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II. LA PLAZA SAN MARTÍN

A fines de julio de 1987 me hallaba en el extremo norte del Perú, en una playa semidesierta donde, años atrás, un muchacho piurano y su mujer construyeron unos bungalows con la idea de atraer turistas. Solitario, rústico, encajonado entre desiertos, rocas y las espumosas olas del Pacífico, Punta Sal es uno de los sitios más bellos del Perú. Tiene un aire de lugar fuera del tiempo y de la historia con sus bandadas de alcatraces, pelícanos, gaviotas, cormoranes, patillos y los albatros allí llamados tijeretas, que desfilan en formaciones desde el luminoso amanecer hasta los crepúsculos sangrientos. Los pescadores de ese rincón del litoral usan todavía unas balsas de hechura prehispánica, simples y ligeras: dos o tres troncos atados y una pértiga que hace de remo y timón con la que el pescador va impulsando la embarcación con movimientos en redondo, como trazando círculos. Me impresionó ver esas balsas la primera vez que estuve en Punta Sal. Una embarcación idéntica a ésas fue, sin duda, aquella balsa tumbesina que, según las crónicas, cuatro siglos atrás y no lejos de aquí, encontraron Francisco Pizarro y sus compañeros como primera prueba de que los rumores sobre el imperio del oro, que los habían aventurado desde Panamá hasta estas costas, eran realidad.

Estaba en Punta Sal con Patricia y mis hijos, para pasar allí la semana de Fiestas Patrias, lejos del invierno de Lima. Habíamos regresado al Perú no hacía mucho, de Londres, adonde, desde hacía ya tiempo, íbamos todos los años por unos meses, y yo me había propuesto aprovechar la estadía en Punta Sal para, entre chapuzón y chapuzón, corregir las pruebas de mi última novela, El hablador , y practicar mañana y tarde el vicio solitario: leer, leer. En marzo había cumplido cincuenta y un años. Todo parecía indicar que mi vida, agitada desde que nací, transcurriría en adelante más bien tranquila: entre Lima y Londres, dedicada a escribir y con alguna que otra incursión universitaria por Estados Unidos. De vez en cuando garabateo en mis libretas unos planes de trabajo, que nunca realizo del todo. Al cumplir los cincuenta, me había fijado este plan quinquenal:

1) una obra de teatro sobre un quijotesco viejecito que, en la Lima de los años cincuenta, emprende una cruzada para salvar los balcones coloniales amenazados de demolición;

2) una novela policial y fantástica sobre cataclismos, sacrificios humanos y crímenes políticos en una aldea de los Andes;

3) un ensayo sobre la gestación de Los miserables, de Víctor Hugo;

4) una comedia sobre un empresario que, en una suite del Savoy, de Londres, encuentra a su mejor amigo del colegio, a quien creía muerto, convertido en una señora, y

5) una novela inspirada en Flora Tristán, la revolucionaria, ideóloga y feminista franco-peruana, del primer tercio del siglo XIX.

En la misma libreta había borroneado, como propósitos menos urgentes, aprender el endiablado alemán, vivir un tiempo en Berlín, intentar un vez más la lectura de libros que siempre me derrotaron, como el Finnegans Wake y La muerte de Virgilio, recorrer el Amazonas desde Pucallpa hasta Belem do Pará y hacer una edición corregida de mis novelas. Figuraban, también, empeños menos publicables. Lo que no aparecía ni por asomo era la actividad que, por capricho de la rueda de la fortuna, monopolizaría mi vida los próximos tres años: la política.

Yo ni lo sospechaba, ese 28 de julio, al mediodía, cuando en la pequeña radio portátil de mi amigo Freddy Cooper, nos dispusimos a oír el discurso que el presidente de la República pronuncia ante el Congreso el día de la fiesta nacional. Alan García llevaba dos años en el poder y su popularidad aún era grande. A mí, su política me parecía una bomba de tiempo. El populismo había fracasado en el Chile de Allende y la Bolivia de Siles Suazo. ¿Por qué iba a tener éxito en el Perú? Subsidiar el consumo trae una bonanza mentirosa, sólo mientras se dispone de divisas para mantener el flujo de importaciones, en un país que importa buena parte de sus alimentos y de sus insumos industriales. Eso había estado ocurriendo, gracias al dispendio de unas reservas aumentadas por la decisión del gobierno de pagar sólo el diez por ciento de las exportaciones como servicio de la deuda. Pero esa política daba señales de agotamiento. Las reservas descendían; debido a su enfrentamiento con el Fondo Monetario y el Banco Mundial, bestias negras del presidente Alan García, el Perú había visto cerrársele las puerta del sistema financiero internacional; las emisiones inorgánicas para cubrir el déficit fiscal iban acelerando la inflación; el dólar mantenido a un precio bajo desalentaba las exportaciones y atizaba la especulación. El mejor negocio de un empresario era conseguir una licencia para importar con dólares baratos (había múltiples tipos de cambio para el dólar, según la «necesidad social» del producto). El contrabando se encargaba de que los productos así importados -el azúcar, el arroz, las medicinas- pasaran por el Perú como sobre ascuas y salieran hacia Colombia, Chile o Ecuador, donde sus precios no estaban controlados. El sistema enriquecía a un puñado pero empobrecía cada día más al país.

El presidente no se inquietaba. Así me lo pareció, al menos, días atrás, en la única entrevista que tuve con él mientras estuvo en el poder. Al llegar yo de Londres a Lima, a fines de junio, Alan García me envió a saludar con uno de sus edecanes y, conforme al protocolo, fui a Palacio, el 8 de julio, a agradecerle el gesto. Me hizo pasar y conversamos cerca de hora y media. Ante una pizarra me explicó sus metas para el año en curso y me mostró una bazuca artesanal de Sendero Luminoso, con la que los terroristas habían lanzado desde el Rímac un explosivo contra Palacio. Era joven, desenvuelto y simpático. Yo lo había visto una vez, antes, durante su campaña electoral de 1985, en casa de un amigo común, el martillero y coleccionista de arte Manuel Checa Solari, quien se empeñó en hacernos comer juntos. La impresión que me hizo fue la de un hombre inteligente, pero de una ambición sin frenos y capaz de cualquier cosa con tal de llegar al poder. Por eso, días después, en dos entrevistas por televisión que me hicieron los periodistas Jaime Bayly y César Hildebrandt, dije que no votaría por Alan García sino por el candidato del Partido Popular Cristiano, Luis Bedoya Reyes. Pero, a pesar de ello, y de una carta pública que le escribí al año de estar en el poder, censurándolo por la matanza de los amotinados en los penales de Lima en junio de 1986, [1] aquella mañana en Palacio no parecía guardarme rencor, pues se mostraba muy amable. A los comienzos de su gobierno me había mandado preguntar si aceptaría ser embajador en España y ahora, aunque él sabía lo crítico que era yo de su política, la conversación no podía ser más cordial. Recuerdo haberle dicho: «Es una lástima que habiendo podido ser el Felipe González del Perú te empeñes en ser nuestro Salvador Allende, o, peor aún, nuestro Fidel Castro. ¿No va el mundo por otros rumbos?»

Naturalmente, entre las cosas que le escuché en aquella conversación sobre sus planes para 1987, no apareció la más importante, una medida para entonces ya elaborada por él con un grupo íntimo, de la que los peruanos se enterarían por ese discurso del 28 de julio que Freddy y yo oíamos, entre ronquidos y tartamudeos del viejo aparato, bajo el sol candente de Punta Sal: su decisión de «nacionalizar y estatizar» todos los bancos, las compañías de seguro y las financieras del Perú.

«Hace dieciocho años me enteré por los periódicos que Velasco me había quitado mi hacienda», exclamó, a mi lado, un hombre ya mayor, en ropa de baño, con una mano artificial disimulada bajo un guante de cuero. «Y, ahora, por esta radiecita me entero que Alan García acaba de quitarme la compañía de seguros. Qué cosas, ¿no, mi amigo?»

Se puso de pie y fue a zambullirse en el mar. Pero, no todos los veraneantes de Punta Sal tomaron la noticia con el mismo espíritu que don Santiago Gerbolini. Eran profesionales, ejecutivos y alguno que otro hombre de negocios vinculado a las empresas amenazadas y sabían que, a unos más, a otros menos, la medida los iba a perjudicar. Todos recordaban los años de la dictadura militar (1968-1980) y las masivas nacionalizaciones -al comenzar el régimen del general Velasco había siete empresas públicas y al terminar cerca de doscientas- que convirtieron al pobre país que era entonces el Perú en el pobrísimo de ahora. En la cena de aquella noche, en Punta Sal, en la mesa contigua a la nuestra, una señora se condolía de su suerte: su marido, uno de tantos peruanos emigrados, acababa de dejar una buena situación en Venezuela para regresar a Lima ¡a hacerse cargo de la gerencia de un banco!

No era difícil imaginar lo que se venía. Los dueños serían pagados en bonos inservibles, como los expropiados en tiempos del régimen militar. Pero esos propietarios sufrirían menos que el resto de los peruanos. Eran gente acomodada y, desde los despojos del general Velasco, muchos habían tomado precauciones sacando su dinero al extranjero. Para los que no había protección era para los empleados y trabajadores de los bancos, aseguradoras y financieras que pasarían al sector público. Esas miles de familias no tenían cuentas en el exterior ni cómo atajar a las gentes del partido de gobierno que entrarían a tomar posesión de las presas codiciadas. Ellas ocuparían en adelante los puestos claves, la influencia política determinaría los ascensos y nombramientos y muy pronto en esas empresas campearía la misma corrupción que en el resto del sector público.

«Una vez más el Perú acaba de dar otro paso hacia la barbarización», recuerdo haberle dicho a Patricia, a la mañana siguiente, mientras corríamos por la playa, hacia el pueblecito de Punta Sal, escoltados por una bandada de alcatraces. Las nacionalizaciones anunciadas traerían más pobreza, desánimo, parasitismo y cohecho a la vida peruana. Y, a la corta o a la larga, lesionarían el sistema democrático que el Perú había recuperado en 1980, después de doce años de dictadura militar.

¿Por qué, me han dicho muchas veces, tantos aspavientos por unas cuantas nacionalizaciones? Francois Mitterrand nacionalizó los bancos y aunque la medida fue un fracaso y los socialistas debieron dar marcha atrás, ¿acaso puso en peligro la democracia francesa? Quienes razonan así no entienden que una de las características del subdesarrollo es la identidad total del gobierno y el Estado. En Francia, Suecia o Inglaterra una empresa pública conserva cierta autonomía del poder político; pertenece al Estado y su administración, su personal y su funcionamiento están más o menos a salvo de abusos gubernamentales. Pero en un país subdesarrollado, ni más ni menos que en un país totalitario, el gobierno es el Estado y quienes gobiernan administran éste como su propiedad particular, o, más bien, su botín. La empresa pública sirve para colocar a los validos, alimentar a las clientelas políticas y para los negociados. Esas empresas se convierten en enjambres burocráticos paralizados por la corrupción y la ineficiencia que introduce en ellas la política. No hay riesgo de que quiebren; son, casi siempre, monopolios protegidos contra la competencia y tienen la vida garantizada gracias a los subsidios, es decir, el dinero de los contribuyentes. [2] Los peruanos habían visto repetirse este proceso, desde las épocas de la «revolución socialista, libertaria y participatoria» del general Velasco, en todas las empresas nacionalizadas -el petróleo, la electricidad, las minas, los ingenios azucareros, etcétera- y ahora, pesadilla recurrente, se iba a repetir la historia con los bancos, los seguros y las financieras que el socialismo democrático de Alan García se disponía a engullir.

[1] «Una montaña de cadáveres: carta abierta a Alan García», El Comercio, Lima, 23 de junio de 1986; reproducida en Contra viento y marea, III (Barcelona: Seix Barral, 1990), pp. 389-393.


[2] En 1988, el déficit de las empresas públicas alcanzó en el Perú la suma de dos mil quinientos millones de dólares, equivalente a todas las divisas que habían ingresado ese año por exportaciones.


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