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Dimos unas vueltas por el centro y de pronto ese señor que era mi papá dijo que fuéramos a ver el campo, las afueras, que por qué no nos llegábamos hasta el kilómetro cincuenta, donde había esa ranchería para tomar refrescos. Yo conocía muy bien aquel hito de la carretera. Era una vieja costumbre escoltar hasta allí a los viajeros que partían a Lima. Con mis abuelitos y los tíos Lucho y Olga lo habíamos hecho, en Fiestas Patrias, cuando el tío Jorge, la tía Gaby, la tía Laura y mis primas Nancy y Gladys (y la reciente hermanita de éstas, Lucy), habían venido a pasar unos días de vacaciones. (Había sido una gran fiesta el reencuentro con las primas, y habíamos jugado mucho otra vez, pero conscientes, ahora, de que yo era un hombrecito y ellas mujercitas, y de que, por ejemplo, era impensable hacer cosas que hacíamos allá en Bolivia, como dormir y bañarnos juntos.) Esos arenales que rodean Piura, con sus médanos movedizos, sus manchones de algarrobos y sus hatos de cabras, y los espejismos de estanques y fuentes que se divisan en él, en las tardes, cuando la bola rojiza del sol en el horizonte tiñe las blancas y doradas arenas con una luz sangrienta, es un paisaje que siempre me emocionó, que nunca me he cansado de mirar. Contemplándolo, mi imaginación se desbocaba. Era el escenario ideal para hazañas épicas, de jinetes y de aventureros, de príncipes que rescataban a las doncellas prisioneras o de valientes que se batían como leones hasta derrotar a los malvados. Cada vez que salíamos de paseo o a despedir a alguien por esa carretera, yo dejaba volar mi fantasía mientras desfilaba por la ventanilla ese paisaje candente y despoblado. Pero estoy seguro de no haber visto esta vez nada de lo que ocurría fuera del automóvil, pendiente como estaba, con todos los sentidos, de lo que ese señor y mi mamá se decían, a veces a media voz, intercambiando unas miradas que me indignaban. ¿Qué estaban insinuándose por debajo de aquello que oía? Hablaban de algo y se hacían los que no. Pero yo me daba cuenta muy bien, porque no era ningún tonto. ¿De qué me daba cuenta? ¿Qué me escondían?

Y al llegar al kilómetro cincuenta, después de tomar unos refrescos, el señor que era mi papá dijo que, ya que habíamos llegado hasta aquí, por qué no seguir hasta Chiclayo. ¿Conocía yo Chiclayo? No, no lo conocía. Entonces, vámonos hasta Chiclayo, para que Marito conozca la ciudad del arroz con pato.

Mi malestar creció e hice las cuatro o cinco horas de ese tramo sin asfaltar, lleno de huecos y baches y largas colas de camiones en la cuesta de Olmos, con la cabeza llena de acechanzas, convencido de que todo esto había sido tramado desde mucho antes, a mis espaldas, con la complicidad de mi mamá. Querían embaucarme como si fuera un niñito, cuando yo me daba muy bien cuenta del engaño. Cuando oscureció, me eché en el asiento, simulando dormir. Pero estaba muy despierto, la cabeza y el alma puestos en lo que ellos murmuraban.

En un momento de la noche, protesté:

– Los abuelos se habrán asustado al ver que no regresamos, mamá.

– Los llamaremos de Chiclayo -se adelantó a responder el señor que era mi papá.

Llegamos a Chiclayo al amanecer y en el hotel no había nada que comer, pero a mí no me importó, porque no tenía hambre. A ellos sí, y compraron galletas, que yo no probé. Me dejaron en un cuarto solo y se encerraron en el de al lado. Estuve toda la noche con los ojos abiertos y el corazón sobresaltado, tratando de oír alguna voz, algún ruido, en el cuarto contiguo, muerto de celos y sintiéndome víctima de una gran traición. A ratos me venían arcadas de disgusto, un asco infinito, imaginando que mi mamá podía estar, ahí, haciendo con el señor ese las inmundicias que hacían los hombres y las mujeres para tener hijos.

A la mañana siguiente, luego del desayuno, apenas subimos al Ford azul, él dijo lo que yo sabía muy bien que iba a decir:

– Nos estamos yendo a Lima, Mario.

– Y qué van a decir los abuelos -balbuceé-. La Mamaé, el tío Lucho.

– ¿Qué van a decir? -respondió él-. ¿Acaso un hijo no debe estar con su padre? ¿No debe vivir con su padre? ¿Qué piensas tú? ¿Qué te parece a ti?

Lo decía con una vocecita que yo le escuchaba por primera vez, con ese tono agudo, silabeante, que pronto me infundiría más pavor que esas prédicas sobre el infierno que nos dio, allá en Cochabamba, el hermano Agustín cuando nos preparaba para la primera comunión.

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