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Cortázar ya vivía en ese tiempo en Francia pero en ese mes de enero del 58 no lo conocí, ni creo haber conocido a alguno de los muchos pintores o escritores latinoamericanos de allá («Pobre gente de París», los llamaría en un libro de cuentos inspirado en ellos, Sebastián Salazar Bondy), salvo al poeta peruano Leopoldo Chariarse, de quien había oído contar a Abelardo Oquendo muy divertidas anécdotas (como haber declarado, en público, que su vocación de poeta nació «el día que, de niño, me violó una negra»). Chariarse, que sería luego tocador de laúd, orientalista, gurú y padre espiritual de una secta y director de un ashram, en Alemania, era entonces surrealista, y tenía un gran prestigio dentro de la pequeña secta a que había quedado reducido el movimiento de Breton. Los surrealistas franceses lo suponían un revolucionario perseguido por la dictadura del Perú (donde gobernaba entonces el muy pacífico Manuel Prado), y no sospechaban que era el único poeta en la historia del Perú becado a Europa por una ley del Congreso.

Supe todo eso por el poeta Benjamin Péret, a quien fui a visitar en el muy modesto departamento donde vivía, con la esperanza de que me diera algunos datos sobre César Moro, pues uno de mis proyectos de entonces era escribir un ensayo sobre él. Por varios años, en Francia, Moro estuvo en el grupo surrealista -colaboró en Le surréalisme au service de la Révolution y en el Hommage à Violette Nozière - y organizó luego, con Péret y Breton, una Exposición Internacional del Surrealismo en México. Sin embargo, en la historia oficial del grupo, rara vez se lo aludía. Péret se mostró muy evasivo, porque no recordaba casi a Moro o por alguna otra razón, y apenas si me habló del surrealista más auténtico nacido en el Perú y, acaso, América Latina. Quien me dio una pista de las razones de este ostracismo a que había sido condenado Moro por Breton y sus amigos, fue Maurice Nadeau, a quien fui a ver, por encargo de Georgette Vallejo, para cobrarle unos poemas de Vallejo aparecidos en Les Lettres Nouvelles. Nadeau, cuya Historia del surrealismo yo conocía, me presentó a un joven novelista francés, que estaba con él -Michel Butor- y cuando le pregunté las razones por que los surrealistas parecían haber purgado a Moro, me dijo que probablemente se debía a su homosexualismo. Breton toleraba y alentaba todos los «vicios», salvo éste, desde que, en los años veinte, los surrealistas habían sido acusados de maricas. Ésta era la increíble razón por la que Moro había pasado también a ser un exiliado interior dentro de un movimiento cuya moral y filosofía llegó a encarnar con una integridad y un talento ciertamente más genuinos que buena parte de los sacramentados por Breton.

En ese mes, en París, por primera vez comencé, muy en secreto, a preguntarme si no había sido una precipitación el haberme casado. No porque nos lleváramos mal con Julia, pues no teníamos más disputas que cualquier matrimonio del común, y lo cierto es que Julia me ayudaba en mi trabajo y, en vez de obstruirla, alentaba mi vocación literaria. Sino porque aquella pasión del principio se había apagado y la había reemplazado una rutina doméstica y una obligación que, a ratos, yo empezaba a sentir como esclavitud. ¿Podía durar ese matrimonio? El tiempo, en vez de acortar la diferencia de edad, la iría dramatizando hasta convertir nuestra relación en algo artificial. Las predicciones de la familia se cumplirían, tarde o temprano, y aquel romántico enlace terminaría tal vez por irse a pique.

Esos lúgubres pensamientos nacieron de rebote, aquellos días, al compás de los paseos parisinos y el flirt con Geneviève. Ella me comía a preguntas sobre Julia -su curiosidad femenina era más fuerte que su respingada educación- y quería que le mostrara su fotografía. Con esa muchacha jovencita yo me sentía joven, también, y de alguna manera reviví, en esas semanas, mi infancia miraflorina y las escaramuzas amorosas de Diego Ferré. Porque desde mis trece o catorce años no había vuelto a tener enamorada ni a perder tan maravillosamente el tiempo, dedicado a pasear y a divertirme, como en esas cuatro semanas de París. Los últimos días, cuando el retorno era inminente, me invadía una tremenda angustia y la tentación de quedarme en Francia, de romper con el Perú, con mi familia e iniciar de inmediato una nueva vida, en esa ciudad, en ese país, donde ser escritor parecía posible, donde todo me daba la impresión de estar conjurado para propiciarlo.

La noche de la despedida con Geneviève fue muy tierna. Era muy tarde y lloviznaba y no terminábamos nunca de decirnos adiós en la puerta de su casa. Yo le besaba las manos y había un brillo de lágrimas en sus lindos ojos. A la mañana siguiente, cuando ya salía al aeropuerto, todavía hablamos por teléfono. Luego, nos escribiríamos algunas veces, pero nunca más la vi. (Treinta años más tarde, en lo más crudo de la campaña electoral, súbitamente, alguien que nunca identifiqué, deslizó una carta de ella bajo la puerta de mi casa.)

El viaje a Lima, que debía demorar un par de días, duró toda la semana. Hicimos el primer tramo, de París a Lisboa, sin problemas, y despegamos de allí con puntualidad. Pero a poco de estar volando sobre el Atlántico, el piloto del Super Constellation de Avianca nos comunicó que se había estropeado un motor. Regresamos. Permanecimos dos días en aquella ciudad, por cuenta de la compañía, esperando el avión que venía a rescatarnos, lo que me permitió echar una ojeada a esa bonita y triste capital. Se me había acabado el dinero y dependía de los cupos que nos daba Avianca para los almuerzos y las comidas, pero un compañero de viaje colombiano me invitó uno de esos días a un pintoresco restaurante lisboeta a probar el bacalao «a la Gomes de Sá». Era un muchacho que pertenecía al Partido Conservador. Yo lo miraba como a un bicho raro -andaba siempre con un gran sombrero alón y pronunciaba las palabras con la perfección viciosa de los bogotanos- y lo fastidiaba repitiéndole: «¿Cómo se puede ser joven y conservador? »

Por fin, a los dos días embarcamos en el avión de repuesto. Llegamos hasta las Azores, pero allí el mal tiempo le impidió posarse. Nos desviamos hacia una isla cuyo nombre he olvidado, donde, en el espantoso aterrizaje, el piloto se las arregló para estropear una rueda del avión y hacernos pasar momentos de pánico. Cuando llegué a Bogotá, mi vuelo a Lima había partido hacía tres días, y la damnificada Avianca tuvo que hospedarme y alimentarme en Bogotá un par de días más. Apenas me instalaron en el hotel Tequendama salí a caminar por una de las Carreras del centro. Estaba echando una ojeada a las vitrinas de una librería cuando vi que venía a mi encuentro gente corriendo, en medio de una pelotera. Antes de que entendiera qué pasaba, oí tiros y vi policías y soldados que repartían palos a diestra y siniestra, de modo que eché también a correr, sin saber adonde ni por qué, y pensando qué ciudad era ésta donde no había acabado de desembarcar y ya querían matarme.

Llegué a Lima, por fin, lleno de ímpetu, decidido a terminar cuanto antes mi tesis y a hacer milagros para obtener la beca Javier Prado. A Julia, a Lucho y Abelardo, a mis tíos, les contaba mi viaje a París con un entusiasmo desatado y mi memoria revivía con delectación todo lo que allá había hecho y visto. Pero no tenía mucho tiempo para la nostalgia. Porque, en efecto, me puse a trabajar en la tesis sobre los cuentos de Rubén Darío, en todos los momentos libres, en la biblioteca del Club Nacional, entre los boletines de Panamericana, y, en las noches, en mi casa, hasta quedarme a veces dormido sobre la máquina de escribir.

Un percance vino a interrumpir ese ritmo de trabajo. Una mañana empezó a dolerme la ingle, lo que creí era la ingle y resultó siendo el apéndice. Fui a hacerme ver por un médico de San Marcos. Me recetó algunas medicinas que no me hicieron el menor efecto, y, poco después, Genaro Delgado Parker, que me veía cojeando, me metió en su auto y me llevó a la Clínica Internacional, con la que Panamericana tenía algún arreglo. Tuvieron que operarme de urgencia, pues el apéndice estaba ya muy inflamado. Según Lucho Loayza, al despertar de la anestesia, yo decía palabrotas, mi madre, escandalizada, me tapaba la boca y Julia protestaba: «Lo estás ahogando, Dorita.» Aunque la radio me pagó la mitad de la operación, lo que me tocó cubrir y la devolución de los mil dólares al banco me despresupuestó. Tuve que compensar aquellos desembolsos con una descarga extra de artículos, en el Suplemento de El Comercio, haciendo reseñas de libros, y en la revista Cultura Peruana, cuyo amable director, José Flórez Aráoz, me dejaba tener dos columnas a la vez y publicar notas o artículos sin firma.

Terminé la tesis antes de medio año, a la que puse un título que parecía serio -«Bases para una interpretación de Rubén Darío»- y empecé a atosigar a mis catedráticos informantes -Augusto Tamayo Vargas y Jorge Puccinelli- para que redactaran cuanto antes sus informes de modo que pudiera celebrarse el grado. Una mañana de junio o julio de 1958 fui convocado por el historiador Luis E. Valcárcel, a la sazón decano de la Facultad de Letras, para el acto. Toda mi familia concurrió y las observaciones y preguntas de los catedráticos que conformaban el jurado, en el salón de grados de la universidad, fueron benévolas. La tesis fue aprobada cum laude y con sugerencia de que se publicara en la revista de la Facultad. Pero yo fui retrasando la publicación, con la idea de perfeccionar ese ensayo, cosa que nunca hice. Escrito a salto de mata, en los resquicios de una vida absorbida por las ocupaciones alimenticias, no valía nada y el buen calificativo se explica más por la buena voluntad de los jurados y los niveles académicos decrecientes de San Marcos, que por sus méritos. Pero a mí ese trabajo me permitió leer mucho a un poeta de una fabulosa riqueza verbal, a cuya inspiración y destreza debe la lengua castellana una de las revoluciones seminales de su historia. Porque con Rubén Darío -punto de partida de todas las futuras vanguardias- la poesía en España y América Latina empezó a ser moderna.

En mi solicitud a la beca Javier Prado, para hacer un doctorado en la Complutense de Madrid, presenté el proyecto de continuar aquel estudio en España, aprovechando el Archivo de Rubén Darío que un profesor de la Universidad de Madrid, Antonio Oliver Belmas, había descubierto recientemente, algo que, si las circunstancias lo hubieran permitido, me hubiera encantado hacer. Pero hubo obstáculos insuperables para consultar aquel archivo y con la tesis sanmarquina se interrumpió mi empeño crítico sobre Darío. Pero no mi devoción de lector suyo, pues, desde entonces, a veces luego de largos paréntesis, lo releo y revivo siempre la impresión de maravilla que me dio su poesía la primera vez. (A diferencia de lo que me ocurre con la novela, género en el que tengo una invencible debilidad por el llamado realismo, en poesía siempre he preferido la lujosa irrealidad, sobre todo si la acompaña una chispa de cursilería y buena música.)

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