Éste fue otro tema constante de mis discursos, sobre todo ante auditorios campesinos: las reformas beneficiarían de inmediato a millones de peruanos que malvivían de la tierra; la liberalización traería un crecimiento rápido a la agricultura, la ganadería y la agroindustria y una reestructuración social en favor de los más pobres. Pero, en mis incontables viajes a la sierra y a la ceja de montaña, siempre advertí la resistencia del campesinado, sobre todo el más primitivo, a dejarse convencer. Por siglos de desconfianza y frustración, sin duda, y por mi propia incapacidad para formular este mensaje de manera convincente. Los lugares donde, aun en momentos de máxima popularidad de mi candidatura, percibí más rechazo, fueron las regiones campesinas. Sobre todo, Puno, uno de los departamentos más miserables (y más ricos en historia y en belleza natural del país). Todas mis giras puneñas fueron objeto de violentas contramanifestaciones. En la del 18 de marzo de 1989, en la ciudad de Puno, Beatriz Merino, luego de pronunciar su discurso, sin amilanarse ante una muchedumbre que la abucheaba y le gritaba «¡Fuera, tía Julia!» (nos aplaudía apenas un puñadito de pepecistas pues Acción Popular había boicoteado el mitin), cayó desmayada por la impresión y por los cuatro mil metros de altura y hubo que darle oxígeno allí mismo, en un rincón del estrado. Al día siguiente, 19 de marzo, en Juliaca, Miguel Cruchaga y yo casi no pudimos hablar, por la silbatina y los gritos («¡Fuera, españoles!»). En otra gira, el 10 y 11 de febrero de 1990, nuestros dirigentes me hicieron irrumpir en el estadio, durante las fiestas de la Candelaria, y ya he contado cómo nos recibió una lluvia de proyectiles que, gracias a los reflejos del profesor Oshiro, no me hicieron daño, pero me derribaron al suelo, ignominiosamente. La manifestación del cierre de campaña, el 26 de marzo de 1990, en la plaza de Armas, fue muy concurrida, y no prosperaron los esfuerzos por desbaratarla de grupos de provocadores. Pero era puro espejismo, pues tanto en la primera como en la segunda vuelta, mi porcentaje más bajo de votos en el Perú fue en ese departamento. En el cade adelanté también la privatización del servicio de correos y de aduanas, la reforma tributaria y sólo apunté muchos otros temas, por las limitaciones del tiempo. Entre ellos, el que más me importaba era la privatización. Llevaba tiempo trabajando en ella con Javier Silva Ruete.
Javier, que los lectores de mis libros de alguna manera conocen, pues -con las distancias que separan ficción y realidad- me había servido de modelo para el Javier de mis primeros cuentos y de La tía Julia y el escribidor, había hecho una destacada carrera como economista y ocupado importantes cargos políticos. Luego de graduarse, en San Marcos, se perfeccionó en Italia, y trabajó en el Banco Central de Reserva. Fue el ministro más joven del primer gobierno de Belaunde Terry -pertenecía entonces a la Democracia Cristiana- y, luego, secretario general del Pacto Andino. Al ser derrocado el general Velasco por una revolución de Palacio, su sucesor, el general Morales Bermúdez, nombró a Silva Ruete ministro de Economía y su gestión corrigió algunos estropicios del velascato, como la inflación y los entredichos con los organismos internacionales. Del grupo que, con Javier, manejó la economía en esa época, había nacido esa pequeña agrupación política de técnicos y profesionales, el sode, que formaba parte del Frente Democrático (Manuel Moreyra había sido el presidente del Banco Central cuando Silva Ruete era ministro). La gente del sode, como Moreyra, Alonso Polar, Guillermo van Ordt, el propio Raúl Salazar, y algunos otros, había tenido un papel de primer orden en la elaboración de nuestro Plan de Gobierno y en ellos encontré, siempre, apoyo para las reformas y aliados contra las resistencias que oponían a ellas Acción Popular o el Partido Popular Cristiano.
Para conseguir que Acción Popular aceptara la incorporación del sode al Frente Democrático yo había tenido que hacer milagros, pues Belaunde Terry y los populistas tenían fuertes prevenciones. Porque habían colaborado con la dictadura militar y por la oposición durísima que el sode, en particular Manolo Moreyra y Javier Silva, habían hecho al segundo gobierno de Belaunde Terry. Así como por haber colaborado con Alan García durante su campaña electoral, de quien fueron aliados por un tiempo, y en cuyas listas parlamentarias habían sido elegidos al Congreso dos miembros del sode: Javier al Senado y Aurelio Loret de Mola a la Cámara de Diputados. Silva Ruete, además, había asesorado a Alan García el primer año de su gobierno. Pero yo hice valer ante Belaunde la manera como el sode había roto con el apra desde los días de la estatización de la Banca, apoyando nuestra campaña, y lo indispensable que era tener en el gobierno a un equipo de técnicos de alto nivel. Belaunde y Bedoya terminaron por resignarse, pero nunca se sintieron muy felices con ese aliado.
A ambos les incomodaba, además, que Javier Silva Ruete fuera uno de los propietarios de La República. Nacido, bajo la dirección del especialista Guillermo Thorndike, como un periódico sólo amarillo, incansable en la explotación o fabricación del sensacionalismo -crímenes, chismografía, delaciones, morbo, exhibicionismo frenético de la mugre humana-, La República se convirtió, luego, sin dejar de explotar aquellos rubros, en el portavoz, simultáneamente, del apra y de la Izquierda Unida, en un caso de esquizofrenia política improbable en otro país que no sea el Perú. La explicación de este híbrido era, al parecer, que entre los dueños de La República tenían fuerzas equilibradas el senador Gustavo Mohme (comunista) y el nuevo rico Carlos Maraví (apristón), quienes habían llegado a la fórmula goldoniana de poner las informaciones y editoriales del diario al servicio de esos dos amos, enemigos entre sí. El rol de Javier en este enredo y entre semejante gente -aparecía como presidente del directorio de la empresa- fue siempre un misterio para mí. Nunca le pregunté por qué lo hacía ni hablábamos de ese tema, pues él como yo queríamos conservar una amistad que había significado mucho para ambos desde niños y procurábamos no ponerla a prueba introduciendo en ella a la insidiosa política.
Nos habíamos visto poco cuando él era ministro de la dictadura militar y mientras asesoraba a Alan García. Pero cuando nos veíamos, en alguna reunión social, el afecto recíproco estaba siempre allí, más sólido que lo demás. Cuando los sucesos de Uchuraccay, luego del informe de la Comisión que yo escribí y defendí en público, La República llevó a cabo una campaña contra mí que duró muchas semanas, en la que al falso testimonio y la mentira sucedía el insulto, a extremos de monomanía. Que ello ocurriera me apenó menos, por supuesto, que tuviera como órgano un periódico del que era dueño uno de mis más antiguos amigos. Pero incluso a esta experiencia sobrevivió nuestra amistad. Éste fue otro argumento que utilicé con Belaunde y Bedoya para apoyar la incorporación del sode al Frente Democrático: con poca gente se había encarnizado tanto La República como conmigo. Había, pues, que dejar de lado las suspicacias y confiar en que Javier y su grupo actuarían lealmente con el Frente.
El cambio de actitud del sode se produjo con motivo de la estatización de la banca. Manuel Moreyra fue uno de los primeros en condenar la medida, desde Arequipa, donde se hallaba, y multiplicó las declaraciones, conferencias y artículo sobre el tema. Su resolución arrastró a todos sus colegas, y precipitó la ruptura del sode con el apra. Sus dos parlamentarios, Silva Ruete y Loret de Mola, batallaron en el Congreso en contra de la medida. Desde entonces, había habido una buena colaboración entre el sode y el Movimiento Libertad.
Las razones por las que confié a Javier la Comisión de Privatización fueron su competencia y su capacidad de trabajo. En los primeros meses de 1989 conversamos, en su estudio, y le pregunté si estaba dispuesto a asumir esa tarea, en el entendido siguiente: la privatización debía abarcar la totalidad del sector público y ser concebida de manera que permitiera la creación de nuevos propietarios entre los obreros y empleados de las empresas privatizadas y los consumidores de sus servicios. Estuvo de acuerdo. El objetivo central de la transferencia a la sociedad civil de las empresas públicas no sería técnico -reducir el déficit fiscal, dotar al Estado de recursos- sino social: multiplicar el número de accionistas privados en el país, dar acceso a la propiedad a millones de peruanos de menores ingresos. Con su característico entusiasmo, Javier me dijo que a partir de ese momento abandonaba todas sus otras ocupaciones para dedicarse en cuerpo y alma a ese programa.
Con un pequeño equipo, en una oficina aparte, y con fondos del presupuesto de la campaña, trabajó a lo largo de un año, haciendo un escrutinio de las casi doscientas empresas públicas y diseñando un sistema y una secuencia para la privatización, que comenzaría el mismo 28 de julio de 1990. Javier buscó asesoría en todos los países con experiencia en privatizaciones, como Gran Bretaña, Chile, España y varios otros, e hizo gestiones con el Fondo Monetario, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo. Cada cierto tiempo, él y su equipo me hacían informes de los avances de su trabajo, y cuando éste estuvo completo, yo invité a economistas extranjeros, como el español Pedro Schwartz y el chileno José Pinera, a que nos dieran su opinión. El resultado fue un trabajo macizo y totalizador, que combinaba el rigor técnico y la voluntad transformadora con la audacia creativa. Tuve verdadera satisfacción cuando pude leer los gruesos volúmenes y comprobé que era un instrumento formidable para quebrar el espinazo de una de las fuentes principales de la corrupción y la injusticia en el Perú.
Javier, que había aceptado mi propuesta de ser el comisionado de la privatización, accedió, también, a no candidatear al Congreso, para dedicarse a tiempo completo a esta reforma.
La reacción de los medios y de la opinión pública ante mi discurso del cade fue de desconcierto por la magnitud de las reformas y la franqueza con que estaban anunciadas y un reconocimiento amplio de que, entre los cuatro expositores, el único que había presentado un plan de gobierno integral había sido yo (Caretas habló de «El Vargazo»). [46] El 5 de diciembre tuve un desayuno de trabajo, en el hotel Sheraton, con un centenar de periodistas y corresponsales extranjeros, a quienes di nuevos detalles sobre el programa de gobierno.