Mi madre quedó embarazada, esperándome, a poco de casarse. Esos primeros meses de embarazo los pasó sola en Lima, con la compañía eventual de su cuñada Orieli. Las peleas domésticas se sucedían y la vida para mi madre era muy difícil, pese a lo cual su apasionado amor a mi padre no disminuyó. Un día, desde Arequipa, la abuelita Carmen anunció que vendría a estar al lado de mi madre durante el parto. Mi padre había sido encargado de ir a La Paz a abrir la oficina de Panagra. Como la cosa más natural del mundo dijo a su mujer: «Anda tú a tener el bebe a Arequipa, más bien.» Y arregló todo de tal manera que mi madre no pudo sospechar lo que tramaba. Aquella mañana de noviembre de 1935, se despidió como un marido cariñoso de su esposa embarazada de cinco meses.
Nunca más la llamó ni le escribió ni dio señales de vida, hasta diez años después, es decir, hasta muy poco antes de esa tarde en que, en el malecón Eguiguren de Piura, mi mamá me revelaba que el padre al que yo hasta entonces había creído en el cielo, estaba aún en esta tierra, vivo y coleando.
– ¿No me estás mintiendo, mamá?
– ¿Crees que te voy a mentir en una cosa así?
– ¿De veras está vivo?
– Sí.
– ¿Lo voy a ver? ¿Lo voy a conocer? ¿Dónde está, pues?
– Aquí, en Piura. Lo vas a conocer ahora mismo.
Cuando ya pudimos hablar de eso, muchos años después de aquella tarde y muchos años después de que mi padre hubiera muerto, a mi madre todavía le temblaba la voz y se le llenaban los ojos de lágrimas, recordando la desazón de aquellos días, en Arequipa, cuando, ante el total enmudecimiento de su marido -no llamadas por teléfono, no telegramas, no cartas, ningún mensaje indicando sus señas en Bolivia-, comenzó a sospechar que había sido abandonada y que, dado su famoso carácter, sin duda nunca lo volvería a ver ni a saber de él. «Lo peor de todo», dice, «fueron las habladurías. Lo que la gente inventó, los chismes, las mentiras, los rumores. ¡Tenía tanta vergüenza! No me atrevía a salir de la casa. Cuando alguien venía a visitar a los papas, me encerraba en mi cuarto y echaba la llave». Menos mal que el abuelito Pedro, la abuela Carmen, la Mamaé y todos sus hermanos se habían portado tan bien. Acariñándola, protegiéndola y haciéndole sentir que, aunque había perdido a su marido, siempre tendría un hogar y una familia.
En el segundo piso de la casa del bulevar Parra, donde vivían los abuelos, nací en la madrugada del 28 de marzo de 1936, después de largo y doloroso alumbramiento. El abuelo envió un telegrama a mi padre, a través de la Panagra, anunciándole mi venida al mundo. No respondió, ni tampoco una carta que mi madre le escribió contándole que me habían bautizado con el nombre de Mario. Como ignoraban si no contestaba porque no quería hacerlo o porque no le llegaban los mensajes, mis abuelos pidieron a un pariente que vivía en Lima, el doctor Manuel Bustamante de la Fuente, que lo buscara en la Panagra. Éste fue a hablar con él al aeropuerto, donde mi padre había retornado luego de unos meses en Bolivia. Su reacción fue exigir el divorcio. Mi madre consintió y aquél se hizo, por mutuo disenso, a través de abogados, sin que los ex cónyuges tuvieran que verse las caras.
Ese primer año de vida, el único que he pasado en la ciudad donde nací y del que nada recuerdo, fue un año infernal para mi madre así como para los abuelos y el resto de la familia -una familia prototípica de la burguesía arequipeña, en todo lo que la expresión tiene de conservador-, que compartían la vergüenza de la hija abandonada y, ahora, madre de un hijo sin padre. Para la sociedad de Arequipa, prejuiciosa y pacata, el misterio de lo ocurrido a Dorita excitaba las habladurías. Mi madre no ponía los pies en la calle, salvo para ir a la iglesia, y se dedicó a cuidar al niño recién nacido, secundada por mi abuela y la Mamaé que hicieron del primer nieto la persona mimada de la casa.
Un año después de nacido yo, el abuelo firmó un contrato de diez años con la familia Said para ir a trabajar unas tierras que ésta acababa de adquirir en Bolivia, cerca de Santa Cruz -la hacienda de Saipina- donde quería introducir el cultivo del algodón, que aquél había sembrado con éxito en Camaná. Aunque nunca me lo dijeron, nadie puede quitarme de la cabeza que la infortunada historia de su hija mayor, y la tremenda incomodidad que les causaba el abandono y el divorcio de mi madre, impulsaron al abuelo a aceptar aquel trabajo que sacó a la familia de Arequipa, adonde nunca volvería. «Fue para mí un gran alivio ir a otro país, a otra ciudad, donde la gente me dejara en paz», dice mi madre de aquella mudanza.
La familia Llosa se trasladó a Cochabamba, entonces una ciudad más vivible que el pueblecito minúsculo y aislado que era Santa Cruz, y se instaló en una enorme casa de la calle Ladislao Cabrera, en la que transcurrió toda mi infancia. La recuerdo como un Edén. Tenía un zaguán de techo alto y combado que devolvía las voces, y un patio con árboles donde, con mis primas Nancy y Gladys y mis amigos de La Salle, reproducíamos las películas de Tarzán y las seriales que veíamos los domingos, después de la misa del colegio, en las matinales del cine Rex. Alrededor de ese primer patio había una terraza con pilares, unas lonas para el sol y unas mecedoras donde el abuelo Pedro, cuando no estaba en la hacienda, solía dormir la siesta, columpiándose, con unos ronquidos que a mí y a mis primas nos divertían a morir. Había otros dos patios, uno de baldosas y otro de tierra, donde estaban el lavadero, los cuartos de la servidumbre y unos corrales en los que había siempre gallinas y, en una época, una cabrita que trajeron de Saipina y que la abuela terminó por adoptar. Uno de mis primeros terrores de infancia fue esta cabrita que, cuando se soltaba de su amarra, la emprendía a topetazos con todo lo que se le ponía delante, causando una revolución en la casa. En otra época hubo también una lorita parlanchina, que imitaba las ruidosas pataletas que me aquejaban con frecuencia, y chillaba como yo: «¡Abuelaaa, abuelaaa!»
La casa era enorme pues cabíamos en ella, con cuartos propios, los abuelos, la Mamaé, mi mamá y yo, mis tíos Laura y Juan y sus hijas Nancy y Gladys, los tíos Lucho y Jorge, y el tío Pedro, que estudiaba medicina en Chile pero venía a pasar vacaciones con nosotros. Y, además, las sirvientas y la cocinera, nunca menos de tres.
En aquella casa fui engreído y consentido hasta unos extremos que hicieron de mí un pequeño monstruo. El engreimiento se debía a que era el primer nieto para los abuelos y el primer sobrino de los tíos, y también a ser el hijo de la pobre Dorita, un niño sin papá. El no tener papá, o, mejor dicho, que mi papá estuviera en el cielo, no era algo que me atormentara; al contrario, esa condición me confería un status privilegiado, y la falta de un papá verdadero había sido compensada con varios sustitutorios: el abuelo y los tíos Juan, Lucho, Jorge y Pedro.
Mis diabluras hicieron que mi mamá me matriculara en La Salle a los cinco años, uno antes de lo que recomendaban los Hermanos. Aprendí a leer poco después, en la clase del hermano Justiniano, y esto, lo más importante que me pasó en la vida hasta aquella tarde del malecón Eguiguren, sosegó en algo mis ímpetus. Pues la lectura de los Billikens, Penecas, y toda clase de historietas y libros de aventuras se convirtió en una ocupación apasionante, que me tenía quieto muchas horas. Pero la lectura no me impedía los juegos y era capaz de invitar a toda mi clase a tomar el té a la casa, excesos que la abuelita Carmen y la Mamaé, a quienes si Dios y el cielo existen espero hayan premiado adecuadamente, soportaban sin chistar, preparando con afán los panes con mantequilla, los refrescos y el café con leche para todo ese enjambre.
El año entero era una fiesta. Había los paseos a Cala-Cala, ir a comer empanadas salteñas a la plaza los días de retreta, al cine y a jugar a casa de los amigos, pero había dos fiestas que destacaban, por la emoción y felicidad que me traían: los carnavales y la Navidad. Llenábamos globos de agua con anticipación y llegado el día mis primas y yo bombardeábamos a la gente que pasaba por la calle y espiábamos encandilados a los tíos y a las tías mientras se vestían con fantásticos vestidos para ir a los bailes de disfraces. Los preparativos de la Navidad eran minuciosos. La abuela y la Mamaé sembraban el trigo en unas latitas especiales, para el Nacimiento, laboriosa construcción animada con figuritas de pastores y animalitos en yeso que la familia había traído desde Arequipa (o, tal vez, la abuelita, desde Tacna). El arreglo del árbol era una ceremonia feérica. Pero nada resultaba tan estimulante como escribirle al Niño Jesús -aún no lo había reemplazado Papá Noel- unas cartitas con los regalos que uno quería que le trajera el 24 de diciembre. Y meterse a la cama aquella noche, temblando de ansiedad, y entrecerrar los ojos queriendo y no queriendo ver la sigilosa aparición del Niño Jesús con los regalos -libros, muchos libros- que dejaría al pie de la cama y que yo descubriría al día siguiente con el pecho reventando de la excitación.
Mientras estuve en Bolivia, hasta fines de 1945, creí en los juguetes del Niño Dios, y en que las cigüeñas traían a los bebes del cielo, y no cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban malos pensamientos; ellos aparecieron después, cuando ya vivía en Lima. Era un niño travieso y llorón, pero inocente como un lirio. Y devotamente religioso. Recuerdo el día de mi primera comunión como un hermoso acontecimiento; las clases preparatorias que nos dio, cada tarde, el hermano Agustín, director de La Salle, en la capilla del colegio y la emocionante ceremonia -yo con mi vestido blanco para la ocasión y toda la familia presente- en que recibí la hostia de manos del obispo de Cochabamba, imponente figura envuelta en túnicas moradas cuya mano yo me precipitaba a besar cuando lo cruzaba en la calle o cuando aparecía por la casa de Ladislao Cabrera (que era, también, el consulado del Perú, cargo que el abuelo había asumido ad honorem). Y el desayuno con chocolate caliente y pastelillos que nos dieron a los primeros comulgantes y a nuestras familias en el patio del plantel.
De Cochabamba recuerdo las deliciosas empanadas salteñas y los almuerzos de los domingos, con toda la familia presente -el tío Lucho ya estaba casado con la tía Olga, sin duda, y el tío Jorge con la tía Gaby-, y la enorme mesa familiar, donde se recordaba siempre el Perú -o quizás habría que decir Arequipa- y donde todos esperábamos que a los postres hicieran su aparición las deliciosas sopaipillas y los guargüeros, unos postres tacneños y moqueguanos que la abuelita y la Mamaé hacían con manos mágicas. Recuerdo las piscinas de Urioste y de Berveley, a las que me llevaba el tío Lucho, en las que aprendí a nadar, el deporte que más me gustó de chico y en el único que llegué a tener cierto éxito. Y recuerdo también, con qué cariño, las historietas y los libros que leía con concentración y olvido místicos, totalmente inmerso en la ilusión -las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del Capitán Nemo, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa. Y recuerdo mis primeros garabatos de fabulador, que solían ser versitos, o prolongaciones y enmiendas de las historias que leía, y que la familia me celebraba. El abuelo era aficionado a la poesía -mi bisabuelo Belisario había sido poeta y publicado una novela- y me enseñaba a memorizar versos de Campoamor o de Rubén Darío y tanto él como mi madre (que tenía en su velador un ejemplar de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me prohibió leer) me festejaban esas temeridades preliterarias como gracias.