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No es esto algo que me quite el sueño. Y, tal vez, ser tan poco popular me facilitará poder dedicar en adelante todo mi tiempo y mi energía a escribir, algo para lo que -toco madera- confío ser menos inepto que para la indeseable (pero imprescindible) política.

Mi última reflexión, en este libro que ha sido difícil de escribir, no es optimista. No comparto el amplio consenso que parece existir entre los peruanos, de que, con los dos procesos electorales habidos en el Perú luego del 5 de abril -para un Congreso Constituyente y para la renovación de los municipios- se ha restablecido la legalidad y el gobierno ha recobrado sus credenciales democráticas. Por el contrario, pienso que aquello ha servido, más bien, para que el Perú retroceda en términos políticos y, con la bendición de la oea y muchas cancillerías occidentales, se haya restaurado en el país, con ligero maquillaje, la antiquísima tradición autoritaria: la de los caudillos, la del poder militar por encima de la sociedad civil, la de la fuerza y las intrigas de una camarilla por sobre las instituciones y la ley.

Desde el 5 de abril de 1992 se ha iniciado en el Perú una era de confusión y de notables paradojas, muy instructiva sobre la imprevisibilidad de la historia, su escurridiza naturaleza y sus sorprendentes zigzags. Una nueva mentalidad antiestatista y anticolectivista ha cundido en vastos sectores, contagiando a muchos que, en 1987, lucharon con denuedo por la nacionalización del sistema financiero y ahora apoyan, entusiasmados, las privatizaciones y la apertura de la economía. Pero, ¿cómo no deplorar que, este avance, se vea lastrado por un simultáneo repudio popular de los partidos políticos, de las instituciones, del sistema representativo y sus poderes autónomos que se fiscalizan y equilibran, y, peor todavía, con el entusiasmo de largos sectores por el autoritarismo y el caudillo providencial? ¿De qué sirve la saludable reacción de la ciudadanía contra el apolillamiento de los partidos tradicionales, si ella conlleva la entronización de esa agresiva forma de incultura que es la «cultura chicha», es decir el desprecio de las ideas y de la moral y su reemplazo por la chabacanería, la ramplonería, la picardía, el cinismo y la jerga y la jerigonza que, a juzgar por las elecciones municipales de enero de 1993, parecen ser los atributos más apreciados por el «nuevo Perú»?

El apoyo al régimen se asienta en un tejido de contradicciones. El empresariado y la derecha saludan en el presidente al Pinochet que secretamente anhelaban, los militares nostálgicos del cuartelazo lo tienen por su transitorio testaferro, en tanto que los sectores más deprimidos y frustrados, en los que ha calado la demagogia racista y anti-establishment, se sienten de algún modo interpretados, en sus fobias y complejos, por los planificados insultos de Fujimori a los políticos «corrompidos», a los diplomáticos «homosexuales» y por una rudeza y vulgaridad que les da la ilusión de que quien gobierna es, por fin, «el pueblo».

Los rapsodas del régimen -agrupados, sobre todo, en el diario Expreso y los canales de televisión- hablan de una nueva etapa de la historia peruana, de una renovación social, de una mudanza de las costumbres políticas, del fin de los partidos de cúpulas burocratizadas y enquistadas, ciegas y sordas ante «el país real» y del refrescante protagonismo del pueblo en la vida cívica, que ahora se comunica directamente con el líder, sin la mediación distorsionadora de la viciada clase política. ¿No es éste el viejo estribillo, el eterno sonsonete, de todas las corrientes antidemocráticas de la historia moderna? ¿No fue, en el Perú, el argumento del general Sánchez Cerro, el caudillo que, como Fujimori, consiguió también el fervor coincidente de la «gente decente» y «la plebe»? ¿No fue el del general Odría, que suprimió los partidos políticos para que hubiera una auténtica democracia? ¿Y acaso fue otra la justificación ideológica del general Velasco, quien quería reemplazar la podrida partidocracia con una sociedad participatoria, exonerada de esa morralla, los políticos? No hay nada nuevo bajo el sol, salvo, tal vez, que la renacida prédica autoritaria está ahora más cerca del fascismo que del comunismo, y cuenta con más oídos y corazones que las viejas dictaduras. ¿Es esto algo que deba alegrarnos o, más bien, asustarnos, cara al futuro?

En el nuevo rompecabezas político, luego del 5 de abril de 1992, muchos adversarios de ayer se encontraron de pronto en las mismas trincheras, y enfrentados a los mismos quebrantos. El apra y la izquierda, que abrieron las puertas de Palacio a Fujimori, fueron luego sus principales víctimas y su caudal electoral, reunido, no llegó, en Lima, al 10 por ciento del voto en los comicios municipales de enero de 1993. El gran arquitecto de las intrigas y maniobras que facilitaron el triunfo de Fujimori, Alan García, luego de semidestruir el Perú y desprestigiar de por vida a su partido, se halla ahora en el exilio, al igual que varios de sus amigos y colaboradores, acosado por varios procesos por robo y corrupción. La Izquierda Unida se desunió, fragmentó, y, en la última contienda, pareció pulverizarse.

Pero no menos dramático ha sido el desfallecimiento de las fuerzas políticas que integraron el Frente Democrático, entre ellas el Movimiento Libertad, duramente castigadas por los electores por su resuelta defensa de la Constitución y su rechazo al golpe del 5 de abril.

Sometido a duras pruebas cuando comenzaba a vivir por cuenta propia, el Movimiento Libertad, nacido bajo aquel auspicio multitudinario del 21 de agosto de 1987 y el sortilegio de los cuadros de Szyszlo, se halla en un momento crítico de su existencia. No sólo porque la derrota de junio de 1990 mermó sus filas, sino, porque, la evolución de la política peruana desde entonces, lo ha ido confinando a una función más bien excéntrica, como al resto de los partidos políticos. Hostigado o silenciado por unos medios de comunicación que, con pocas -admirables- excepciones, sirven atados de pies y manos al régimen, privado de recursos y con una militancia reducida, ha sobrevivido, sin embargo, gracias a la abnegación de un puñado de idealistas, que, contra viento y marea, siguen defendiendo, en estos tiempos inhóspitos, las ideas y la moral que nos llevaron hace seis años a la plaza San Martín, sin sospechar los grandes trastornos que de ello se derivarían para el país y para tantas vidas particulares.

Princeton, New Jersey, febrero de 1993

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