Al día siguiente de la primera vuelta, lunes 9 de abril de 1990, llamé temprano a Alberto Fujimori al hotel Crillón, su cuartel general, y le dije que necesitaba conversar con él ese mismo día, sin testigos. Quedó en indicarme la hora y lugar de la cita, y así lo hizo, un poco más tarde: una dirección en las vecindades de la clínica de San Juan de Dios, una casa contigua a una gasolinera y taller de mecánica.
Los sorprendentes resultados electorales de la víspera habían creado un clima de desconcierto y Lima era un avispero de rumores, entre ellos el de un inminente golpe de Estado. A la frustración y alejamiento había sucedido la cólera entre los partidarios del Frente y durante el día las radios dieron noticias de incidentes, en Miraflores y San Isidro, en que japoneses fueron insultados en la calle o expulsados de restaurantes. Semejante reacción, además de estúpida, era terriblemente injusta, pues la pequeña comunidad japonesa del Perú me había dado muchas muestras de apoyo desde el principio de la campaña. Un grupo de empresarios y profesionales de origen japonés se reunía, cada cierto tiempo, con Pipo Thorndike para hacer donativos económicos al Frente. Yo había conversado con ellos en tres ocasiones, a fin de explicarles el programa y escuchar sus sugerencias. Y el Movimiento Libertad había elegido a un agricultor nisei, de Chancay, como candidato a diputado por el departamento de Lima. (Perdió la vida, poco antes de las elecciones, al disparársele el arma de fuego que estaba limpiando.)
Mi simpatía con la comunidad japonesa-peruana era grande, por lo hacendosa y productiva -ella había desarrollado la agricultura del norte de Lima en los años veinte y treinta- y por los despojos y abusos de que fue víctima, durante el primer gobierno de Manuel Prado (1939-1945), el que, luego de declarar la guerra a Japón, expropió sus bienes y expulsó del país a quienes eran ya peruanos de segunda o tercera generación. También durante la dictadura de Odría los peruanos de origen asiático habían sido hostilizados, retirándoseles el pasaporte a muchos de ellos y obligándolos a expatriarse. Al principio, creí que aquellas informaciones sobre insultos y atropellos a japoneses eran maniobras de la propaganda aprista, que comenzaba así la campaña a favor de Fujimori para la segunda vuelta electoral. Pero tenían fundamento. El prejuicio racial -explosivo factor que hasta entonces nunca había figurado de manera descarada en nuestras elecciones, aunque siempre estuvo presente en la vida peruana- pasaría en las semanas siguientes a tener un rol principalísimo.
El resultado electoral había provocado un verdadero trauma en el Frente Democrático y en Libertad, cuyos dirigentes, en esas primeras horas, no atinaban a reaccionar y rehuían a la prensa o respondían con evasivas y confusos análisis a las preguntas de los corresponsales. Nadie sabía explicar el resultado. Los rumores de que yo iba a rehuir la segunda vuelta -que repetían la radio y la televisión- provocaron un torrente de llamadas a mi casa, así como una interminable cola de visitantes, a ninguno de los cuales recibí. También del extranjero llamaron muchos amigos -Jean-Francois Revel, entre ellos- sin entender lo que pasaba. Desde poco antes del mediodía, muchos partidarios fueron amontonándose en el malecón, frente a mi casa. Renovándose por partes, permanecerían allí todo el día, hasta el anochecer. Se mantenían callados, con caras contritas, o irrumpían en estribillos que traducían su decepción y su cólera.
Como sabía que la entrevista con mi adversario se frustraría si se llevaba a cabo bajo el cerco periodístico, organizamos con Lucho Llosa una salida clandestina de mi casa, en su camioneta, burlando incluso al servicio de seguridad. Estacionó en el garaje, yo me agazapé en el asiento y manifestantes, fotógrafos y guardaespaldas vieron salir sólo a Lucho, conduciendo. Cuando, una cuadra después, pude enderezarme y vi que nadie nos seguía, sentí gran alivio. Había olvidado lo que era circular por Lima sin escolta y una estela de reporteros.
La casa estaba cerca de la salida a la Carretera Central, disimulada tras un muro y la gasolinera y el taller de mecánica. Salió a abrirme el propio Fujimori y me llevé una sorpresa al descubrir, en ese modesto barrio, protegidos por altas paredes, un jardín japonés, de árboles enanos, estanques con puentecillos de madera y lamparillas, y una elegante residencia amueblada a lo oriental. Me sentí en un chifa o en una vivienda tradicional de Kioto u Osaka, no en Lima.
No había nadie más fuera de nosotros, por lo menos visible. Fujimori me guió hasta una salita, con un ventanal sobre el jardín, y me hizo sentar ante una mesa en la que había una botella de whisky y dos vasos, frente a frente, como para un desafío. Era un hombre menudo y algo rígido, algo menor que yo, cuyos ojitos me escrutaban con incomodidad detrás de sus anteojos. Se expresaba sin soltura, con faltas de sintaxis, y la suavidad y el formalismo defensivos del carácter criollo.
Le dije que quería compartir con él mi interpretación del resultado de la primera vuelta. Dos tercios de los peruanos habían votado por el cambio -el «gran cambio» del Frente y el «cambio 90» suyo-, es decir, en contra del continuismo y de las políticas populistas. Si él, para ganar la segunda vuelta, se convertía en un prisionero del apra y de la izquierda, le haría un enorme daño al país y traicionaría a la mayoría de los electores, que querían algo distinto a lo de estos últimos cinco años.
El tercio de votos que yo había recibido era insuficiente para el programa radical de reformas que, a mi juicio, necesitaba el Perú. La mayoría de los peruanos parecían inclinarse por el gradualismo, el consenso, por compromisos hechos a partir de concesiones recíprocas, una política que, a mi entender, era incapaz de acabar con la inflación, reinsertar al Perú en el mundo y reorganizar la sociedad peruana sobre bases modernas. Él parecía más dotado para propiciar ese acuerdo nacional; yo me sentía incapaz de impulsar políticas en las que no creía. Para ser consecuente con el mensaje de los electores, Fujimori debería tratar de apoyarse en todas las fuerzas que de algún modo representaban «el cambio», es decir, las de Cambio90, las del Frente Democrático y las más moderadas de la izquierda. Convenía que le ahorrásemos al Perú la tensión y derroche de energías de una segunda vuelta. Para eso, yo, a la vez que haría pública mi decisión de no participar en ella, exhortaría a quienes me habían apoyado a responder de manera positiva a un llamamiento suyo a colaborar. Esta colaboración era indispensable para que su gobierno no fuera un fracaso y sería posible si él aceptaba algunas ideas básicas de mi propuesta, sobre todo en el campo económico. Había un clima muy tenso, peligroso para la salvaguardia de la democracia, de modo que era indispensable que el nuevo equipo comenzara a trabajar de inmediato, devolviendo al país la confianza luego de tan largo y violento proceso electoral.
Me miró un buen rato como si no me creyera, o como si en lo que acababa de decirle hubiera escondida alguna trampa. Por fin, recuperado de la sorpresa, comenzó, en tono vacilante, a hablar de mi patriotismo y mi generosidad, pero yo lo interrumpí diciéndole que nos tomáramos un trago y habláramos de cosas prácticas. Sirvió un dedo de whisky en los vasos y me preguntó cuándo iba a hacer pública mi decisión. A la mañana siguiente. Sería bueno que estuviéramos en contacto de manera que, apenas divulgada mi carta, Fujimori pudiera hacerse eco de ella y llamar a los partidos a colaborar. Así lo acordamos.
Hablamos todavía unos momentos, de modo menos general. Me preguntó si esta decisión la había tomado yo solo o consultándola con alguien. Porque, me aseguró, todas las decisiones importantes él las tomaba siempre en completa soledad, sin discutirlas ni siquiera con su mujer. Me preguntó quién era el mejor economista entre los que me asesoraban y le dije que Raúl Salazar, y que de todo lo ocurrido tal vez lo que más lamentaba era que los peruanos, al votar como lo habían hecho, se hubieran quedado sin un ministro de Economía como él. Pero que Fujimori podía reparar ese daño, llamándolo. Por sus preguntas, advertí que no entendía aquello del mandato que yo había pedido a los electores; parecía creer que era una carta blanca para gobernar sin frenos. Le dije que, por el contrario, se trataba de un pacto entre un mandatario y una mayoría de electores para llevar a cabo un programa específico de gobierno, algo indispensable si se querían hacer reformas profundas en una democracia. Hablamos todavía un momento de algunos dirigentes de izquierda moderada, como el senador Enrique Bernales, a quien me dijo incorporaría al acuerdo.
No habían pasado tres cuartos de hora de mi llegada cuando me levanté. Me acompañó hasta la puerta de calle y allí le hice una broma, despidiéndome a la manera japonesa, con una reverencia y murmurando: «Arigato gosai ma su.» Pero él me estiró la mano, sin reírse.
Entré a la casa, encogido en la camioneta de Lucho, y allí, en mi estudio, tuvimos con toda la familia real presente -Patricia, Álvaro, Lucho y Roxana- un conciliábulo en el que les conté mi reunión con Fujimori y les leí mi carta de renuncia a la segunda vuelta. Afuera, en el malecón, había crecido el número de manifestantes. Eran varios centenares. Pedían que saliera y coreaban eslóganes de Libertad y del Frente. Con esa música de fondo, discutimos -fue la primera vez que lo hicimos con tanto fuego- pues sólo Álvaro estaba de acuerdo conmigo en la renuncia; Lucho y Patricia creían que las fuerzas del Frente no aceptarían colaborar con Fujimori y que éste estaba ya demasiado comprometido con Alan García y el apra para que mi gesto destruyera su alianza. Además, ellos creían que podíamos ganar la segunda vuelta.
Estábamos discutiendo cuando oí que, afuera, los manifestantes habían empezado a corear eslóganes de corte racista y nacionalista -«Mario sí es peruano», «Queremos un peruano», además de otros, insultantes- e, indignado, salí a hablarles desde la terraza de mi casa, con ayuda de un megáfono. Era inconcebible que quienes me apoyaban discriminaran entre los peruanos en razón de la piel. El tener tantas razas y culturas era nuestra mejor riqueza, lo que unía al Perú a los cuatro puntos cardinales del mundo. Se podía ser peruano siendo blanco, indio, chino, negro o japonés. El ingeniero Fujimori era tan peruano como yo. Los camarógrafos del Canal 2 estaban allí y alcanzaron a sacar esta parte de mi alocución en el noticiario de Noventa Segundos.