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A la mañana siguiente de llegar, apenas desperté, a eso del mediodía, salí a recorrer los Champs Élysées. Ahora sí estaba lleno de gente y de vehículos y, detrás de las mamparas de vidrio, las terrazas de los bistrots se veían repletas de hombres y mujeres, fumando y conversando. Todo me pareció bello, incomparable, deslumbrante. Era un métèque desvergonzado. Sentía que ésta era mi ciudad: aquí viviría, aquí escribiría, aquí echaría raíces y me quedaría para siempre. Merodeaban en ese tiempo, en las calles del centro, unos sirio-libaneses que compraban y vendían dólares -inevitable consecuencia del control de cambios- y yo no entendía lo que venían a ofrecerme esos personajes que de tanto en tanto se me acercaban, con gesto cómplice. Hasta que uno de ellos, que chapurreaba una especie de portuñol, me explicó lo que quería. Me cambió algunos dólares, a mejor precio que en el banco, y cometí el error de revelarle mi hotel. Me llamó luego por teléfono, varias veces, proponiéndome diversiones de todo color, con «mushashas muito bonitas».

Monsieur Prouverelle me había preparado un programa, que incluyó una visita a la alcaldía de París, donde me dieron un diploma, y a la que nos acompañó el agregado cultural del Perú. Este viejo señor, que alcanzaría tiempo después un instante de celebridad en una conferencia general de la Unesco en la que pronunció un discurso contra Picasso -precisando que sus críticas eran «de pintor a pintor», pues producía paisajes en sus ocios diplomáticos-, se había vuelto tan refinado (o era tan distraído) que besaba las manos a todas las porteras de la Mairie, ante la sorpresa de Monsieur Prouverelle, quien me preguntó si era ésa una costumbre peruana. Nuestro agregado cultural vivía en Europa hacía una eternidad y el Perú de sus recuerdos ya estaba extinto, o, tal vez, no existió nunca. Recuerdo la sorpresa que me causó, la tarde que lo conocí -habíamos ido a tomar un café, luego de la visita a la alcaldía, a un bistrot del Châtelet-, cuando le oí decir: «Los limeños, tan frívolos, dando vueltas y vueltas cada domingo en el paseo Colón.» ¿Cuándo iban a dar vueltas dominicales los limeños a ese destartalado paseo del centro? Treinta o cuarenta años atrás, sin duda. Pero, es verdad, aquel caballero podía tener mil años.

Monsieur Prouverelle consiguió que me hicieran una entrevista en Le Figaro y dio un cóctel en mi honor en el hotel Napoleón, en el que presentó el número de La Revue Française en el que aparecía mi cuento. Era, como él decía, «un chauvin raisonné» y le divertía y halagaba mi frenético entusiasmo con todo lo que yo veía a mi alrededor y mi embeleso con los libros y autores franceses. Se quedaba sorprendido de que yo anduviera todo el tiempo asociando los monumentos, calles y lugares de París con novelas y poemas que conocía de memoria.

Hizo denodados esfuerzos para conseguirme una cita con Sartre, pero no lo consiguió. Llegamos hasta quien era entonces su secretario, Jean Cau, quien, haciendo bien su trabajo, nos fue dando largas hasta que nos cansamos de insistir. Pero a Albert Camus llegué a verlo, darle la mano y cambiar unas palabras con él. Monsieur Prouverelle averiguó que dirigía la reposición de una de sus obras, en un teatro de los grandes boulevares, y allí me fui a apostar, una mañana, con la impertinencia de mis veintiún años. Al poco rato de estar esperando, Camus apareció, junto con la actriz María Casares. (La reconocí en el acto, por una película que yo había visto dos veces y que me gustó tanto como disgustó a Lucho Loayza: Les enfants du Paradis, de Marcel Carné.) Me acerqué, balbuceando, en mi mal francés, que lo admiraba mucho y que quería entregarle una revista y, ante mi desconcierto, me respondió unas frases amables en buen español (su madre era una española de Oran). Estaba con el impermeable de las fotos y el cigarrillo de costumbre entre los dedos. Algo dijeron él y ella, en el instante ese, sobre «le Pérou», palabra que entonces se asociaba todavía en Francia con ideas de prosperidad («Ce n'est pas le Pérou!»).

Al día siguiente de mi llegada, Monsieur Prouverelle me invitó a tomar un aperitivo a la Rhumerie Martiniquaise, de Saint-Germain, y a cenar a Le Fiacre, advirtiéndome que me llevaba allí porque era un excelente restaurante, pero que el bar del primer piso me podía chocar. Yo me creía liberado de todo prejuicio, pero lo cierto es que, al atravesar aquel bar, donde lujuriosos caballeros de avanzada edad se lucían muy orondos con adolescentes efebos a los que besuqueaban y toqueteaban alegremente, a la vista de todos, me quedé perplejo: una cosa era leer que aquellas cosas existían y otra verlas.

El restaurante de Le Fiacre, en cambio, era formalísimo, y allí me enteré que Monsieur Prouverelle, antes de ser editor de La Revue Française, había sido militar. Colgó el uniforme por una gran decepción, no sé si política o personal, pero me habló de ello en un tono que me impresionó, pues parecía un drama que había revolucionado su existencia. Pasmado, le oí hablar bien del gobierno de Salazar, que, según él, había puesto fin a la anarquía que había antes en Portugal, tesis que me apresuré a refutarle, escandalizado de que alguien pudiera creer que dictadores como Salazar o Franco habían hecho algo bueno por sus países. Él no insistió y, más bien, me dijo que al día siguiente me presentaría a una muchacha, hija de unos amigos, que podía acompañarme a conocer museos y hacer recorridos por París.

Así conocí a Geneviève, a quien, a partir de entonces, vi a diario, muchas horas al día, hasta la víspera de mi retorno a Lima. Y gracias a ella supe que todavía podía pasarme algo mejor de lo mucho bueno que ya me pasaba: tener veintiún años y conocer a una francesita simpática y bonita con quien descubrir las maravillas de París.

Geneviève lucía una melena corta color castaño, unos ojos azules avispados y una tez pálida que, cuando se sonrosaba porque se reía o se avergonzaba, encendía su persona de gracia y animación. Debía de tener unos dieciocho años y era una perfecta demoiselle del seizième, una niña comme il faut, por lo arregladita que siempre iba, lo educado de sus maneras y lo bien que se portaba. Pero era también inteligente, divertida, de una coquetería elegante y sabia, y, viéndola y oyéndola y sintiendo su grácil silueta a mi costado me corrían culebritas por la espalda. Estudiaba en una escuela de arte, y conocía el Louvre, Versailles, L'Orangerie, el Jeu de Paume, como la palma de sus manos, de modo que visitar con ella los museos duplicaba el placer.

Nos veíamos desde muy temprano y comenzábamos el recorrido de iglesias, galerías y librerías de acuerdo a un minucioso plan. En las tardes íbamos al teatro o al cine, y, algunas noches, después de la cena, a alguna cave de la rive gauche a oír música y a bailar. Vivía en una transversal de la avenida Victor Hugo, en un departamento, con sus padres y una hermana mayor, y me llevó varias veces a su casa, a almorzar o a comer, algo que no me volvería a ocurrir, en los muchos años que viví en Francia, ni con mis mejores amigos franceses.

Al regresar a París, a instalarme, un par de años después, sobre todo al principio, en que pasé grandes pellejerías económicas, siempre recordaría como algo fabuloso ese mes en que, junto a la linda Geneviève, iba a espectáculos y a restaurantes todas las noches, y mi ocupación de cada día era recorrer galerías, rincones de París y comprar libros. Monsieur Prouverelle nos consiguió invitaciones para la Comédie Française y para el tnp, que dirigía Jean Vilar, en cuyo escenario vi a Gérard Philippe, en el Príncipe de Homburg, de Kleist. Otra memorable función de teatro fue una pieza de Shakespeare, en la que actuaba Pierre Brasseur, cuyas películas yo andaba siempre persiguiendo. Vimos también, por cierto, La cantatrice chauve y La leçon, de Ionesco, en el pequeño teatro de La Huchette (donde el espectáculo sigue aún, a punto de cumplir cuarenta años) y esa noche, luego del teatro, dimos una larguísima caminata por los muelles, a orillas del Sena, en la que yo ensayé algunos piropos de imperfecta sintaxis, que Geneviève me corregía. Conocí también la Cinémathèque de la rue d'Ulm, donde nos encerramos un día entero, viendo cuatro películas de Max Ophuls, entre ellas Madame D, con la bellísima Danielle Darrieux.

Como mi premio sólo me daba quince días de alojamiento en el Napoleón, había reservado para las últimas dos semanas un cuarto en un hotelito del Barrio Latino, recomendado por Salazar Bondy. Pero cuando fui a despedirme del gerente del hotel Napoleón, el señor Makovsky me dijo que me quedara allí pagando lo que iba a pagar en el hotel de Seine. De modo que seguí disfrutando del Arco de Triunfo hasta el final de mi estancia.

Otra de las maravillas parisinas fueron para mí los bouquinistes del Sena y las pequeñas librerías de lance del Barrio Latino, donde hice una buena provisión de libros que luego no sabía cómo meter en la maleta. Conseguí, así, completar la colección de Les Temps Modernes, desde el primer número, con ese manifiesto inicial de Sartre a favor del compromiso, que conocía casi de memoria.

Años después, ya viviendo en Francia, tuve una noche una larga conversación sobre París con Julio Cortázar, que amaba también esta ciudad y que declaró alguna vez que la había elegido «porque no ser nadie en una ciudad que lo era todo era mil veces preferible a lo contrario». Le conté esa pasión precoz en mi vida por una ciudad mítica, que sólo conocía por fabulaciones literarias o chismografías, y cómo, al cotejarla con la versión real, en ese mes milyunanochesco, en vez de tener una decepción aquel hechizo había incluso crecido. (Duró hasta 1966.)

Él también sentía que París había dado a su vida algo profundo e impagable, una percepción de lo mejor de la experiencia humana, cierto sentido tangible de la belleza. Una misteriosa asociación de la historia, la invención literaria, la destreza técnica, el conocimiento científico, la sabiduría arquitectónica y plástica, y, también, en muchas dosis, el azar, había creado esa ciudad donde salir a caminar por los puentes y muelles del Sena, u observar a ciertas horas las volutas de las gárgolas de Notre Dame o aventurarse en ciertas placitas o el dédalo de callejuelas lóbregas del Marais, era una emocionante aventura espiritual y estética, como sepultarse en un gran libro. «Así como uno elige a una mujer y es elegido o no por ella, pasa con las ciudades», decía Cortázar. «Nosotros elegimos París y París nos eligió.»

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