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Pese a ser tan joven mi madre no tuvo -no quiso tener- pretendientes. A poco de llegar a Cochabamba comenzó a trabajar como auxiliar de contabilidad en la Casa Grace y su trabajo y yo ocupamos toda su vida. La explicación era que ella no podía siquiera pensar en volver a casarse pues ya estaba casada ante Dios, el único matrimonio que vale, y sin duda que lo creía a pie juntillas, pues es ella la católica más católica de esa familia de católicos que eran -que son todavía, creo- los Llosa. Pero, más profunda que la razón religiosa, para que, luego de su divorcio, permaneciera indiferente a quienes se acercaron a ella, fue que, pese a lo ocurrido, siguió enamorada de mi padre, con una pasión total e inconmovible, que ocultó a todos los que la rodeaban, hasta que, al regresar la familia al Perú, el desaparecido Ernesto J. Vargas reapareció para entrar de nuevo, como un torbellino, en su vida y en la mía.

– ¿Mi papá está aquí, en Piura?

Era como una de esas fantasías de las historias, tan seductoras y emocionantes que parecían ciertas, pero sólo mientras duraba la lectura. ¿Se iba a desvanecer también de golpe, como aquéllas al cerrar el libro?

– Sí, en el hotel de Turistas.

– ¿Y cuándo voy a verlo?

– Ahora mismo. Pero no se lo digas a los abuelitos. Ellos no saben que ha venido.

A la distancia, incluso los malos recuerdos de Cochabamba parecen buenos. Fueron dos: la operación de amígdalas y el perro danés del garaje de un alemán, el señor Beckmann, situado frente a la casa de Ladislao Cabrera. Me llevaron con engaños al consultorio del doctor Sáenz Peña, como a una visita más de las que le hice debido a mis fiebres y dolores de garganta, y allí me sentaron sobre las rodillas de un enfermero que me aprisionó en sus brazos, mientras el doctor Sáenz Peña me abría la boca y me echaba en ella un poco de éter, con un chisguete parecido al que llevaban mis tíos a las fiestas de carnavales. Después, mientras convalecía entre los mimos de la abuelita Carmen y la Mamaé, me permitieron tomar muchos helados. (Al parecer, durante esa operación con anestesia local, chillé y me moví, estorbando el trabajo del cirujano, el que dio mal los tajos y me dejó pedazos de amígdalas. Éstas se reprodujeron y ahora las tengo de nuevo completas.)

El gran danés del señor Beckmann me fascinaba y aterraba. Lo tenían amarrado y sus ladridos atronaban mis pesadillas. En una época, Jorge, el menor de mis tíos, guardaba su auto en las noches en ese garaje y yo lo acompañaba, paladeando la idea de lo que ocurriría si el gran danés del señor Beckmann se soltaba. Una noche se abalanzó sobre nosotros. Nos echamos a correr. El animal nos persiguió, nos alcanzó ya en la calle y a mí me desgarró el fondillo del pantalón. La mordedura fue superficial, pero la excitación y las versiones dramáticas que de ella di a los compañeros de colegio duraron semanas.

Y un día resultó que al tío José Luis, embajador del Perú en La Paz y pariente del abuelito Pedro, lo eligieron presidente de la República, en el lejano Perú. La noticia revolucionó a toda la familia, donde el tío José Luis era reverenciado como una celebridad. Había venido a Cochabamba y estado en casa, varias veces, y yo compartía la admiración hacia ese importante pariente tan bien hablado, de corbata pajarito, sombrero ribeteado y que caminaba con las patitas muy separadas igualito que Chaplin, porque en cada uno de esos viajes se había despedido de mí dejándome una propina en el bolsillo.

Apenas asumió la presidencia, el tío José Luis le ofreció al abuelo ser cónsul del Perú en Arica o prefecto de Piura. El abuelito -cuyo contrato con los Said se acababa de cumplir- eligió Piura. Partió casi de inmediato y dejó al resto de la familia la tarea de deshacer la casa. Nos quedamos allí hasta fines de 1945, de modo que yo y mis primas Nancy y Gladys pudiéramos dar los exámenes de fin de año. Tengo una borrosa idea de esos últimos meses en Bolivia, de la interminable sucesión de visitas que venían a decir adiós a esa familia Llosa, que, en muchos sentidos, era ya cochabambina: el tío Lucho se había casado con la tía Olga, quien, aunque chilena de nacimiento, era boliviana de familia y corazón, y el tío Jorge con la tía Gaby, ella sí boliviana por sus cuatro costados. Y, además, la familia había crecido en Cochabamba. A la primera hija del tío Lucho y la tía Olga, Wanda, que nació en la casa de Ladislao Cabrera, me aseguran que yo intenté verla venir al mundo subiéndome a espiar su nacimiento a uno de esos altos árboles del primer patio, del que me bajó el tío Lucho de una oreja. Pero no debe ser cierto, pues no lo recuerdo, o si lo es, no llegué a enterarme de gran cosa, porque, ya lo he dicho, salí de Bolivia convencido de que los niños se encargaban al cielo y los traían al mundo las cigüeñas. A la segunda hija del tío Lucho y la tía Olga -la prima Patricia- ya no pude espiarla asomar a esta tierra, pues nació en la clínica -la familia se resignaba a la modernidad- a escasos cuarenta días del retorno de la tribu al Perú.

Tengo una impresión muy vívida de la estación de Cochabamba, la mañana en que tomamos el tren. Había mucha gente, despidiéndonos, y varios lloraban. Pero no yo ni los amigos de La Salle que habían ido a darme el último abrazo: Romero, Ballivián, Artero, Gumucio, y el más íntimo, hijo del fotógrafo de la ciudad, Mario Zapata. Nosotros éramos hombres grandes -nueve o diez años de edad- y los hombres no lloran. Pero lloraban la señora Carlota y otras señoras, y la cocinera y las muchachas, y lloraba también, prendido de la abuelita Carmen, el jardinero Saturnino, un indio viejo, de ojotas y chullo, a quien veo todavía corriendo junto a la ventanilla y haciendo adiós al tren en marcha.

La familia entera regresó al Perú, pero se quedaron en Lima el tío Jorge y la tía Gaby, y el tío Juan y la tía Laura, lo que para mí fue una gran decepción, pues eso significaba separarme de Nancy y Gladys, las primas con las que crecí. Habían sido como dos hermanas y su ausencia me hizo duros los primeros meses en Piura.

Pero en el viaje aquel -largo, múltiple, inolvidable viaje, en tren, barco, auto y avión- de Cochabamba a Piura, sólo estaban la abuela, la Mamaé, mi mamá, yo y dos miembros añadidos a la familia por la bondad de la abuelita Carmen: Joaquín y Orlando. El primero era un chiquillo poco mayor que yo, al que el abuelo Pedro había encontrado en la hacienda de Saipina, sin padres, parientes ni papeles. Compadecido, lo llevó a Cochabamba, donde había compartido la vida de los sirvientes de la casa. Creció con nosotros y la abuela no se resignó a dejarlo, de manera que pasó a formar parte del cortejo familiar. Orlando, algo menor, era hijo de una cocinera cruceña llamada Clemencia, a quien recuerdo alta, fachosa y con los cabellos siempre sueltos. Un día quedó embarazada y la familia no pudo averiguar de quién. Después de dar a luz, desapareció, abandonando al recién nacido en la casa. Los intentos por averiguar su paradero fueron vanos. La abuelita Carmen, encariñada con el niño, se lo trajo al Perú.

A lo largo de todo aquel viaje, cruzando el altiplano en tren, o el lago Titicaca en el vaporcito que hacía la travesía entre Huaqui y Puno, pensaba, sin descanso: «Voy a ver el Perú, voy a conocer el Perú.» En Arequipa -donde había estado una vez antes, con mi madre y mi abuela, para el Congreso Eucarístico de 1940- volvimos a alojarnos en casa del tío Eduardo y su cocinera Inocencia volvió a hacerme esos rojizos y picantes chupes de camarones que me encantaban. Pero el gran momento del viaje fue el descubrimiento del mar, al terminar la «cuesta de las calaveras» y divisar las playas de Camaná. Mi excitación fue tal que el chofer del automóvil que nos llevaba a Lima paró para que yo me zambullera en el Pacífico. (La experiencia fue desastrosa porque un cangrejo me picó en el pie.)

Ése fue mi primer contacto con el paisaje de la costa peruana, de infinitos desiertos blancos, grises, azulados o rojizos, según la posición del sol, y de playas solitarias, con los contrafuertes ocres y grises de la cordillera apareciendo y desapareciendo entre médanos de arena. Un paisaje que más tarde me acompañaría siempre en el extranjero, como la más persistente imagen del Perú.

Estuvimos una o dos semanas en Lima, alojados donde el tío Alejandro y la tía Jesús, y de esa estancia sólo recuerdo las arboladas callecitas de Miraflores y las ruidosas olas del mar de La Herradura, adonde me llevaron el tío Pepe y el tío Hernán.

Viajamos en avión al Norte, a Talara, pues era verano y mi abuelo, como prefecto del departamento, tenía allí una casita que ponía a su disposición la International Petroleum Company durante el período de vacaciones. El abuelito nos recibió en el aeropuerto de Talara y me alcanzó una postal con la fachada del colegio Salesiano de Piura, donde me había matriculado ya para el quinto de primaria. De esas vacaciones talareñas recuerdo al amable Juan Taboada, mayordomo del club de la International Petroleum y dirigente sindical y líder del partido aprista. Servía en la casa y me tomó cariño; me llevaba a ver partidos de fútbol y, cuando daban películas para menores, a las funciones de un cinema al aire libre, cuya pantalla era la pared blanca de la parroquia. Pasé todo el verano metido en la piscina de la International Petroleum, leyendo historietas, escalando los acantilados circundantes y espiando fascinado los misteriosos andares de los cangrejos de la playa. Pero, en verdad, sintiéndome solo y tristón, lejos de las primas Nancy y Gladys y de mis amigos cochabambinos, a quienes echaba mucho de menos. En Talara, ese 28 de marzo de 1946, cumplí diez años.

Mi primer encuentro con el Salesiano y mis nuevos compañeros de clase no fue nada bueno. Todos tenían uno o dos años más que yo, pero parecían aún más grandes porque decían palabrotas y hablaban de porquerías que nosotros, allá en La Salle, en Cochabamba, ni siquiera sabíamos que existían. Yo regresaba todas las tardes a la casona de la prefectura, a darle mis quejas al tío Lucho, espantado de las lisuras que oía y furioso de que mis compañeros se burlaran de mi manera de hablar serrana y de mis dientes de conejo. Pero poco a poco me fui haciendo de amigos -Manolo y Ricardo Artadi, el Borrao Garcés, el gordito Javier Silva, Chapirito Seminario-, gracias a los cuales fui adaptándome a las costumbres y a las gentes de esa ciudad, que dejaría una marca tan fuerte en mi vida.

A poco de entrar al colegio, los hermanos Artadi y Jorge Salmón, una tarde que nos bañábamos en las aguas ya en retirada del Piura -entonces, río de avenida- me revelaron el verdadero origen de los bebés y lo que significaba la palabrota impronunciable: cachar. La revelación fue traumática, aunque estoy seguro, esta vez, de haber rumiado en silencio, sin ir a contárselo al tío Lucho, la repugnancia que sentía al imaginar a esos hombres animalizados, con los falos tiesos, montados sobre esas pobres mujeres que debían sufrir sus embestidas. Que mi madre hubiera podido pasar por trance semejante para que yo viniera al mundo me llenaba de asco, y me hacía sentir que, saberlo, me había ensuciado y ensuciado mi relación con mi madre y ensuciado de algún modo la vida. El mundo se me había vuelto sucio. Las explicaciones del sacerdote que me confesaba, el único ser al que me atreví a consultar sobre este angustioso asunto, no debieron tranquilizarme pues el tema me atormentó días y noches y pasó mucho tiempo antes de que me resignara a aceptar que la vida era así, que hombres y mujeres hacían esas porquerías resumidas en el verbo cachar y que no había otra manera de que continuara la especie humana y de que hubiera podido nacer yo mismo.

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