Pero la ficción derrotó a la realidad. En una perfecta sincronización, apenas aparecido el infundio de La República (con enormes títulos en la primera página), el gobierno inició la operación, en las radios y canales del Estado y en los adictos, repartiendo por el país millones de volantes, y repitiendo diariamente, en todas las formas posibles, por boca de todos sus voceros, desde los líderes hasta los gacetilleros más tenebrosos, la especie de que yo empezaría mi gobierno con medio millón de despedidos. De nada sirvieron aclaraciones, desmentidos, explicaciones, míos, de Ghersi y de quienes dirigían el Plan de Gobierno.
Desde muy joven he vivido fascinado con la ficción, porque mi vocación me ha hecho muy sensible a ese fenómeno. Y hace tiempo que he ido advirtiendo cómo el reino de la ficción desborda largamente la literatura, el cine y las artes, géneros en los que se la cree confinada. Tal vez porque es una necesidad irresistible que la especie humana trata de aplacar de cualquier modo y aun por conductos inimaginables, la ficción aparece por doquier, despunta en la religión y en la ciencia y en las actividades más aparentemente vacunadas contra ella. La política, sobre todo en países donde la ignorancia y las pasiones juegan un papel tan importante en ella como el Perú, es uno de esos campos abonados para que lo ficticio, lo imaginario echen raíces. Tuve muchas ocasiones de comprobarlo en la campaña, y, sobre todo, en el asunto del medio millón de burócratas amenazados por mi hacha liberal.
La izquierda se plegó de inmediato a la campaña y hubo acuerdos sindicales, manifiestos de protesta y repudio, manifestaciones públicas de empleados y trabajadores del Estado en que me quemaban en efigie o paseaban ataúdes con mi nombre.
El ápice fue una denuncia judicial, presentada contra mí por la cite (Confederación Intersectorial de Trabajadores Estatales), una agrupación controlada por la izquierda que buscaba hacía tiempo su reconocimiento legal: Alan García se apresuró a concedérselo en aquellos días, con ese propósito. La cite inició lo que, en jerga procesal, se llama «una diligencia preparatoria de confesión» ante el Poder Judicial por «el riesgo que corrían sus agremiados de perder sus empleos». Fui citado ante el 26.° Juzgado Civil de Lima. Además de grotesco, el asunto era una aberración jurídica y así lo declararon, incluso, adversarios, como el senador socialista Enrique Bernales y el diputado aprista Héctor Vargas Haya.
En el Comité Ejecutivo y en la Comisión Política de Libertad discutimos si debía comparecer ante el juez, o si esto era colaborar con los maquiavelismos de Alan García, permitiendo a la prensa hostil hacer una gran algazara conmigo, en el Palacio de Justicia, llevado ante los tribunales por los trabajadores amenazados de despido. Decidimos que compareciera sólo mi abogado. Encargué de esta misión a Enrique Chirinos Soto, miembro de la Comisión Política de Libertad, a la que yo lo había invitado como asesor. Enrique, senador independiente, periodista, historiador, constitucionalista, era uno de esos liberales de antaño, como Arturo Salazar Larraín, formado al lado de don Pedro Beltrán. Periodista de fuste, sutil analista político, conservador sin complejos y católico a machamartillo, Enrique es uno de los políticos inteligentes -aunque bastante casquivano- que ha tenido el Perú y un arequipeño que ha sabido mantener la tradición jurídica de su tierra. Asistía casi siempre a las reuniones de la Comisión Política, en las que solía permanecer mudo e inmóvil, despidiendo un aroma de escocés de buena marca, en una especie de catatonia voluntaria. De vez en cuando, algo lo despertaba de su geológico sopor y urgía a hablar: sus intervenciones eran luminosas y nos servían para zanjar intrincados problemas. De cuando en cuando, acordándose de su función de asesor, me enviaba unos pequeños billetes que yo leía con delicia: descripciones del momento político, consejos de tácticas o simples ocurrencias en función de los acontecimientos, escritos con agudeza y humor. (Ninguno de sus muchos talentos le impidió, sin embargo, entre la primera y la segunda vuelta, cometer una gaffe monumental.) Enrique demostraría con facilidad ante el juzgado la impertinencia jurídica de la acción judicial.
El 2 de enero, el juez del 26.° Juzgado Civil de Lima dio marcha atrás en su decisión de hacerme comparecer, y declaró nulo e inadmisible el pedido de la cite. Ésta apeló y Chirinos Soto pudo lucirse con un informe oral ante la Primera Sala Civil de la Corte Superior de Lima, el 16 de enero de 1990, que confirmó aquella decisión. [44]
Como colofón de este episodio, señalo una curiosa coincidencia. Durante el gobierno de Alan García, por causa de la inflación con recesión -la llamada estagnación- los analistas calculan que en el Perú se perdieron unos quinientos mil puestos de trabajo, la misma cifra que, según la campaña, me disponía yo a recortar en la administración pública. El tema daría materia para un ensayo sobre la teoría freudiana de la transferencia y, por cierto, para una novela de política-ficción.
En cambio, no tuvo mayor repercusión otra de las medidas radicales que anuncié en el cade: la reforma de la reforma agraria que hizo el general Velasco y que seguía vigente. Que nuestros adversarios no montaran también con este asunto una gran campaña se debió, tal vez, a que el estado del campo peruano -sobre todo en el sector público de las cooperativas y las sais (Sociedades Agrarias de Interés Social)-, era tan claramente repudiado por los campesinos, que allí hubiera sido más difícil defender el statu quo. O, tal vez, a que el voto campesino -por la migración masiva hacia las ciudades en las últimas décadas- representa ahora apenas el treinta y cinco por ciento del electorado nacional. (Y el ausentismo es más elevado en el campo que en la ciudad.)
También en el agro proponíamos introducir el mercado, privatizándolo, de modo que la transferencia de las empresas estatales y semiestatales a la sociedad civil sirviera para crear una masa de propietarios y empresarios independientes. Gran parte de esta reforma estaba en marcha, por obra de los propios campesinos, quienes, como he dicho, habían venido parcelando las cooperativas -dividiéndolas en lotes privados individuales-, pese a que la ley se lo prohibía. Su acción había afectado a dos tercios del campo pero no tenía valor legal. El movimiento de los parceleros, nacido de manera independiente, en contra de los partidos y sindicatos de izquierda, había sido para mí, desde hacía años, como el de los empresarios informales, un signo esperanzador. Que los más pobres entre los pobres hubieran optado por la propiedad privada, por emanciparse de la tutela estatal, era, aunque no lo supieran ellos mismos, una rotunda demostración de que las doctrinas colectivistas y estatistas habían sido repudiadas por el pueblo peruano y que éste, a través de la dura experiencia, descubría las ventajas de la democracia liberal. Por eso, el 4 de junio, en la plaza de Armas de Arequipa, al proclamarse mi candidatura, los parceleros y los informales fueron los héroes de mi discurso; me referí a ellos, llamándolos la punta de lanza de la transformación para la que pedía el voto de los peruanos.
(Mi estrategia de campaña estuvo basada, en gran parte, en el supuesto de que parceleros e informales serían el principal sustento de mi candidatura. Es decir, en que yo conseguiría persuadir a estos sectores de que lo que ellos estaban haciendo, en las ciudades y en los campos, correspondía a las reformas que quería llevar a cabo. Fracasé sin atenuantes: la inmensa mayoría de parceleros y de informales votaron en contra de mí [más que a favor de mi adversario], atemorizados por mi prédica antipopulista, es decir, en defensa del populismo contra el que habían sido los primeros en rebelarse.)
La renovación de la reforma agraria iba a consistir en dar títulos de propiedad a los cooperativistas que hubieran decidido la privatización de las tierras colectivizadas y en crear mecanismos legales para que pudieran imitarlos las demás cooperativas. La privatización no sería obligatoria. Las que quisieran continuar como tales podrían hacerlo, pero sin subsidios del Estado. En cuanto a los grandes ingenios azucareros de la costa -como Casagrande, Huando, Cayaltí-, el gobierno les facilitaría asesoramiento técnico para transformarse en sociedades anónimas, y sus cooperativistas en accionistas.
El estado ruinoso de estos ingenios -antaño los principales exportadores y captadores de divisas para el Perú- era producto de la ineficiencia y la corrupción que había introducido en ellos el sistema estatista. En un régimen privado y competitivo podían recuperarse y ser instrumentos de empleo y desarrollo en el campo, pues tenían las tierras más ricas y mejor comunicadas del país.
La reforma del régimen de propiedad de la tierra crearía cientos de miles de nuevos propietarios y empresarios, que podrían progresar, gracias a un sistema abierto, sin las trabas y discriminaciones de que ha sido siempre víctima el agro en relación con la ciudad. Desaparecería el control de precios a los productos agrícolas que había condenado a la ruina -o empujado a producir coca- a regiones enteras, donde los campesinos debían vender sus productos por debajo de sus costos, con el consiguiente resultado de que el Perú importaba ahora buena parte de sus alimentos. (Repito que este sistema permitió memorables pillerías: los privilegiados con esas licencias de importación, que recibían dólares subvaluados podían, en una sola de estas operaciones, dejar en cuentas cifradas en el extranjero, millones de dólares. Precisamente, ahora que escribo estas líneas, la revista Oiga [45] revela que uno de los ministros de Agricultura de Alan García, miembro de su círculo de íntimos, Remigio Morales Bermúdez -hijo del ex dictador-, depositó en el Atlantic Security Bank, de Miami, durante su gestión, ¡más de veinte millones de dólares!) Con el régimen de economía de mercado, los agricultores recibirían por los productos del campo precios justos, determinados por la oferta y la demanda, y habría los necesarios incentivos para invertir en agricultura, para modernizar las técnicas de cultivo, e ingresos que permitieran al Estado mejorar la infraestructura vial que había decaído y hasta desaparecido en algunas regiones. Ya no se repetiría el espectáculo, corriente en los últimos años del régimen aprista, de toneladas de arroz producido por los empobrecidos agricultores del departamento de San Martín pudriéndose en sus depósitos mientras el Perú gastaba decenas de millones de dólares importando arroz y, de paso, enriqueciendo a unos cuantos personajes con influencia política.