Loayza se graduó poco antes o poco después que yo, decidido también a partir a Europa. Esperábamos ambos, para concretar los planes de viaje, el fallo del jurado de la beca Javier Prado. La mañana del día anunciado entré en San Marcos lleno de pavor. Pero Rosita Corpancho, que gozaba dando buenas noticias, apenas me vio aparecer se levantó de su escritorio: «¡Te la dieron!» Salí tropezándome a contarle a Julia que nos íbamos a Madrid. Mi felicidad, mientras recorría La Colmena hacia la plaza San Martín, a tomar el colectivo a Miraflores, era tan grande que me daban ganas de lanzar el alarido de Tarzán.
Comenzamos de inmediato los preparativos de viaje. Vendimos los muebles que teníamos, para llevarnos algo de dinero, y guardamos en cajas y cajones todos mis libros, echándoles bolitas de naftalina y deshaciendo en ellos paquetes de tabaco negro, pues nos habían asegurado que era un buen remedio contra las polillas. No lo fue. En 1974, cuando regresé a vivir al Perú, luego de dieciséis años -en los que sólo volví por cortas temporadas, con una excepción, en 1972, de seis meses- y reabrí esas cajas y cajones que hasta entonces habían permanecido en casa de mis abuelos y de mis tíos, varios de ellos ofrecían un espectáculo pavoroso: una verde capa de moho cubría los libros, a través de la cual se divisaban, como en una coladera, los agujeritos por donde las polillas habían entrado a hacer estragos. Muchas de esas cajas eran ya sólo polvo, mistura y alimañas y debieron ir a la basura. Menos del tercio de mi biblioteca sobrevivió a la inclemencia iletrada de Lima.
Al mismo tiempo, seguía con todos mis trabajos y preparábamos con Lucho y Abelardo el segundo número de Literatura, en el que apareció un artículo mío sobre César Moro, y en el que rendimos un pequeño homenaje a los cubanos del 26 de julio, que, con un romántico guerrillero a la cabeza -eso nos parecía Fidel Castro-, combatían contra la tiranía de Batista. Había algunos cubanos exiliados en Lima y uno de ellos, activo en la resistencia, trabajaba en Radio Panamericana. Él me tenía informado sobre los barbudos con los que, ni que decir, yo me identificaba sentimentalmente. Pero en ese último año en Lima, salvo esa adhesión emocional a la resistencia a Batista, no tuve la menor actividad política y estuve apartado de la Democracia Cristiana, en la cual, sin embargo, seguí inscrito por unos meses más, hasta que, luego del triunfo de Fidel y el tibio apoyo que los democristianos peruanos le prestaron, renuncié formalmente al partido, desde Europa.
Toda mi energía y mi tiempo, en esos últimos meses en Lima, se fueron en trabajar para reunir algún dinero y en preparar mi viaje. Aunque éste, en teoría, debía durar un año -el tiempo de la beca- yo estaba decidido a que fuera para siempre. Después de España, vería la manera de pasar a Francia y allí me quedaría. En París me haría escritor y si volvía al Perú, sería de visita, pues en Lima nunca pasaría de ese protoescritor que había llegado a ser. Lo habíamos hablado muy en serio con Julia y ella estaba de acuerdo en el desarraigo. También a ella le hacía ilusión nuestra aventura europea y tenía una confianza absoluta en que yo llegaría a ser un novelista y me prometía ayudarme a conseguirlo haciendo los sacrificios que hiciera falta. Cuando la oía hablarme así, me asaltaban ácidos remordimientos por haberme dejado ganar, en París, por aquellos malos pensamientos. (Nunca he sido bueno en el deporte común de meter cuernos, que he visto practicar a mi alrededor, a la mayor parte de mis amigos, con desenvoltura y naturalidad; yo me enamoraba y mis infidelidades me acarreaban, siempre, traumas éticos y sentimentales.)
A la única persona que confié mi intención de no volver más al Perú fue al tío Lucho, quien, como siempre, me animó a hacer lo que creyera mejor para mi vocación. Para los demás, éste era un viaje de postgrado, y en San Marcos, Augusto Tamayo Vargas consiguió que me dieran licencia, lo que me aseguraba unas clases en la Facultad de Letras a mi vuelta. Porras Barrenechea me ayudó a conseguir dos pasajes gratis en el avión correo brasileño, de Lima a Río de Janeiro (demoraba tres días en llegar, pues hacía escalas nocturnas en Santa Cruz y en Campo Grande) de modo que Julia y yo sólo tuvimos que pagar nuestros pasajes, en tercera de barco, de Río a Barcelona. Lucho Loayza viajaría por su cuenta a Brasil y de allí continuaríamos juntos. La pena era que Abelardo no fuera de la partida, pero él nos aseguró a Lucho y a mí que gestionaría aquella beca para Italia. Nos daría pues la sorpresa, dentro de unos meses, apareciéndose en Europa.
Cuando ya estaban muy avanzados los preparativos, un día, en la Facultad de Letras, Rosita Corpancho me preguntó si no me tentaba un viaje a la Amazonía. Estaba por llegar al Perú un antropólogo mexicano, de origen español, Juan Comas, y con este motivo el Instituto Lingüístico de Verano y San Marcos habían organizado una expedición hacia la región del Alto Marañón, donde las tribus de aguarunas y huambisas, por las que aquél se interesaba. Acepté y gracias a ese corto viaje conocí la selva peruana, y vi paisajes y gente y oí historias que, más tarde, serían la materia prima de por lo menos tres de mis novelas: La casa verde, Pantáleón y las visitadoras y El hablador.
Nunca en mi vida, y vaya que me he movido por el mundo, he hecho un viaje más fértil, que me suscitara luego tantos recuerdos e imágenes estimulantes para fantasear historias. Treinta y cuatro años después todavía me vienen de tanto en tanto a la memoria algunas anécdotas y momentos de aquella expedición por territorios entonces casi vírgenes y por remotas aldeas, donde la existencia era muy diferente de las otras regiones del Perú que yo conocía, o, como en los pequeños asentamientos de huambisas, shapras y aguarunas donde llegamos, la prehistoria estaba aún viva, se reducían cabezas y se practicaba el animismo. Pero, precisamente, por lo importante que resultó siendo para mi trabajo de escritor, y por el mucho partido que le he sacado, me siento más inseguro al referir aquella experiencia que cualquier otra, pues en ninguna se me ha entreverado tanto la fantasía, que todo lo desarregla. Por lo demás he escrito y hablado tanto sobre aquel primer viaje que hice a la selva, que, estoy seguro, si alguien se tomara el trabajo de cotejar todos esos testimonios y entrevistas, advertiría los sutiles y sin duda también abruptos cambios que el inconsciente y la fantasía fueron incorporando al recuerdo de aquella expedición. [57]
De lo que estoy seguro es de esto: descubrir la potencia del paisaje todavía sin domesticar de la Amazonía, y el mundo aventurero, primitivo, feroz y de una libertad desconocida en el Perú urbano, me dejó maravillado. También, me ilustró de manera inolvidable sobre los extremos de salvajismo e impunidad total a que podía llegar la injusticia para ciertos peruanos. Pero, al mismo tiempo, desplegó ante mis ojos un mundo en el que, como en las grandes novelas, la vida podía ser una aventura sin fronteras, donde las audacias más inconcebibles tenían cabida, donde vivir significaba casi siempre riesgo, cambio permanente. Todo ello en el marco de unos bosques, ríos y unas lagunas que parecían los del paraíso terrenal. Ello volvería una y mil veces a mi cabeza en los años siguientes y sería una inagotable fuente de inspiración para escribir.
Estuvimos primero en Yarinacocha, cerca de Pucallpa, donde se hallaba la base del Instituto Lingüístico de Verano y conocimos allí a su fundador, el doctor Townsend, quien lo había creado con un propósito tanto científico como religioso: que sus lingüistas -que eran, al mismo tiempo, misioneros protestantes- aprendieran las lenguas y dialectos primitivos para traducir a ellos la Biblia. Luego partimos hacia las tribus del Alto Marañón y estuvimos en Urakusa, Chicais, Santa María de Nieva, y muchas aldeas y poblados donde dormíamos en hamacas o barbacoas y a los que, a veces, para llegar, luego de dejar el hidroavión, teníamos que desplazarnos en frágiles canoas de balseros indígenas. En una de ellas, la del cacique shapra Tariri, éste nos explicó la técnica de reducir cabezas, que su pueblo aún practicaba; tenían allí a un prisionero, de una tribu vecina con la que estaban en guerra; el hombre se paseaba en libertad entre sus captores, pero a su perro lo mantenían entre rejas. En Urakusa conocí al cacique Jum, recientemente torturado por unos soldados y patronos de Santa María de Nieva, a los que también conocimos, y a quien intentaría resucitar en La casa verde. En todos los sitios donde llegábamos me enteraba de cosas inverosímiles o conocía a personas fuera de lo común, de tal manera que aquella región quedó en mi memoria como un inagotable arsenal de materiales literarios.
Además de Juan Comas, viajaban con nosotros en el pequeño hidroavión el antropólogo José Matos Mar, de quien desde entonces me hice amigo, el director de Cultura Peruana, José Flórez Aráoz, y Efraín Morote Best, antropólogo y folklorista ayacuchano, a quien teníamos que levantar en peso para que el hidroavión pudiera despegar. Morote Best había sido visitador de escuelas bilingües y recorrido las tribus, en condiciones heroicas, bombardeando Lima con denuncias de los atropellos e iniquidades que sufrían los indígenas. Éstos lo recibían en las aldeas con mucho afecto y le daban sus quejas y le contaban sus problemas. La idea que me hice de él fue la de un hombre puro y generoso, profundamente identificado con las víctimas de ese país de víctimas que es el Perú. Nunca imaginé que el suave y tímido doctor Morote Best llegaría, con los años, ganado por el maoísmo, durante su rectorado en la Universidad de Ayacucho, a abrir las puertas de ésta al maoísmo fundamentalista de Sendero Luminoso -a cuyo mentor, Abimael Guzmán, llevó allí como profesor- y a ser considerado algo así como el padre espiritual del movimiento extremista más sanguinario de la historia del Perú.
Cuando regresé a Lima ya no me quedó tiempo siquiera de escribir la crónica que le había prometido a Flórez Aráoz sobre el viaje (se la mandé desde Río de Janeiro, ya camino a Europa). Los últimos días en el Perú me los pasé despidiéndome de amigos y parientes y haciendo una selección de los papeles y libretas que llevaría conmigo. Me apené mucho aquella madrugada en que me despedí de los abuelos y de la Mamaé, pues no sabía si volvería a ver a los tres viejecitos. El tío Lucho y la tía Olga llegaron al aeropuerto de Córpac a despedirnos cuando Julia y yo ya estábamos en el interior del avión militar brasileño, que, en vez de asientos, tenía banquetas de paracaidistas. Los divisamos desde la ventanilla y les hicimos adiós, a sabiendas de que no podían vernos. A ellos sí estaba seguro de que volvería a verlos, y de que entonces ya sería, por fin, un escritor.