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La prefectura de Piura fue el último trabajo estable que tuvo el abuelo Pedro. Creo que los años que vivió allá, hasta el golpe militar de Odría de 1948 que derrocó a José Luis Bustamante y Rivero, la familia fue bastante feliz. El salario del abuelito debía ser muy modesto, pero ayudaban a los gastos de la casa el tío Lucho, que trabajaba en la Casa Romero, y mi madre, quien había encontrado un puesto en la sucursal piurana de la Grace. La prefectura tenía dos patios y unos entretechos legañosos donde anidaban murciélagos. Mis amigos y yo los explorábamos, reptando, con la esperanza de cazar alguno de esos ratones alados y hacerlo fumar, pues creíamos a pie juntillas que el murciélago al que se le ponía un cigarrillo en la boca se lo despachaba a pitazos como un ávido fumador.

La Piura de entonces era pequeñita y muy alegre, de hacendados prósperos y campechanos -los Seminario, los Checa, los Hilbeck, los Romero, los Artázar, los García- con los que mis abuelos y mis tíos establecieron unos lazos de amistad que durarían toda la vida. Hacíamos paseos a la bella playita de Yacila, o a Paita, donde bañarse en el mar entrañaba siempre el riesgo de ser picado por las rayas (recuerdo un almuerzo, en casa de los Artadi, en que a mi abuelo y al tío Lucho, que se bañaron con la marea baja, los picó una raya y cómo los curaba, allí mismo en la playa, una negra gorda, calentándoles los pies con su brasero y exprimiéndoles limones en la herida), o a Colán, entonces un puñado de casitas de madera levantadas sobre pilotes en la inmensidad de esa bellísima playa de arena llena de gavilanes y gaviotas.

En la hacienda Yapatera, de los Checa, monté por primera vez a caballo y oí hablar de Inglaterra de manera más bien mítica, pues el padre de mi amigo James McDonald era británico, y tanto él como su esposa -Pepita Checa- veneraban ese país, al que de algún modo habían reproducido en esas arideces de las serranías piuranas (en su casa-hacienda se tomaba el five o'dock tea y se hablaba en inglés).

Tengo en la memoria como un rompecabezas de ese año piurano que concluiría en el malecón Eguiguren con la revelación sobre mi padre: imágenes inconexas, vívidas y emocionantes. El guardia civil jovencito que cuidaba la puerta falsa de la prefectura y enamoraba a Domitila, una de las muchachas de la casa, cantándole, con voz muy relamida, Muñequita linda, y las excursiones en pandilla por el cauce seco del río y los arenales de Castilla y Catacaos para observar a las prehistóricas iguanas o ver fornicar a los piajenos, escondidos entre los algarrobos. Los baños en la piscina del club Grau, los esfuerzos para entrar a las películas para mayores en el Variedades y el Municipal y las expediciones, que nos llenaban de excitación y de malicia, a aguaitar desde las sombras aquella casa verde, erigida en los descampados que separaban Castilla de Catacaos, sobre la que circulaban mitos pecaminosos. La palabra puta me llenaba de horror y de fascinación. Ir a apostarme en los parajes vecinos a aquella construcción, para ver a las mujeres malas que allí vivían y a sus nocturnos visitantes, era una tentación irresistible, a sabiendas de que cometía pecado mortal y que tendría luego que ir a confesarlo.

Y las estampillas que empecé a juntar, estimulado por la colección que conservaba el abuelito Pedro -una colección de sellos raros, triangulares, multicolores, de lenguas y países exóticos que había reunido mi bisabuelo Belisario y cuyos dos tomos eran uno de los tesoros que la familia Llosa acarreaba por el mundo-, que me dejaban hojear si me portaba bien. El párroco de la plaza Merino, el padre García, un curita español viejo y cascarrabias, era también coleccionista y solía ir a intercambiar con él los sellos repetidos, en unos regateos que a veces terminaban con una de esas explosiones de rabia suyas que a mí y a mis amigos nos encantaba provocar. La otra reliquia familiar era el Libro de las Óperas, que había heredado de sus padres la abuelita Carmen: un antiguo y hermoso libro de forros rojos y dorados, con ilustraciones, donde estaban los argumentos de todas las grandes óperas italianas y algunas de sus arias principales y que yo pasaba horas releyendo.

Los ramalazos de la vida cívica de Piura -donde las fuerzas políticas estaban más equilibradas que en el resto del país- me llegaban de manera confusa. Los malos eran los apristas, que habían traicionado al tío José Luis y le estaban haciendo la vida imposible allá en Lima, y cuyo líder, Víctor Raúl Haya de la Torre, había atacado al abuelo en un discurso, aquí, en la plaza de Armas, acusándolo de ser un prefecto antiaprista. (Esa manifestación del apra la fui a espiar, pese a la prohibición de la familia, y descubrí ahí a mi compañero Javier Silva Ruete, cuyo padre era apristón, enarbolando un cartel más grande que él mismo y que decía: «Maestro, la juventud te aclama.») Pero, pese a toda la maldad que el apra encarnaba, había, en Piura, algunos apristas decentes, amigos de mis abuelos y mis tíos, como el padre de Javier, el doctor Máximo Silva, el doctor Guillermo Gulman, o el doctor Iparraguirre, dentista de la familia, con cuyo hijo organizábamos veladas teatrales en el zaguán de su casa.

Enemigos mortales de los apristas eran los urristas de la Unión Revolucionaria, que presidía el piurano Luis A. Flórez, cuya ciudadela era el barrio de La Mangachería, célebre por sus chicherías y picanterías y por sus conjuntos musicales. La leyenda inventó que el general Sánchez Cerro -dictador que fundó la ur y que fue asesinado por un aprista el 30 de abril de 1933- había nacido en La Mangachería y por eso todos los mangaches eran urristas, y todas las cabañas de barro y caña brava de ese barrio de calles de tierra y lleno de churres y piajenos (como se llama a los niños y a los burros en la jerga piurana) lucían bailoteando en las paredes alguna descolorida imagen de Sánchez Cerro. Además de los urristas había los socialistas, cuyo líder, Luciano Castillo, era también piurano. Las batallas callejeras entre apristas, urristas y socialistas eran frecuentes y yo lo sabía porque esos días -mitin callejero que degeneraba siempre en pugilato- no me dejaban salir y venían más policías a cuidar la prefectura, lo que no impidió, alguna vez, que los búfalos apristas, al terminar su manifestación, se llegaran hasta las cercanías a apedrear nuestras ventanas.

Yo me sentía muy orgulloso de ser nieto de alguien tan importante: el prefecto. Acompañaba al abuelito a ciertos actos públicos -las inauguraciones, el desfile de Fiestas Patrias, ceremonias en el cuartel Grau- y se me inflaba el pecho cuando lo veía presidiendo las reuniones, recibiendo el saludo de los militares o pronunciando discursos. Con tanto almuerzo y acto público al que tenía que asistir, el abuelo Pedro había encontrado un pretexto para esa afición que siempre tuvo y que alentaba en su nieto mayor: componer poesías. Las hacía con facilidad, con cualquier motivo, y cuando le tocaba hablar, en los banquetes y actos oficiales, muchas veces leía unos versos escritos para la ocasión. Aunque, al igual que en Bolivia, ese año piurano seguí leyendo con pasión historias de aventuras y garabateando poemitas o cuentos, esas aficiones debieron sufrir cierto receso por el mucho tiempo que dedicaba a mis nuevos amigos y a tomar posesión de esta ciudad, en la que pronto me sentí como en casa.

Las dos cosas que decidirían mi vida futura y que ocurrieron en ese año de 1946 sólo las supe treinta o cuarenta años después. La primera, una carta que recibió un día mi mamá. Era de Orieli, la cuñada de mi padre. Se había enterado por los periódicos que el abuelo era prefecto de Piura y suponía que Dorita estaba con él. ¿Qué había sido de su vida? ¿Se había vuelto a casar? ¿Y cómo estaba el hijito de Ernesto? Había escrito la carta por instrucciones de mi padre, quien, una mañana, yendo en su coche a la oficina, había escuchado en la radio el nombramiento de don Pedro J. Llosa Bustamante como prefecto de Piura.

La segunda era un viaje de pocas semanas que había hecho mi mamá a Lima, en agosto, para una operación menor. Llamó a Orieli y ésta la invitó a tomar el té. Al entrar a la casita de Magdalena del Mar donde aquélla y el tío César vivían, divisó a mi padre, en la sala. Cayó desmayada. Debieron alzarla en peso, tenderla en un sillón, reanimarla con sales. Verlo un instante bastó para que aquellos cinco meses y medio de pesadilla de su matrimonio y el abandono y los diez años de mudez de Ernesto J. Vargas se le borraran de la memoria.

Nadie en la familia supo de ese encuentro ni de la secreta reconciliación ni de la conjura epistolar de varios meses, fraguando la emboscada que había comenzado ya a tener lugar aquella tarde, en el malecón Eguiguren, bajo el radiante sol del verano que empezaba. ¿Por qué no comunicó mi madre a sus padres y hermanos que había visto a mi padre? ¿Por qué no les dijo lo que iba a hacer? Porque sabía que ellos hubieran tratado de disuadirla y le hubieran pronosticado lo que le esperaba.

Dando brincos de felicidad, creyendo y no creyendo lo que acababa de oír, apenas escuché a mi madre, mientras íbamos hacia el hotel de Turistas, repetirme que si encontrábamos a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho o a la tía Olga, no debía decir una palabra sobre lo que acababa de revelarme. En mi agitación, no se me pasaba por la cabeza preguntarle por qué tenía que ser un secreto que mi papá estuviera vivo y hubiera venido a Piura y que dentro de unos minutos yo fuera a conocerlo. ¿Cómo sería? ¿Cómo sería?

Entramos al hotel de Turistas y, apenas cruzamos el umbral, de una salita que se hallaba a mano izquierda se levantó y vino hacia nosotros un hombre vestido con un terno beige y una corbata verde con motas blancas. «¿Éste es mi hijo?», le oí decir. Se inclinó, me abrazó y me besó. Yo estaba desconcertado y no sabía qué hacer. Tenía una sonrisa falsa, congelada en la cara. Mi desconcierto se debía a lo distinto que era este papá de carne y hueso, con canas en las sienes y el cabello tan ralo, del apuesto joven uniformado de marino del retrato que adornaba mi velador. Tenía como el sentimiento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creía muerto.

Pero no tuve tiempo de pensar en esto, pues ese señor estaba diciendo que fuéramos a dar una vuelta en el auto, a pasear por Piura. Le hablaba a mi mamá con una familiaridad que me hacía mal efecto y me daba un poquito de celos. Salimos a la plaza de Armas, ardiendo de sol y de gente, como los domingos a la hora de la retreta, y subimos a un Ford azul, él y mi madre adelante y yo atrás. Cuando partíamos, pasó por la vereda un compañero de clase, el morenito y espigado Espinoza, e iba a acercarse al auto con sus andares sandungueros, cuando el coche arrancó y sólo pudimos hacernos adiós.

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