Литмир - Электронная Библиотека

Escribo estas líneas en agosto de 1991, y veo, por recortes periodísticos de Lima, que los maestros nacionales -trescientos ochenta mil- llevan ya cinco meses de huelga, desesperados por sus condiciones de existencia. Los escolares de colegios públicos corren el riesgo de perder el año de estudios. Y si no lo pierden, ya puede uno imaginarse lo que, con el gigantesco paréntesis de cinco meses, significará este año en términos académicos para esos alumnos. El obispo de Huaraz declara en una revista que es un escándalo que el sueldo promedio de un maestro apenas sobrepase los cien dólares mensuales, lo que significa el hambre para ellos y sus familias. Hace cinco meses que, por la huelga, todos los colegios nacionales están cerrados y desde que asumió el poder el nuevo gobierno, el Estado no ha construido una sola aula escolar, por falta de fondos. ¡Pero la educación sigue siendo gratuita y hay que felicitarse de que esa gran conquista popular no fuera destruida!

Esta controversia fue para mí muy instructiva sobre la fuerza del mito ideológico, capaz de sustituir totalmente a la realidad. Porque la gratuidad de la educación pública que con tanto ahínco defendían mis adversarios era inexistente, letra muerta. Desde hacía tiempo, las condiciones ruinosas del erario impedían al Estado construir colegios y la inmensa mayoría de las aulas que se levantaban en barrios marginales y pueblos jóvenes para atender la demanda creciente, las construían los propios vecinos. Y los padres de familia, también, se encargaban del mantenimiento, limpieza y refacción de las escuelas y colegios nacionales por la incapacidad del Estado para asumir los gastos.

Cada vez que yo llegaba a un barrio pobre, en Lima o provincias, recorría varias escuelas. «¿Construyó estas aulas el gobierno?» «¡No! ¡Nosotros!» «¿Y quién fabricó estos pupitres, estos pizarrones? ¿El gobierno o los padres de familia?» «¡Los padres de familia!» «¿Y quién limpia, pinta, barre esta escuela y levanta las paredes que se desmoronan? ¿Ustedes o el gobierno?» «¡Nosotros!» Debido a la crisis económica, hacía ya tiempo que el Estado peruano sólo pagaba los salarios de los maestros. Los padres de familia habían llenado el vacío echándose sobre sus hombros la tarea de construir y mantener las escuelas en todos los barrios y distritos de menores ingresos del país. En mis discursos, yo subrayaba siempre que, en un par de años, Acción Solidaria había construido, gracias a donaciones, trabajo voluntario y colaboración de los vecinos, más guarderías infantiles y aulas escolares que el Estado peruano. Por lo demás, Enrique Ghersi descubrió que ese mismo gobierno aprista que machacaba día y noche la amenaza contra la gratuidad de la enseñanza, había dictado disposiciones por las cuales se obligaba a los padres, para inscribir a sus hijos en los colegios nacionales, a pagar unos «derechos» a las asociaciones de familia que iban a incrementar un fondo educativo nacional. Como muchas otras disposiciones irreales, la gratuidad de la enseñanza, que sólo había servido para perjudicar más a los pobres aumentando la discriminación, había ido siendo rectificada en la práctica, por la fuerza de las cosas.

Yo tenía muchas esperanzas en la reforma de la educación. Estaba convencido de que la manera más eficaz para lograr la justicia social en el Perú era una enseñanza pública de alto nivel. Una y otra vez señalé que había estudiado en colegios nacionales, como el Leoncio Prado y el San Miguel de Piura, y en la Universidad de San Marcos, de manera que conocía las deficiencias del sistema (aunque éstas se habían agravado desde mis épocas de estudiante). Pero estos esfuerzos para persuadir a mis compatriotas de lo bien fundada de nuestra reforma de la educación, fueron inútiles y prevalecieron quienes me acusaban de querer dejar al pueblo en la ignorancia.

Otras dos reformas que anuncié en cade fueron también objeto de feroces ataques: la del mercado laboral y el nuevo diseño del Estado. La primera fue transformada por mis adversarios en una astucia para permitir que los empresarios despidieran a sus trabajadores y la segunda en un proyecto para dejar en la calle a medio millón de empleados públicos. (En un vídeo contra nosotros, que repetía las imágenes de The Wall, de Pink Floyd, el gobierno me presentaba, desfigurado por unos colmillos de Drácula, provocando un apocalíptico shock, en el que se cerraban las fábricas, los precios se disparaban hasta la estratosfera, los niños eran arrojados de las escuelas y los obreros de sus puestos y el país entero estallaba en una explosión nuclear.)

Como la gratuidad de la enseñanza, la estabilidad laboral es una conquista social falaz, que, en vez de proteger al buen trabajador contra el despido arbitrario, se ha convertido en un mecanismo de protección al trabajador ineficiente, y en un obstáculo a la creación de empleos para quienes necesitan trabajar (en el Perú, a fines de 1989, siete de cada diez adultos). La estabilidad laboral favorecía al once por ciento de la población económicamente activa. Era, pues, la renta de una pequeña minoría, que estabilizaba en el desempleo a los desocupados. Las leyes protectoras del trabajador significaban que, con un período de prueba de tres meses, un trabajador se convertía en propietario de su puesto, del que era prácticamente imposible separarlo, pues la «causa justa» para su despido a que se refiere la Constitución había quedado reducida, por las leyes vigentes, a una «falta grave» casi imposible de probar. El resultado era que las empresas funcionaban con personales mínimos y vacilaban antes de expandirse por el temor de verse con el peso muerto de una planilla excesiva. En un país donde el desempleo y el subempleo afectaban a las dos terceras partes de la población y donde crear trabajo era una urgentísima necesidad, había que dar al principio de la estabilidad un sentido de veras social.

Explicando que respetaría los derechos adquiridos -las reformas sólo afectarían a los nuevos contratados-, enumeré en el cade las principales acciones para atenuar los efectos negativos de la estabilidad laboral: la falta de productividad sería incluida entre las «causas justas» de despido, se ampliaría el período de prueba para evaluar la capacidad del trabajador, se ofrecería a las empresas un amplio esquema de contratación temporal que les permitiera adecuar su mano de obra a las variaciones del mercado, y, para combatir el desempleo juvenil, se diseñarían unos contratos de formación y aprendizaje, trabajo a tiempo parcial y contratos de relevo y jubilación anticipada. Asimismo, se permitiría que el trabajador se constituyera en empresa individual y autónoma y contratase con el empleador la prestación de sus servicios. Dentro de este paquete de medidas figuraba la democratización del derecho de huelga, hasta entonces monopolio de las cúpulas sindicales, que, en muchos casos, la imponían al resto de los trabajadores mediante la extorsión. Las huelgas serían decididas por votación secreta, directa y universal y se prohibirían las huelgas que afectaban servicios públicos vitales, las huelgas en apoyo a otros gremios o empresas y se penalizaría la práctica de toma de rehenes y de locales, como complemento de los paros sindicales.

(En marzo de 1990, durante nuestro congreso «La revolución de la libertad», sir Alan Walters, que había sido asesor de Margaret Thatcher, me aseguró que estas medidas tendrían un efecto favorable sobre la creación del empleo. Me reprochó, eso sí, no haber sido tan radical con el salario mínimo, que íbamos a mantener. «Parece que es un acto de justicia», me dijo. «Pero lo es sólo con aquellos que trabajan. En cambio, el salario mínimo es una injusticia con quienes han perdido su trabajo o ingresan al mercado laboral y encuentran las puertas cerradas. Para beneficiar a éstos, los más necesitados de justicia social, el salario mínimo es una injusticia, un obstáculo que les cierra el camino del empleo. Los países donde hay más trabajo son aquellos donde el mercado es más libre.»)

Expliqué, sobre todo en visitas a fábricas, que un trabajador eficiente es algo muy costoso para que las empresas se desprendan de él, y que nuestras reformas no afectarían derechos ya adquiridos, sólo a los nuevos trabajadores, esos millones de peruanos sin empleo o con empleos miserables a quienes teníamos la obligación de ayudar, generando rápidamente trabajo para ellos. Que los trabajadores enajenados por la prédica populista se mostraran hostiles, porque no entendían estas reformas, o porque las entendían y las temían, lo comprendo. Pero que el grueso de los desocupados, en favor de quienes ellas se concibieron, votaran masivamente contra estos cambios, dice mucho sobre el formidable peso muerto de la cultura populista, que lleva a los más discriminados y explotados a votar en favor del sistema que los mantiene en esa condición.

En lo que respecta al medio millón de empleados públicos, vale la pena relatar toda la historia, porque este tema, como el de la gratuidad de la enseñanza, tuvo un efecto devastador contra mí en los sectores humildes y porque a través de él se advierte lo eficaces que pueden ser las malas artes en política. La noticia de que, apenas subiera al gobierno, echaría a la calle a quinientos mil burócratas apareció en la gran orquestadora de patrañas, La República, [39] como una declaración que Enrique Ghersi, el joven turco del Movimiento Libertad, habría hecho en Chile, a un periodista chileno. [40] En verdad, Ghersi no había dicho tal cosa y se apresuró a desmentir la información, apenas regresó al Perú, en la prensa [41] y la televisión. Algún tiempo después, el propio periodista chileno, Fernando Villegas, vino a Lima y desmintió la invención [42] en diarios y en canales peruanos. Pero, a estas alturas, el montaje en torno a los quinientos mil empleados, que llevaron a cabo La República, Hoy, La Crónica y las radios y canales del gobierno se había vuelto ya verdad inconmovible. Hasta dirigentes del Frente Democrático, mis aliados, fueron persuadidos de ella, pues, algunos, como el pepecista Ricardo Amiel y el populista Javier Alva Orlandini, en vez de desmentir la falsedad, la convalidaron ¡criticando a Ghersi por la calumnia que le atribuían! [43]

Lo cierto es que ni Ghersi, ni nadie en el Frente podría haber dicho algo así. No se podía establecer cuántos empleados públicos sobraban, pues ni siquiera había manera de saber cuántos eran. El Frente Democrático tenía una comisión, presidida por la doctora María Reynafarje, tratando de averiguarlo, que había detectado más de un millón (excluyendo a los miembros de las Fuerzas Armadas), pero la evaluación estaba aún en proceso. Desde luego, la inflación burocrática tenía que ser drásticamente reducida, de manera que el Estado tuviera sólo los funcionarios que necesitaba. Pero la transferencia del sector público al privado de las decenas o centenas de miles de sobrantes no se iba a hacer mediante despidos intempestivos. Éramos conscientes del desempleo y mi gobierno, no sólo por razones legales y éticas, también prácticas, no cometería la insensatez de inaugurar su gestión multiplicando este problema. Nuestro designio era la reubicación indolora de la burocracia sobrante. El trasvase iría ocurriendo a medida que, con las reformas, comenzara el crecimiento económico, hubiera nuevas empresas y las existentes pudieran trabajar a plena capacidad. Sería acelerado, por parte del gobierno, con incentivos para lograr renuncias voluntarias o jubilaciones adelantadas. Sin atropellar los derechos de nadie, tratando de que el mercado efectuara la reubicación, pasaría al sector civil buena parte de la burocracia.

[39] Lima, 9 de agosto de 1989, p. 3.


[40] La entrevista a Ghersi apareció en El Diario (Finanzas-Economía-Comercio) de Santiago, el 4 de agosto de 1989, y en ella se habla en general de la reducción de la burocracia pero no se menciona cifra alguna.


[41] Expreso, Lima, 10 de agosto de 1989, p. 4.


[42] Ojo, Lima, 22 de diciembre de 1989.


[43] Véanse las declaraciones de Ricardo Amiel en La República y en La Crónica el 6 de agosto de 1989, y la de Javier Alva Orlandini en El Nacional el 30 de noviembre de 1989.


78
{"b":"87986","o":1}