A la mañana siguiente, martes 10 de abril, tuvimos con Álvaro, temprano, la reunión de trabajo acostumbrada, en la que planeamos la manera de difundir mi carta de renuncia. Decidimos hacerlo a través de Jaime Bayly, que durante toda la campaña me había apoyado de una manera muy resuelta y cuyos programas tenían gran audiencia. Apenas hubiera informado a la Comisión Política de Libertad, a la que había citado a las once, en Barranco, iríamos con Bayly al Canal 4.
Cuando, poco antes de las diez de la mañana de ese día memorable, llegaron los candidatos a las vicepresidencias, Eduardo Orrego y Ernesto Alayza Grundy, ya había una nube de periodistas en el malecón, forcejeando con la seguridad, y comenzaban a llegar los primeros de esos grupos que al mediodía convertirían el entorno de mi casa en un mitin. Brillaba un sol muy fuerte y la mañana lucía diáfana, muy calurosa.
Di a Eduardo y don Ernesto mis razones para no participar en la segunda vuelta y les leí mi carta. Había previsto que ambos tratarían de disuadirme, como, en efecto, ocurrió. Pero me desconcertó la categórica afirmación de Alayza Grundy, quien, como jurista, me aseguró que era inconstitucional. Un candidato no podía renunciar a la segunda vuelta. Le dije que había hecho la consulta con nuestro personero ante el Jurado Nacional de Elecciones, y que Elías Laroza me aseguró que no había impedimento legal. En las actuales circunstancias, mi renuncia era lo único que podía evitar que Fujimori fuera un prisionero del apra y asegurar un cambio siquiera parcial de la política que estaba deshaciendo al Perú. ¿No era ésa una razón más sólida que cualquier otra? ¿No se había encontrado, acaso, un tecnicismo jurídico para el desistimiento de Barrantes frente a Alan García en 1985? Eduardo Orrego se había enterado esa madrugada de mi intención de renunciar, por una llamada, desde Moscú, de Fernando Belaunde, quien asistía allí a un congreso. El ex presidente dijo a Orrego que Alan García lo había telefoneado desde Lima «preocupado, pues se había enterado de que Vargas Llosa pensaba renunciar, lo que viciaría todo el proceso electoral». ¿Cómo sabía el presidente Alan García lo de mi renuncia? A través de la única fuente posible: Fujimori. Éste, después de su charla conmigo, había corrido a comentar nuestra conversación con el presidente y a pedirle consejo. ¿No era ésta la mejor prueba de que Fujimori estaba en complicidad con aquél? Mi renuncia sería inútil. Por el contrario, si demostrábamos que Fujimori representaba la continuación del actual gobierno, podíamos revertir lo que parecía una deserción de tantos independientes hacia quien por ingenuidad e ignorancia creían una persona sin vínculos con el apra.
Estábamos en esta discusión cuando una turbamulta, en la puerta de la casa, nos calló. De manera intempestiva se había presentado allí Fujimori, a quien el servicio de seguridad trataba de proteger de los periodistas que lo interrogaban sobre las razones de su venida y de los partidarios míos que lo silbaban. Lo hice pasar a la sala, mientras don Ernesto y Eduardo se marchaban a informar a Acción Popular y al Partido Popular Cristiano de nuestra charla.
A diferencia de la víspera, en que me pareció muy calmado, noté a Fujimori sumamente tenso. Comenzó agradeciéndome por haber condenado los eslóganes racistas la noche anterior (había visto mi alocución en el Canal 2) y, sin disimular su incomodidad, añadió que podían surgir problemas constitucionales con la renuncia. Ésta era inconstitucional y restaría validez al proceso. Le dije que creía que no era así, pero que, en todo caso, me aseguraría de no provocar una crisis que abriera las puertas a un golpe de Estado. Lo acompañé hasta la puerta, pero no salí con él a la calle.
Para entonces mi casa era un hervidero, como el exterior. Había llegado la Comisión Política de Libertad -la única vez, creo, que no faltó nadie-, y algunos asesores muy próximos, como Raúl Salazar. También Jaime Bayly, alertado por Álvaro. Patricia celebraba una reunión, en el patio, con buen número de dirigentes de Acción Solidaria. Acomodamos como pudimos a la treintena de personas en la sala del primer piso y, pese al calor, cerramos las ventanas y corrimos los visillos para que los periodistas y partidarios aglomerados en la calle no nos oyeran.
Expliqué las razones por las que me parecía inútil y peligrosa una segunda vuelta y, dados los resultados del domingo, la conveniencia de que las fuerzas del Frente llegaran a algún tipo de acuerdo con Fujimori. Impedir que continuara la política de Alan García era ahora la prioridad. El pueblo peruano había rechazado el mandato que le pedimos y ya no había posibilidad de llevar a cabo nuestras reformas -ni siquiera en el hipotético caso de una victoria en la segunda vuelta, pues tendríamos a una mayoría parlamentaria en contra-, de modo que debíamos ahorrarle al país una nueva campaña cuyo resultado ya conocíamos, pues era obvio que el apra y la izquierda harían causa común con mi adversario. A continuación les leí la carta.
Creo que todos los presentes hablaron, varios de ellos de manera dramática, y todos, con la excepción de Enrique Ghersi, exhortándome a no renunciar. Sólo Ghersi señaló que, en principio, no rechazaba la idea de una negociación con Fujimori si ella permitía rescatar algunos puntos claves del programa; pero también Enrique dudaba de la independencia del candidato de Cambio 90 para decidir nada, pues, como el resto de los asistentes, lo creía enfeudado a Alan García.
Una de las más vibrantes intervenciones fue la de Enrique Chirinos Soto, a quien la sorpresa de las elecciones había sacado de su sopor y puesto en estado de paroxismo lúcido. Abundó en razones técnicas para demostrar que la renuncia a la segunda vuelta iba contra la letra y el espíritu de la Constitución; pero más grave aún le parecía abandonar la lucha y dejarle el campo libre a un improvisado, sin programa, ni ideas, ni equipo, a un aventurero político que, en el poder, podía significar el desplome del régimen democrático. Él no creía en mi tesis de que en la segunda vuelta habría una santa alianza apro-socialista-comunista en favor de Fujimori; él estaba seguro de que el pueblo peruano no votaría por un «peruano de primera generación, que no tenía un solo muerto enterrado en el Perú». [58] Ésta fue la primera vez que oí semejante argumento, pero no la última. A menudo la oiría en boca de partidarios míos tan cultos e inteligentes como Enrique: por ser hijo de japoneses, por no tener raíces en suelo peruano, por seguir siendo su madre una señora extranjera que ni siquiera había aprendido el español, Fujimori era menos peruano que yo y que quienes -indios o blancos- llevábamos muchas generaciones de vida peruana. Muchas veces, en el curso de los dos meses siguientes, tuve que salir a decir que ese género de razones a mí me hacían desear que ganara las elecciones Fujimori, porque ellas delataban dos aberraciones contra las que he escrito y hablado toda mi vida: el nacionalismo y el racismo (dos aberraciones que, en verdad, son una sola).
Alfredo Barnechea hizo una larga evocación histórica, sobre la crisis y decadencia peruanas, que, según él, había llegado en los últimos años a un punto crítico, del que podía derivarse una catástrofe irreparable, no sólo para la supervivencia democrática, sino para el destino nacional. No se podía entregar el gobierno del país a quien representaba la pura picardía criolla o era muy probablemente testaferro de Alan García; mi renuncia no iba a aparecer como un gesto generoso, para facilitar un cambio de la situación presente. Aparecería como la fuga de un vanidoso herido en su amor propio. Además, podía desembocar en el ridículo. Pues, como era constitucionalmente ilegítima, el Jurado Nacional de Elecciones podía convocar a la segunda vuelta y dejar mi nombre en los boletines de voto, aunque yo no lo quisiera.
En eso, Patricia interrumpió la reunión para decirme, en el oído, que el arzobispo de Lima había venido a verme, en secreto. Estaba allí arriba en mi escritorio. Me excusé con los asistentes, y, estupefacto, subí a atender al ilustre visitante. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Cómo había pasado la barrera de periodistas y manifestantes sin ser descubierto?
Han circulado muchas versiones sobre esta visita, que, en efecto, fue decisiva para que yo diera marcha atrás en mi decisión de no participar en la segunda vuelta. La verdadera sólo la he sabido ahora, por Patricia, quien, para que en este libro figure la verdad, se animó por fin a confesarme lo ocurrido. Al día siguiente de las elecciones habían llamado a mi casa un par de veces desde el arzobispado, diciendo que monseñor Vargas Alzamora quería verme. En el desbarajuste, nadie me dio el recado. Esa mañana, en la Comisión Política, mientras discutíamos, Lucho Bustamante, Pedro Cateriano y Álvaro habían salido varias veces a informar a Patricia y a las dirigentes de Acción Solidaria, reunidas en el jardín, de nuestra discusión: «No hay manera de convencerlo. Mario va a renunciar a la segunda vuelta.» Entonces, a Patricia, que recordaba la magnífica impresión que me había hecho monseñor Vargas Alzamora el día que lo conocí, se le ocurrió la idea. «Que venga a hablar con él el arzobispo. Él lo puede convencer.» Conspiró con Lucho Bustamante y éste llamó a monseñor Vargas Alzamora, le explicó lo que ocurría, y el arzobispo aceptó venir a mi casa. Para que pudiera entrar sin ser reconocido, fue a buscarlo el automóvil con lunas polarizadas en que yo hacía mis desplazamientos, y lo metió directamente al garaje.
Cuando subí al escritorio -también con las persianas bajas para evitar las miradas de la calle- allí estaba el arzobispo echando una ojeada a los estantes. La media hora o tres cuartos de hora que conversamos ha quedado en mi memoria confundida con algunos de los episodios más inusuales de las buenas novelas que he leído. Aunque la conversación tenía, como única razón de ser, el momento político, el sutil personaje que es monseñor Vargas Alzamora se las arregló para transformarla en un intercambio sobre temas de sociología, historia y elevada espiritualidad.
Hizo un comentario risueño sobre su rocambolesca venida, encogido en el automóvil, y como quien habla para matar el tiempo, me contó que cada mañana, al levantarse, leía siempre unas páginas de la Biblia, abierta al azar. Lo que la casualidad había puesto bajo sus ojos esta mañana lo asombró: parecía un comentario sobre la actualidad peruana. ¿Tenía yo una Biblia a la mano? Traje la de Jerusalén y él me indicó el capítulo y versículos correspondientes. Los leí en voz alta y los dos nos echamos a reír. Sí, era cierto, las intrigas y maldades incandescentes de ese Maligno del libro sagrado recordaban las de otro, más terráqueo y próximo.