Desde luego que no. Por ello, pondríamos fin a la gratuidad indiscriminada de la enseñanza. A partir del tercer año de secundaria, la sustituiría un sistema de becas y créditos, a fin de que, quienes estuvieran en condiciones de hacerlo, financiaran en parte o en todo su educación. Nadie que careciera de recursos se quedaría sin colegio ni universidad; pero las familias de medios o altos ingresos contribuirían a que los pobres tuvieran una educación que los preparara para salir de la pobreza. Los padres de familia intervendrían en la administración de los centros escolares y en determinar las contribuciones de las familias.

Casi de inmediato, esta propuesta se convirtió en uno de los más impetuosos caballos de batalla contra el Frente. Apristas, socialistas y comunistas proclamaron que defenderían con su vida «la educación gratuita», que nosotros queríamos suprimir para que ya no sólo comer y trabajar, sino también educarse, fuera privilegio de los ricos. Y a los pocos días del discurso del cade, Fernando Belaunde vino a mi casa, con un memorándum, recordándome que la educación gratuita era postulado programático de Acción Popular. No renunciarían a él. Dirigentes populistas empezaron a hacer declaraciones en el mismo sentido. Las críticas de los aliados tomaron tales proporciones que convoqué una reunión de todos los partidos del Frente Democrático, en el Movimiento Libertad, para discutir la medida. La reunión fue tormentosa. En ella, León Trahtenberg, presidente de la Comisión de Educación, fue duramente cuestionado por los populistas Andrés Cardó Franco, Gastón Acurio y otros.

Yo mismo intervine en la polémica, en aquélla y otras ocasiones, como valedor de la propuesta. Es demagogia postular una educación universalmente gratuita, si el resultado de ello es que tres cuartas partes de los niños estudien en colegios que carecen de bibliotecas, de laboratorios, de baños, de pupitres y pizarras y, muchas veces, de techos y paredes, que los maestros reciban una formación deficiente y ganen sueldos de hambre, y que, por tanto, sólo los jóvenes de clases media y alta -que pueden pagar buenos colegios y buenas universidades- reciban una formación que les asegure el éxito profesional.

En mi conversación con Belaunde fui muy claro: no cedería sobre éste ni sobre punto alguno del programa. Había cedido respecto a las elecciones municipales y las listas parlamentarias, dando muchas ventajas a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano, pero en el plan de gobierno no haría concesiones. La única razón por la que quería ser presidente eran esas reformas. La educativa estaba destinada a acabar con una de las formas más injustas de la discriminación cultural: la derivada de las diferencias de ingreso.

Al final, aunque a regañadientes, y sin poder evitar que, de cuando en cuando, voces disidentes en el seno de la alianza se pronunciaran contra esta medida, conseguimos que Acción Popular la tolerara. Pero nuestros adversarios siguieron atacándonos sin misericordia sobre el tema, con campañas publicitarias y pronunciamientos de sindicatos de maestros y asociaciones magisteriales en defensa de la «educación popular». La campaña fue tal que el propio León Trahtenberg me envió su carta de renuncia a la comisión (no la acepté) y llegó a proponerme, a principios de enero de 1990, que diéramos marcha atrás, en vista de las reacciones negativas. Con el respaldo de Lucho Bustamante, insistí en que era nuestra obligación, ya que la medida nos parecía necesaria, seguir defendiéndola. Pero, pese a mi prédica al respecto -desde entonces, en todos mis discursos hablé del tema-, ésta fue una de las reformas que asustó más a los electores y decidió a buen número de ellos a votar contra mí.

[38] Acción para el cambio: El programa de gobierno del Frente Democrático (Lima, diciembre, 1989).


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